Rogelio Ruiz Gomar.
En un espacio indeterminado, en el que se aprecia una columna hacia el lado izquierdo, un breve paisaje al centro, y el final de un muro por el lado derecho, se distribuyen, en distintos planos y en diferentes actitudes, seis religiosos, que resultan ser tres fundadores de órdenes religiosas más un correligionario de cada uno. Semiarrodilados casi al centro están san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán; a espaldas del primero se halla un franciscano arrodillado con las manos juntas, mientras que bajo el brazo de santo Domingo está sentado un fraile dominico. De pie y en un plano más profundo, se encuentra san Pedro Nolasco, dirigiéndose a un fraile de la orden de la Merced por él fundada. En la parte alta y al centro de la composición, se abre una entrada de gloria en la que se encuentran, a menor escala, Cristo y la Virgen María, amén de varios querubines. Jesucristo, cubierto con un manto rosa y el torso desnudo, está sentado, sosteniendo tres rayos flamígeros con la mano derecha, cual Júpiter tonante, al tiempo que señala con la mano izquierda la esfera terrestre que parece abrazar junto a él. Por su parte, María se encuentra arrodillada, de perfil, en un nivel ligeramente más bajo intercediendo ante su Hijo por el mundo, pues lleva la mano derecha sobre el pecho y señala con la izquierda como sus fiadores al grupo de religiosos que ocupa la parte baja.
El rayo ha sido
entendido por casi todas las culturas a lo largo de la historia como un
atributo del Dios Supremo, y puede significar tanto su poder creador como su
poder destructor.1 Dentro de la
tradición del mundo occidental, las flechas flamígeras son utilizadas más
comúnmente para significar castigo, y fue con esta carga que, pese a su origen pagano, también se usaron en
el arte de la religión católica. En efecto, fue tal la fuerza de la
representación de los rayos que lanzaba el iracundo señor del Olimpo2 que no tardaron
en ser aprovechados también por los artistas de la religión católica para
significar igualmente el gesto de autoridad divino, y empezaron a ser
utilizados por Cristo cuando se quería representar su disposición para castigar
a los hombres. No extraña encontrar pues, en esta obra, ejecutada por Nicolás
Enríquez, uno de los muchos y buenos pintores que florecieron en la Nueva
España en el siglo XVIII, a Cristo portando dicho puñado de rayos. De tiempo
atrás venía también la práctica de presentar a la Virgen María en su calidad de
intercesora. En este cuadro es ella, precisamente, quien aplaca el enojo de su
Hijo con sus ruegos, como se da a entender con el rostro ya apacible de Cristo.
Un aspecto que queda claro, además, es el de que el autor de esta obra ha
querido presentar a los miembros de las órdenes religiosas en ella incorporados
igualmente como escudos protectores contra el castigo divino, lo que
justificaría en cierta medida su inclusión en la composición, cuanto más que
resulta evidente que es a los miembros de dichas órdenes religiosas
¿franciscanos, dominicos y mercedarios¿ a quienes la Virgen pone como fiadores,
para aplacar la ira de su Hijo.
