Museo Nacional de Arte

La Porciúncula




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La Porciúncula

La Porciúncula

Artista: BALTASAR DE ECHAVE ORIO   (ca. 1558 - ca. 1623)

Fecha: s/f
Técnica: Óleo sobre tabla
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego.
Descripción

 

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del Acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva Espña T. II pp.289

Descripción

Dispuestos sobre la mesa de un altar, Jesucristo y la Virgen María se encuentran sentados entre nubes, en la parte alta de la composición. Cristo, vestido con túnica roja de cuello redondo, ceñida a la cintura, y manto azul oscuro, queda de tres cuartos, pero con la cabeza de perfil para ver a su madre, sentada a su derecha. María es una mujer joven, vista casi de frente, que tiene la mirada baja y las manos abiertas a la altura del pecho. Viste a la manera convencional, túnica rosada y manto azul, pero cubre su cabeza un velo transparente y porta una especie de chal blanco listado, que tras cubrir sus hombros cae sobre el pecho. Ambas figuras siguen el mismo eje diagonal que penetra en profundidad que se observa en el altar. En la parte baja, al pie de dicho altar, decorado con un frontal de rico bordado, y sobre una vistosa alfombra se encuentra san Francisco de Asís, arrodillado de perfil, con el cuerpo reverentemente inclinado hacia adelante y las manos juntas. A los extremos de la composición se hallan dos ángeles adolescentes casi enfrentados e igualmente arrodillados, uno con los brazos abiertos y el otro con las manos juntas. La composición se completa con un cortinaje de color verde que cuelga en amplios y quebrados pliegues de la parte superior, tras del cual se observa, hacia el lado izquierdo, una pilastra tablereada de mármol rojizo y otros elementos arquitectónicos de cantera gris, así como un breve paisaje, en el que destaca un arbusto que se recorta sobre lo oscuro del fondo.

Comentario

    Por lo que toca al cuadro de La Porciúncula, cabe recordar que ése es el nombre de la capilla considerada como la cuna de la orden franciscana y que san Francisco amó con preferencia a todos los demás lugares del mundo.3 Y es también ése el nombre que por extensión se ha dado a la visión con que fuera distinguido san Francisco precisamente en esa capilla. Tanto amó esa capilla, en la que además de que su comunidad tuvo sus humildes comienzos, él progresó en la virtud y estaba convencido de que estaba henchida de abundantes gracias y era visitada por los espíritus celestiales, que al sentir que se acercaba el final de su vida pidió ser trasladado a ella para morir ahí (1226). Es tradición que en sus últimos momentos la encomendó encarecidamente a sus hermanos, a fin de que nunca la abandonaran, por ser, dijo, mansión muy querida por la Virgen, y lugar verdaderamente santo y morada de Dios, y porque ahí el que orase con corazón devoto obtendría lo que pidiese  y el que lo profanase sería castigado con mucho rigor.

  Fue en dicha capilla que san Francisco tuvo una importante visión, a la cual hacen referencia muchas pinturas del Viejo y el Nuevo Mundos, como la de Echave que ahora nos ocupa. Se encontraba orando el santo en la pequeña iglesia cuando vio a Cristo y a la Virgen en medio de ángeles. "Pídeme una gracia", le dijo Cristo.

El santo, que nunca pensaba en sí mismo, pidió a Jesús que concediese una indulgencia plenaria a todos los fieles que entrasen a esa iglesia después de haber recibido el perdón de sus pecados. Cristo se lo prometió. Dos años después, antes de entrar a la capilla, el santo ¿en un pasaje copiado de la leyenda de san Benito¿ fue asaltado por una violenta tentación, y para vencerla se arrojó a un zarzal. Al levantarse, observó que éste había quedado lleno de rosas. Tras recoger doce rosas rojas y doce blancas entró a la capilla, donde se le volvieron a aparecer Cristo y la Virgen y le dijeron que las presentara ante el papa, el cual concedería la solicitada indulgencia plenaria, como efectivamente ocurrió, a condición de que tal gracia se concediera un solo día por año y sin oblación alguna a los fieles que acudiesen a dicha capilla, fijándose para ello el día 1 de agosto en que se conmemoraba la liberación de san Pedro (fiesta a la que se conocía como de San Pedro ad vincula).

