Descripción
La monja agustina de medio cuerpo, velo y aureolada, con una calavera y una disciplina en la mano, contempla el crucifijo del que, según la tradición, recibió la imprimación de una llaga en la frente ¿ que se representa como una espina que le provoca un hilo de sangre. Sobre su cabeza, entre las nubes y el torrente de luz que viene de las alturas, se encuentran dos serafines. En las cuatro esquinas del marco fingido de formato oval, el pintor dispuso sendos ramilletes de flores.
Comentario
La hagiografía de esta mujer de vida accidentada y portentosa (ca. 1378-1447) está marcada por algunos pasajes legendarios no exentos de superstición y duda. De hecho tuvo que transcurrir más de siglo y medio para que se conociera un libro consagrado a su vida (1600). Según sus críticos, su canonización, tan tardía, por parte de León XIII en 1900, se debe más a sus milagros, como abogada de las causas desesperadas, que a los méritos de su propia historicidad.
Esta representación compendia el pasaje en que Rita fue distinguida con un estigma de Cristo, en su afán por compartir los mismos pasos de su Calvario. Confirmaba, así, tras su viudez y la muerte de sus dos hijos, su nueva condición de esposa espiritual, recluida en el convento de las agustinas de Casia (Umbría). Luego de escuchar un sermón de san Jacobo de la Marca sobre el significado de la coronación de espinas, ella se tornó implacable consigo misma y laceraba y mortificaba su cuerpo. En el extremo de un arrebato, para unirse más vivamente a los sufrimientos de la Pasión, se hizo colocar permanentemente una corona de espinas y vivió abrazada de un crucifijo como prenda inseparable. Por fin, un día del año 1432, mientras se hallaba en contemplación extática, se desprendió una espina de la corona de la imagen de su Divino Esposo y se le incrustó de manera profunda en la frente. La llaga que dejó la herida se hizo purulenta y pestilente, por lo que fue confinada por sus propias hermanas, asustadas, a la segregación monacal, hecho que ella aceptó como una forma de evitarles molestias, ya que su rostro comenzó a tener un aspecto monstruoso y repulsivo, además de la insoportable fetidez que la rodeaba. Sin embargo, poco antes de su muerte, por otra petición que le había hecho al mismo Cristo, tuvo el privilegio de verlo rejuvenecer quedando sano, fragante y hermoso.
Aunque en el momento de su estigmatización Rita era ya una mujer en edad avanzada, debido a este segundo milagro se la representa iconográficamente como una doncella sonrosada y lozana, y que, sin embargo, no se olvida de la finitud de la carne que tanto maceraba con una disciplina: por eso también una calavera la acompaña y le sirve como memento morí.1
Sin tener la popularidad de la "venerable matrona" santa Mónica, como figura paradigmática de la rama femenina agustina, Rita fue una devoción básicamente arraigada, al menos en la Nueva España, desde fines del siglo XVII.2 En ocasiones ambas monjas, junto con la benedictina Gertrudis Magna, forman una serie iconográfica, como en la parroquia del barrio de Tlaxcala, San Luis Potosí, o en los escudos pectorales de las religiosas profesas. Pero, a diferencia de otras religiosas reformadoras o fundadoras, de santa Rita no se conoce ningún ciclo pictórico que recoja con pormenores los avatares de su vida. En esto algo tuvo que ver su canonización tan tardía, que alcanzó en 1628, lo que hacía inapropiado la realización de una serie hagiográfica.3 Una de sus representaciones más antiguas hasta hoy conocida es la excelente pintura de Francisco de León, activo en la capital de la Nueva Galicia, firmada en 1679 y perteneciente a la colección de don Fernando Juárez Frías.4
Atribuyo sin reservas esta pieza a la autoría de Miguel Cabrera por parecerme muy evidente el colorido y el dibujo del rostro; pero, sobre todo, por el tratamiento de la pareja de angelillos sonrosados y mofletudos que, facturados con rápidas y suaves pinceladas, dando un efecto de veladura, aparecen repetidamente en las grandes composiciones de este autor y que son, por lo demás, toques de origen veneciano que se enseñorean en los celajes de sus obras.
Procede del ajuar de la antigua casa de Leona Vicario en la ciudad de México, luego residencia de la familia Campillo Sáinz, que fue adquirida por el Instituto Nacional de Bellas Artes en 1978. Fue incorporada a la exhibición permanente del Museo Nacional de Arte en 1993.