Sobre un fondo de penumbra, próximo a una densa oscuridad, se recorta con nitidez la figura de una joven mujer representada casi de cuerpo completo. Se encuentra violentamente iluminada por la calida luz que irradia una vela. Con su mano izquierda sostiene delicadamente la parte inferior del fuste de la cera blanca y con la otra, a medio levantar el brazo, cubre la flama a la altura del corazón.
En tres cuartos de ángulo a la izquierda, la efigie orienta la cabeza hacia el otros extremo, a la derecha, para ubicar su rostro, pasado un poco, de frente al espectador[1]. Un largo cuello sostiene una cabeza oval apegada al gusto de Cordero por la pintura figurativa idealista del Renacimiento; la tez es muy blanca, marmórea; la piel tiene una textura suave y fina; y la frente es amplia y despejada. El cabello pelirrojo es ondulado, de raya en medio, y largo con caída a los hombros. Tiene las cejas negras de delgado delineado, los ojos de naturaleza somnolienta y melancólica, con una apariencia ensimismada y adusta, así como los párpados caídos que nos recuerdan los logrados retratos del italiano Rafael de Sanzio (1483-1520).
Lleva un camisón de dormir blanco plisado; de manga replegada y cuello amplio en V con bellos encajes y deshilados decorativos que se extienden a todo lo largo de la manga. Se cubre de la frescura de la noche con un paño que, al estilo griego, protege un hombro, pasa por la axila del otro brazo y está sujeto a la altura de la cintura. Esta frazada, de pliegues correctamente resueltos, presenta un pigmento mostaza -muy recurrido en la Academia- con diversos matices hasta llegar al vino, acentuando el efecto lumínico de luz y sombra. Un lenguaje simbólico implícito es el referente del predomino de la vertiente romántico-clasicista que permeaba la pintura del circulo académico capitalino al mediar del siglo XIX.
[1] Este recurso pictórico de la orientación contraria de la cabeza con respecto al cuerpo, provoca el movimiento correlativo de la mirada de espectador y le confiere dinamismo a la obra; le da vitalidad.
El poblano Juan Cordero Hoyos se aproximaba a los cuarenta y cinco años cuando ejecutó esta obra en 1867. En su palmarés figuraban obras de excelente calidad por muchos conocidas y aplaudidas: Retrato de los escultores Tomás Pérez y Felipe Valero (1847); Retrato de los hermanos Agea (1847); Autorretrato (1847); Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos (1850); El redentor y la mujer adúltera (1853); Retrato de doña Dolores Tosta de Santa Anna (1855); Retrato de doña María de los Ángeles Osio de Cordero (1860), entre otras (triunfadoras en los certámenes en la Academia de San Carlos)[1]. Ante la brillante trayectoria, ocupaba un lugar preponderante en los círculos artístico-cultos del país y se daba la libertad de pintar obras como la aquí comentada. El prestigio que cosechó en la Academia de ¿San Lucca¿ romana, pensionado al final de los cuarenta, y el haber tenido como mecenas de algunas de sus obras al mismo presidente Antonio López de Santa Anna, eran parte de sus cartas de presentación.
Al momento de la realización de esta pintura, ese año fue en particular significativo para la historia político-militar de México: eran definitivamente derrotados los conservadores y derrocado el efímero imperio mexicano de Maximiliano de Habsburgo[2]. La República Restaurada comandada por el presidente de la República, Benito Juárez, tomaba las riendas de la nación luego de la persecución y aislamiento de su administración. Por fin se veía la posibilidad de desarrollar, sin oposición, el proyecto de nación del ideario liberal.