  Pese a que esta visita que experimentara de Jesucristo y de la Virgen en dicha capilla no se encuentra en los textos primitivos que narran la vida del santo, la misma comenzó a gozar de fortuna a partir de fines del siglo XVI, como parte de la abierta defensa que hizo la Iglesia contrarreformista de los beneficios de la gracia divina, después de que las luchas por la cuestión de las indulgencias con los protestantes quedaron atrás. De esta manera, la Iglesia católica avaló el que cada orden aportara a los fieles parte del tesoro de indulgencias que venía del cielo: los dominicos ofrecían el rosario; los eremitas, el cinturón de san Agustín y el pan de san Nicolás de Tolentino; los carmelitas tenían el escapulario, y los franciscanos, además de las indulgencias y favores del hábito y del cordón de san Francisco, ofrecían el gran perdón del mes de agosto. Por lo antes referido, llama la atención que Echave no hubiese dispuesto las flores de la leyenda esparcidas en el suelo o portadas por angelillos como es frecuente encontrar en otras pinturas de artistas novohispanos a la hora de representar éste u otro tema relacionado con visitas celestiales.

  Aunque ninguno de los dos cuadros que ahora nos ocupan está firmado, sabemos que ambos salieron del pincel de Echave Orio y que formaron parte del retablo mayor de la iglesia franciscana de Santiago Tlatelolco. Es gracias al testimonio del cronista Torquemada que nos enteramos, primero, que dicho retablo se estaba terminando para 1609 con el trabajo y limosnas de los indígenas; segundo, que el autor de las pinturas del mismo había sido un "español vizcaíno, llamado Baltasar de Echave, único en su arte", y, tercero, que debe de haber sido una obra magnífica, pues estaba "apreciado en 21 mil pesos", cifra que se antoja exagerada pero que indica la alta estima que se le concedió.7 A fines del siglo XVII, el también cronista franciscano fray Agustín de Vetancurt parece avalar este aprecio al decir que "el retablo es de todo costo y primor, cuyas imágenes de talla admiran a los maestros"; autor que, como vemos, hace un elogio expreso de las esculturas, pero desafortunadamente nada menciona sobre las pinturas ni sobre el programa iconológico que contenía. Con todo, cabe pensar que, para entonces, el retablo acaso ya había sido sustituido u objeto de alguna renovación, pues en un sermón dado por fray Juan de Torres, en 170 r, se alude a una renovación emprendida en el templo, y en la litografía de Iriarte, publicada por Ramírez Aparicio en 1861, las columnas que luce el retablo son salomónicas, modalidad que alcanzó gran desarrollo entre fines del siglo XVII y las primeras décadas del XVIII. A juzgar por dicha litografía, el retablo contenía 14 pinturas y estaba conformado por cuatro cuerpos más el remate, y por nueve calles (la central más ancha y con relieves, cuatro reservadas a pinturas y otras cuatro a esculturas dentro de nichos). En el primer cuerpo de la calle central se observa un tabernáculo acaso ya del siglo xix; en el segundo cuerpo estaba el relieve central de Santiago Mataindios ¿única pieza escultórica del retablo que se conserva¿; en el tercer cuerpo existía otro relieve con un "patrocinio", y, finalmente, en la cúspide estaba otro relieve con el Padre Eterno. Por desgracia, la litografía no permite apreciar el tema de los cuadros y por lo mismo no hay forma de asegurar nada en torno al programa o programas que en aquéllos se desarrollaba.

