Al igual que muchos de sus colegas, Nava obtuvo
una beca para estudiar en París, de 1897 a 1910. Participó en la exposición de
los alumnos de la ENBA en el Centenario de la Independencia, acontecimiento
significativo porque hizo evidente la compatibilidad de la pintura con la
escultura, como registro de una misma sensibilidad. Perteneció al grupo de
artistas que el gobierno de Porfirio Díaz acogió como corriente oficial para difundir
internacionalmente la imagen de un país dirigido a la modernidad en la llamada Belle
Époque. Dentro de la tendencia iniciada por escultores como Enrique Guerra
unos años antes, el erotismo de esta pieza captura la atmósfera decadentista de
fin de siglo al utilizar el cuerpo femenino como metáfora del deseo que conduce
a la perdición. Este tipo de esculturas se convirtieron en refugio de las
pasiones consideradas tabú en una época moralista que sólo aceptaba el desnudo justificado
a partir de la simbología artística. El cuerpo de esta mujer, que envuelve un
misterio fascinante por su belleza, encarna la idea de la mujer fatal. En la
tradición iconográfica, la llamada femme fatale se asocia con personajes
bíblicos como Salomé y Judith o mitológicos como Helena de Troya y Circe; sin
embargo, el autor la libera de tiempo y espacio para otorgarle una mera
condición femenina sin mayor especificidad. El marcado contraste entre
superficies lisas y ásperas muestra las calidades táctiles y expresivas del
mármol. La técnica de extracción empleada, consistente en la eliminación del
exceso de material con martillos, cinceles y escalpelos, es característica del
proceso empleado por Miguel Ángel (1475-1564) para ejecutar sus figuras prisioneras
que sólo logran liberarse parcialmente de la roca. Asimismo, resulta evidente
la tendencia creada por Auguste Rodin (1840-1917), al extraer su anatomía de la
piedra y enfatizar, de este modo, la sensación de estar inconclusa. La pieza
ingresó al MUNAL como donación de Fidencio Nava Saavedra en 1990.