La inclusión en esta obra de santo Domingo y
de san Francisco resulta del sueño que se dice tuvo el primero, quien se
encontraba en Roma para conseguir del pontífice la aprobación de su orden,
sueño en el que vio a Cristo en el cielo, irritado por los pecados de los
hombres, disponiéndose a disparar tres flechas contra el mundo; las tres
flechas estaban destinadas a castigar los vicios del orgullo, la avaricia y la
lujuria. Justo entonces, la Virgen apaciguó la cólera de su Hijo, mostrándole
dos monjes arrodillados a sus pies: santo Domingo y san Francisco, gracias a
los cuales habrían de reinar en el mundo las virtudes opuestas: la obediencia,
la pobreza y la castidad.3
La representación de este pasaje gozó de
mucha aceptación en el mundo europeo, como lo prueba el buen número de grabados
y pinturas que se ocupan de él, incluido un cuadro de Rubens que se custodia en
el Museo de Lyón. Por lo mismo, no debe extrañar encontrarlo también en el
Nuevo Mundo. Así, al decir de Héctor Schenone, el pasaje fue muy difundido en
los conventos americanos, pero conviene recoger lo que añade este autor, en el
sentido de que no aparece sólo en los conventos franciscanos y dominicos, sino
también en los de otras órdenes que, en cierto modo, dice, se apropiaron del
tema.4
Es ésta una obra, pues, que refuerza la
postura de la Iglesia católica en relación con el papel de la Virgen María como
eficaz intercesora entre Dios y los hombres, así como del también papel
protector de los santos Francisco y Domingo. Un tanto sorpresiva es, en cambio,
la inclusión de san Pedro Nolasco y del religioso mercedario, pues, al menos
para el ámbito de la Nueva España, la orden de la Merced no parece haber
desempeñado un papel tan preponderante como las dos órdenes mencionadas en ese
sentido de protección. Por ello, se antoja pensar que el cuadro que ahora nos
ocupa fue un encargo con el que se pretendía exaltar esa condición de mediación
y protección, y que, por lo mismo, alude a un hecho concreto en el contexto
histórico novohispano. Si esto es así, la fecha que ostenta de 1738 puede ser
la clave, pues inevitablemente nos remite a la terrible epidemia de la matlazáhuatl
que entre fines de 1736 y mediados de 1738 asoló el territorio de la Nueva
España y causó
la muerte de casi 40 mil personas. ¿Qué pudo haber desencadenado la ira divina?
No lo sabemos, pero al igual que la mayor parte de las pestes y epidemias que
ha sufrido la humanidad a lo largo de la historia, la "gran matlazáhuatl"
fue entendida como castigo de Dios. Así lo señala expresamente Cayetano de
Cabrera y Quintero cuando inicia su conocido libro de Escudo de Armas de
México, escrito para destacar el alivio alcanzado en esa dramática
situación gracias a la decisiva intervención de la Virgen de Guadalupe, con la
siguiente sentencia: "¿ se sirve la justificación divina en casi
innumerables calamidades, con que provocada de las culpas se rinde a hacer
guerra a los mortales; y en ninguna más propiamente, que en la que por
anthonomasia es GUERRA DE DIOS, en
la Peste. Aquí es donde tomando el Supremo Hacedor las armas para capitanear su
venganza, ordena contra la rebeldía de las unas, exército de otras
criaturas."5
En la pormenorizada relación que hizo de esa
epidemia, Cabrera Quintero se preocupó por referir todas las acciones
emprendidas por las autoridades civiles y eclesiásticas, y si bien no deja de
señalar el eficaz auxilio que entonces prestaron a los necesitados los miembros
de las distintas comunidades religiosas, ni deja de mencionar las diversas
procesiones que entonces se organizaron ¿en las que se sacaron las más afamadas
imágenes que poseían todas las comunidades religiosas o existían en las
iglesias de la ciudad¿, ni olvida dar cuenta de los novenarios, rogativas,
misas, letanías, etcétera, que se rezaron en esos días, hay que reconocer, sin
embargo, que lo hace de manera general y no destaca de manera especial la labor
que realizaron entonces los religiosos de las tres órdenes que aparecen en esta
pintura. Esto, y la circunstancia de que la obra que ahora nos ocupa es una
lámina de modestas dimensiones, permite sugerir que la pintura expresara una
devoción particular, y hubiese sido encargada por alguien que, sin negar la
valentía y los esfuerzos realizados entonces por todas y cada una de las demás
comunidades establecidas en la Nueva España, quisiera rendir tributo únicamente
a los franciscanos, dominicos y mercedarios, por haber sido de ellos de quienes
recibió el auxilio o fue testigo de los consuelos ofrecidos a otros en esos
momentos tan difíciles. Sin embargo, no queda claro si el gesto del religioso
dominico sentado, cubriéndose la cabeza, signifique que está enfermo, ni se
entiende porqué el pintor ha diferenciado las edades de los religiosos que
acompañan a sus santos fundadores, pues mientras que el franciscano aparece de
edad avanzada, el dominico resulta ser un hombre en edad madura y el mercedario
muy joven; aunque, quizá, eso tenga que ver con el tiempo que cada una de
dichas órdenes llevaba trabajando en la Nueva España, pues como se recordará
los primeros en llegar fueron los franciscanos, luego los dominicos y ya hacia
fines del siglo XVI los de la orden de la Merced.