La conformación de instituciones republicanas no excluía a la Antigua Academia de San Carlos, a la que tan estrechamente ligado estaba Cordero, dado que una buena parte de su formación se debió a esta. La Academia tuvo una nueva denominación oficial, Escuela Nacional de Bellas Artes, se disolvió ¿la estructura administrativa original dominada por lo conservadores, para depender directamente del Estado, a través de la Secretaría de Justicia e Instrucción Pública.¿[3] Los cambios no sólo fueron administrativos, sino también estilísticos. Otros ideales plásticos marcaron el rumbo del arte culto capitalino. Los temas se volcaron a una pintura más laica y local, cercanos al diario acontecer; a las apariencias de los ciudadanos y al entorno natural del país. Proliferaron géneros que impulsaron los modelos iconográficos de identidad nacionalista ideales para los liberales; además de las exigencias sociales por un mayor realismo que provocaron el incremento del paisaje campirano, la pintura de las costumbres, la recreación de las localidades urbanas; y las tipologías de los sectores populares. Las epopeyas de los episodios prehispánicos y la salvaje conquista de México, deteriorando la imagen del usurpador europeo, se pusieron en boga en los concursos académicos[4]. Sin embargo, Cordero, luego de que ya habían pasado sus años más difíciles, de formación y consolidación plástica, y luego de las pugnas y debates en los cincuenta con la Junta de Gobierno de la Academia por tomar la dirección del ramo de pintura que ostentaba el catalán Pelegrín Clavé[5] ¿ y que incluso llevó a Cordero a pedir el apoyo del varias veces presidente de la República, Antonio López de Santa Anna-, el consumado artista, por meritos propios, se daba la libertad de realizar una serie de obras discrepantes con los tiempos. No sólo fue La sonámbula, sino todo un conjunto de obras de una marcada idealización romántica a través de prototipos de jovencitas sin rasgos definidos y estéticos cuerpos de piel fina porcelanisada; eminentemente caucásicas y de bellos rostros ovoidales con frente amplia y finas expresiones a la manera del renacentista Rafael de Sanzio, al que admiraba abiertamente.
Ejemplos de esta faceta, del estilo de La sonámbula, son: La cazadora, Mujer del quetzal, Venus y la paloma; y La bañista. Son cuadros deliberadamente idealistas de gran sensualidad y delicadeza; de violentos cambios lumínicos y un lenguaje simbólico, literario o sobre algunos trastornos como el insomnio, que produce un estado de somnolencia. Son mujeres de una apariencia inocente rodeadas por escénicas vegetaciones ficticias; envueltas en complejos paños bien resueltos en los pliegues. Ellas, presentan colores encendidos y blancos marfil en sus ajuares en contraposición de apagados, pardos y hasta neutros fondos. También hay exóticos y chocantes platanares en torno a las figuras humanas que parecen aplastarlas.
Las apariencias de los personajes en las obras comentadas nos remiten a su quehacer, años atrás, como retratista, -por ejemplo, la efigie de su esposa María de los Ángeles Osio de Cordero- y aun, más al pasado, a su temprana juventud perfeccionándose en la Academia de San Lucas en Roma (1844-1853), cuando ejecutaba sus primeras composiciones originales cultivando la pintura de una figura y retrato. En aquel tiempo reproducía a las modestas muchachas de la campiña italiana, sobre todo a las napolitanas: revestidas del garbo meridional itálico; así como la ejecución de la pintura La Mora, en la que se cree que sirvió de modelo la joven mediterránea María Bonanni, quien mantenía una relación sentimental con el artista[6]. Son figuras con muestras de extraña belleza femenina resueltas con sombras y luces de matices naranjas y rojos crepusculares, dando la sensación del regocijo que producía en el principiante mexicano pintar con todo detalle el complicado atuendo popular de cuellos descubiertos, yelmos, telas con plisados y acabados de finos encajes y deshilados. Tal parece que el recuerdo de Cordero por el gusto y frescura con la que trato esas obras en Roma y que abordó reproduciéndolas de una manera estilística idealizada bajo los preceptos del romanticismo, lo llevaron, ya en su madurez, a retomar (si es que alguna vez abandonó este estilo) este tipo de figuración y ambientaciones, como lo hizo en aquella primera etapa juvenil en Europa, ahora con una temática más universal y simbolista.
