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Descripción
En un paraje campestre la Virgen se ocupa de apacentar un rebaño. Su edad es apenas la de una doncella; su cabeza está bordeada por una delgada aura. Lleva puesto un pellico o zamarra de lana sin curtir y, con la mano derecha, que apoya en el pelaje de una oveja, sostiene el cayado. Con la izquierda aprisiona una rosa entre los dedos índice y pulgar. Las ovejas que rodean a María expresan su apego y mansedumbre sosteniendo flores en sus hocicos. En las alturas, dos querubines se disponen a imponer a la pastora una corona imperial punteada por 12 estrellas. En un segundo plano revolotea el arcángel san Miguel. Blande su espada flamígera y descarga una centella contra la bestia apocalíptica, que adopta la figura del monstruo de Leviatán, y no la antigua imagen de una hidra. La pequeña oveja que trota entre ambos polos enarbola una filacteria con la inscripción "Ave María" y parece evadir, así, las fauces de la bestia.
Comentario
La devoción a la Divina Pastora tuvo su origen en la ciudad de Sevilla en los albores del siglo XVIII, a raíz de la publicación de dos libros de carácter propagandístico del religioso capuchino fray Isidoro de Sevilla (en 1707 y 1732). Fue muy popular en la Nueva España y vino a ser pareja de la ya muy conocida representación cristológica, con origen en la parábola respectiva (Lucas 15, 4-7) del Buen Pastor y que era, a fin de cuentas, una metáfora de la misma redención. Esta configuración nace para subrayar la participación de María como corredentora de la humanidad y el mejor medio para darle "pasto espiritual", apoyada, además, en los títulos de la Letanía lauretana que cantan esos méritos. La analogía mariana también recordaba la primera gran epifanía del Mesías a los pastores en el portal de Belén donde la Virgen, en papel de su conservadora, mostró al mundo el Agnus Dei. Así, pues, el príncipe San Miguel, brazo y custodio de ella, preserva al rebaño de la amenaza del mal. María admite esta novedosa representación porque, según su creador dieciochesco, es también la gran intercesora, mediante la oración del rosario y cada rosa representa un Ave María dicha ante la majestad de su corona;1 ella, pues, simplemente las colecta para luego ofrecerlas ante la misericordia de su Hijo. Justamente por eso la primera obra impresa de fray Isidoro se llamó La pastora coronda (1704).
Pese a que en estas tierras no se conociera nunca una fundación capuchina de frailes, que sí de monjas, la popularidad de esta devoción debe explicarse por la intensidad de los contactos entra la ciudad hispalense (donde se veneraba la imagen original en bulto en la iglesia de Santa María la Blanca) y los puertos de América. No por casualidad una de las grandes baterías defensivas del fuerte de La Habana y una hermosa capilla barroca en Veracruz (ca. 1763), aún en pie, llevan todavía el nombre de la Divina Pastora. Su propio promotor desde Sevilla se ufanaba de que en dos decenios la devoción había inundado los templos y las casas de ambos continentes.
Los ejemplos más tempranos que registra la iconografía novohispana son obra de los pinceles de Francisco Martínez y José de Ibarra2 Pero la generación inmediata de Miguel Cabrera parece deleitarse, por encima de ellos, en el contexto idílico y paisajístico con que se realizaban estos innumerables encargos. Del propio Cabrera se conocen, al menos, cinco versiones, aparte de la presente, casi todas con pequeñas variantes y gran colorido. Se mencionan aquí sólo dos de ellas: un cobre todavía muy temprano en su carrera (de 1739 en la colección de Juan Velázquez) y la más conocida que se guarda en el antiguo colegio de Tepotzotlán y que es pareja de su equivalente masculino (El Buen Pastor). De no ser por sus atributos sacros se pensaría que todos estos cuadros, poblados al parecer de zagalas ingenuas, resultaban un buen pretexto para que los artistas de la Nueva España hicieran eco del bucolismo literario y tan del gusto rococó entonces en boga.
Fue adquirida en una de la casa Butterfield and Butterfield en la ciudad de Los Ángeles, California, por iniciativa del cónsul de México en ese ciudad y transferida al Museo como donación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1998.