De Nicolás Enríquez, el autor de la misma, no
es mucho lo que sabemos. Se sospecha que fue originario de la ciudad de
Guadalajara, al igual que el pintor Antonio Enríquez, de quien se supone era
hermano, por el hecho de que fue en esa ciudad donde se empezaron a registrar
obras suyas. Sin embargo, documentación dada a conocer en fechas recientes abre
la posibilidad de que haya nacido en la ciudad de México, donde su presencia
está confirmada al menos desde el año de 1722, pues su nombre ¿Nicolás Enríquez
de Vargas¿ figura junto con el de otros pintores activos en la capital del
virreinato que estaban agrupados en una especie de academia, alrededor de los
hermanos Nicolás y Juan Rodríguez Xuárez, otorgando un poder al oficial de
pintor, José de Ibarra, para que en nombre de todos pudiese hacer postura en el
concurso que, de acuerdo con la costumbre, se dispondría para la ejecución del
arco que habría de levantarse en ocasión de la entrada del virrey Juan Antonio
de Acuña, marqués de Casafuerte.6 Por otro lado, a menos que se trate de dos pintores
diferentes que tenían el mismo nombre, hay que aceptar que vivió muchos años,
pues su actividad se extiende desde ese año de 1722 hasta quizá el de 1787, año
en que se anunciaba en la Gazeta de México la venta de 25 láminas suyas
de asuntos varios, pero todos religiosos. Si esto se llegara a confirmar, le
convertiría en un artista estratégicamente ubicado, pues su gran longevidad le
permitió alternar con prácticamente todos los buenos pintores novohispanos del
siglo XVIII, desde los Rodríguez Xuárez e Ibarra, hasta Cabrera, Morlete,
Vallejo y Alzíbar.
Su obra participa de los nuevos rumbos que
siguió la pintura en el siglo XVIII. Su cuadro más temprano es el de la
dramática versión de La flagelación que fechó en 1729 y se guarda
también en el Munal;7 obra de
exacerbada crueldad y de carácter casi popular que contrasta con el tono
apacible que, pese a la naturaleza de su tema, exhibe la alegoría que ahora nos
ocupa, realizada nueve años después que aquélla. De la fama que alcanzó en su
tiempo hablan los elogios que le tributaron por los cuadros que hizo para la parroquia
de San Miguel Arcángel en la ciudad de México. Cuando en 1732 se estrenaron los
que hizo para el presbiterio de la misma, se aludió a los "sumptuosos
corpulentos lienzos" salidos del "diestro y valiente pinzel del
célebre Enríquez¿¿ y dos años después se expresarían en términos semejantes
¿"hermosos lienzos", y "el valiente pinzel del afamado
Enríquez"¿, cuando se estrenaron los catorce cuadros que hizo para el
bautisterio de dicha parroquia.8 Algo que distingue a este artista es que trabajó
mucho sobre lámina de cobre, pero también sobre gruesas y pesadas láminas de
latón.9 A mediados del
siglo XIX, la marquesa Calderón de la Barca escribió de él que sus obras,
aunque no tan abundantes como las de Cabrera, eran buenas y que algunas
"son de mérito" y merecían que se les conociese en Europa.10
Nada se sabe de la procedencia de esta
pintura, pero, como arriba se mencionó, en virtud de sus dimensiones y carácter
devocional, es probable que haya sido una obra encargada para una capilla
privada. Tampoco se conoce cuándo pasó a formar parte de los cuadros coloniales
reunidos en la Academia de San Carlos, pero para 1866 ya estaba incluido en
dicho acervo, pues aparece con el número 12 en la lista de obras seleccionadas
para decorar Palacio, con motivo de la fiesta de Corpus Christi.11Y fue incluido
también en la exposición que se envió entre 1875 y 1876 a Filadelfia.12 [Rogelio
Ruiz Gomar]
NOTAS
1 Federico
Revilla, Diccionario de iconografía y simbología, 2a ed., Madrid,
Cátedra, 1995, p. 345.