  Por lo que toca al pintor, que resultó ser la cabeza de los Echave, la brillante dinastía de pintores con ese apellido, cabe apuntar que, pese al tiempo transcurrido desde principios del siglo XX en que se empezaron a reunir datos ciertos sobre los miembros de esa familia hasta nosotros, muy poco es lo que se puede agregar para completar el perfil biográfico y artístico de Echave Orio, el primero de ellos, por mucho tiempo conocido como Echave ElViejo. De origen vasco, nació hacia 1558 en Oiquina, jurisdicción de la villa de Zumaya en la provincia de Guipúzcoa. En fecha imposible de precisar pasó a la Nueva España, pero tuvo que ser antes del mes de diciembre de 1582, fecha en que ya le encontramos en la ciudad de México contrayendo matrimonio en la parroquia de la catedral con Isabel de Ibía, hija de Francisco de Gamboa, mejor conocido como Francisco de Zumaya, un paisano suyo. Del mismo modo, aún sigue sin aclarase el punto referente a su formación artística, pues mientras unos piensan que al pasar a la Nueva España ya poseía conocimientos en el arte de la pintura ¿incluso, con base en el empleo del colorido de gusto veneciano, se ha supuesto un viaje por Italia¿, otros son de la opinión de que ya estando aquí los adquirió. La tradición afirmaba que su esposa, La Zumaya, había sido su maestra; conseja rechazada por Toussaint, quien propuso que en realidad el maestro debió ser el suegro de Echave, el artista vasco avecindado en México Francisco de Zumaya. Sin embargo, a últimas fechas, Guillermo Tovar de Teresa ha puesto en evidencia que este último se desempeñó como dorador, no como pintor, y planteó la posibilidad de que en realidad Echave hubiese aprendido el arte de la pintura con el toledano Alonso Franco, quien hacia 1580 llegó a la Nueva España.14 Habrá que esperar a que nuevas noticias vengan a arrojar luz sobre este punto.

  Se debe a don José Bernardo Couto el que de los catorce cuadros que decoraban el retablo de Tlatelolco se hayan conservado estos dos, ya que dicho retablo fue desarmado y sus obras desperdigadas, si no es que destruidas.15 Por suerte, a mediados del siglo XIX, poco antes del desmembramiento, a instancias del propio Couto fueron cedidas a la Academia de San Carlos las dos pinturas que nos ocupan, junto con otras cuatro, por los padres franciscanos de dicha iglesia, para incrementar las colecciones de la "escuela antigua mexicana de pintura", esto es la del periodo virreinal, que gracias a los esfuerzos también de Couto se iban reuniendo en las Galerías de esa institución.16 Por lo que ya las registra ahí Couto en su Diálogo, escrito en 1 861, al recrear el recorrido que hizo por dichas Galerías con su primo José Joaquín Pesado y con el director del ramo de pintura en la Academia, Pelegrín Clavé.17 Ignoramos el momento en que fue destruido el retablo, pero debió ser entre 1880 ¿año en que escribía Manuel Rivera Cambas, quien lo describe "formado de columnas doradas, de varios órdenes, entre las cuales hay diversas pinturas, representando pasajes de la vida de Jesús y de María, de san Francisco y Santiago"¿, y principios del siglo xx, pues ya García Cubas, al referirse a dicho retablo, nos informa que "como todo lo del templo [de Tlatelolco] fue destruido", suerte que corrieron también las pinturas que contenía "las cuales ¿agrega¿, así como las existentes en el coro desaparecieron". Por cierto, éste es el único autor que difiere en relación con el número de pinturas que éste contenía, pues asienta que eran doce.

  Así, aunque presenten medidas un poco diferentes, no hay duda de que nuestros dos cuadros proceden de ese retablo. No sabemos qué pasó con las pinturas restantes, pero, por semejanzas estilísticas, Toussaint piensa que puede haber pertenecido a este mismo retablo la tabla de La Anunciación que, atribuida a Echave, formó parte, también, de los fondos de la Academia;20 ya en nuestros días Guillermo Tovar de Teresa ha sugerido que, amén del cuadro de La Anunciación, acaso hayan formado parte del mismo conjunto otras pinturas sobre tabla e igualmente atribuidas a Echave, como la de La Presentación del Niño al templo (inv. 3084), al igual que la de Visión de Cristo del Apocalipsis, y las de La Resurrección de Cristo y La estigmatización de san Francisco que se conservan en el Museo Regional de Guadalajara.