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Entre el corte del camisón de La sonámbula, y la recreación que realizó veinte años atrás de la indumentaria típica de las napolitanas, hay grandes similitudes. Igual lo podemos ver en el dibujo geométrico de los encajes inferiores del albo paño que envuelve a La bañista ¿obra inspirada en un personaje de la obra teatral Hamlet del inglés William Shakespeare[7].
El lastre del neoclasicismo en Cordero, pensando que asimiló esta corriente desde su temprana educación, se ha perdido completamente en La sonámbula. El romanticismo es el que prevalece, permeado de una excesiva sensibilidad y estados sugestivos, al igual que en la obra realizada dos años atrás: La mujer de la hamaca o del quetzal (1865), ambientada en una exótica selva ausente de las ruinas de corte grecolatino presentes en otras obras (La bañista y La cazadora).
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La sonámbula, mujer que simboliza la hiperestesia o patología del insomnio, es una teatral composición donde la única fuente de luz es una vela con la que se abre paso a través del inhóspito camino. Esta obra sosegada y mística contrasta con los enfados del artista por los sucesos cotidianos, pues luego de que no pudo arrebatarle a Clavé la dirección del ramo de pintura en la Academia, el catalán postulaba como su sucesor a su discípulo José Salome Pina para los años venideros de gobierno liberal- Pina finalmente alcanzó el grado, situación que a Cordero seguro lo mantuvo intranquilo. Pero la decisión del director de ideología ¿positivista¿ de la Escuela Nacional Preparatoria, Gabino Barrada, de que su amigo y coterráneo, Cordero, pintara al año siguiente (1868), el primer mural de corte laico en San Ildefonso, le produjo una nueva satisfacción. La obra, posteriormente destruida, Triunfo de la ciencia y el trabajo sobre la envidia y la ignorancia, arrancó los elogios del mismo presidente Juárez. Juan Cordero había llegado a la cúspide más alta a la que pudiera llegar un artista y volvían a ser sus temas sincrónicos a la nueva situación imperante del dominio de la filosofía republicana progresista.
La obra ingresó al acervo de la institución en el año de 1987, procedente de la Oficina de Registro de Obra del Instituto Nacional de Bellas Artes y adjudicada al Munal.
[1] Veáse las pinturas en: Elisa García Barragán, El Pintor Juan Cordero; los días y las obras. México, UNAM, 1984; ¿Juan Cordero¿ en Saber ver. Núm. 41, julio-agosto de 1998; y en los comentarios a las obras de Cordero en Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Siglo XIX. T. 1. Munal, 2002, pp. 117-159.
[2] Testimonio artístico de un episodio fugaz, Maximiliano (1864-1867). México, Museo Nacional de Arte, 1996.
[3] Fausto Ramírez, Cédula temática Literatura y Academia. Guión museológico de la sala 19 del Museo Nacional de Arte, 2000.
[4] Rosa Casanova y Estela Eguiarte, ¿La producción plástica en la República Restaurada y el Porfiriato (1867-1911)¿ en Historia del Arte Mexicano. V. 8. México, Salvat-SEP, 1982, pp. 94-117.
[5] Fausto Ramírez, ¿Juan Cordero: Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos¿ en Catálogo comentado del acervo del Museo¿ op.cit., pp. 127-128.
[6] Dicha relación se rompió cuando Cordero creyó más conveniente contraer nupcias con María de los Ángeles Osio, dama mexicana de familia prestigiosa y acaudalada de Querétaro. Manuel G. Revilla, Obras. Biografías, México, Imprenta de Victoriano Agüeros, 1908, p. 279.
[7] Ofelia, personaje de la obra teatral Hamlet del inglés William Shakespeare, enloquecida e ida por Hamlet y por la muerte que éste le ha dado a su padre, muere ahogada la ir a adornar un sauce.