2 Zeus entre los
griegos o Júpiter entre los romanos; dichas armas fueron forjadas para él por
los ciclopes y con ellas afirmó su poder tras destronar a Cronos y
fulminar a los gigantes.
3 Emile Mâle, El
Barroco. Arte religioso del siglo XVII. Italia, Francia, España y Flandes,
Madrid, Encuentro, 1985, p. 383; y Louis Réau, Iconografía del arte
cristiano, t. 2, vol. 3: Iconografía de los santos, Barcelona,
Ediciones del Serbal, 1997, pp. 399-400.
4 Héctor H.
Schenone, Iconografía del arte colonial. Los santos, Buenos Aires,
Fundación Tarea, 1992, vol. 11, pp. 2 7 1 - 1 7 2 . Autor que para esta visión
remite a Gerardo de Franchet ("Domingo de Guzmán", en Vida de los
Padres Predicadores, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1961, p.
451.); y para la incorporación de san Pedro Nolasco en este tipo de
representaciones, véase el vol. 11, pp. 659-660, en donde el mismo autor
menciona como ejemplo justo el cuadro de Enríquez que nos ocupa y otro, de
autor anónimo, que se encuentra en el claustro de La Merced, en Quito, Ecuador.
5 Cayetano de
Cabrera y Quintero, Escudo de Armas de México, México, Viuda de D.
Joseph Bernardo de Hogal, 1746; parágrafo 4, p. 2. El mismo autor, un poco más
adelante agregará, en ese mismo sentido: "Y aunque tal vez por no
convertirnos a su amor, monte Dios, Sagitario Divino, el arco que apareja a
darnos Guerra, vibrando y brindando en copas de mortales ponzoñosos influxos,
saetas, que extingan con la vida nuestras ardentías enfermizas, con todo es el
Iris de paz el arco conque nos hace Guerra"; ibid., parágrafo 10,
pp. 4-5.
6 Archivo General
de Notarías de la ciudad de México, Notaría 391, a cargo de Felipe Muñoz de
Castro, 4 de septiembre de 1722: t. 2577, ff. 221-222; otra mención a este
artista se encuentra en un segundo documento relativo a esa especie de
Academia, fechado el 7 de septiembre de 1728, y que pasó ante el mismo notario:
t. 2583, ff. 347V-35o . Véase Mina Ramírez Montes, Catálogo de documentos
de arte: Archivo de Notarías de la ciudad de México, núm. 15 , México,
IIE, UNAM, 1990; núms. 96, p. 15, y núm. 159, pp. 25-26.
7 Véase Jaime
Cuadriello, Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Nueva
España, México, Museo Nacional de Arte, INBA-IIE, UNAM, 1999, t. 1, pp.
103-107.
8 Véase Juan
Francisco Sahagún de Arévalo, Gazeta de México, núm. 58, correspondiente
al mes de septiembre de 1732; y Gazeta de México, núm. 82,
correspondiente al mes de septiembre de 1734. Para ambos casos véase t. II, pp.
55 y 203, de la edición de Castoreña y Ursúa y Sahagún de Arévalo,
Gacetas de México,
introducción
de Francisco González de Cossío, 3 vols., México, SEP, 1949-1950.
9 Presentan ese
soporte un San Ignacio que se guarda en una iglesia de Durango, y un
magnífico Apostolado que existe en una colección particular.
10 Madame
Calderón de la Barca, La vida en México, 7a. ed., México, Porrúa, 1984,
carta XXVII, p. 203.
11 Véase Eduardo
Báez Macías, GuÍa del archivo de la antigua Academia de San Carlos,
1844-1867, México, IIE, UNAM, 1976, doc. 6505.
12 Véase Eduardo
Báez Macías, Guía del archivo de la antigua Academia de San Carlos,
1867-1907, México, IIE, UNAM, 1993, vol. 1, p. 224, doc. 7253, y p. 240,
doc. 7296.