Descripción
Al centro se ve una pila bautismal sobre la que se inclina un príncipe japonés, en cuya cabeza derrama el agua san Francisco Xavier. El santo está revestido con capa pluvial colocada sobre su sotana jesuítica. Otros personajes de la realeza nipona, vestidos como príncipes "a la europea" (con capas de armiño) pero conservando sus peinados autóctonos, rodean y reconocen, reverentes, la solemnidad de este acto. Más atrás, un acólito sostiene los vasos con el aceite para ungir y otros personajes llevan velas y lanzas. En el vaso de la pila se distingue una escena pintada en grisalla, simulando un relieve, con el tema del Bautizo del Jordán; en sus escalones, una corona de puntas y un servicio de vinajeras doradas.
Comentario
El punto cumbre de toda empresa de apostolado se representa mediante esta escena que en el contexto de la Nueva España tenía dos graves significados políticos: rendición y alianza (sobre todo para los señores tlaxcaltecas). El hecho de que los príncipes "doblen su cerviz" y se despojen de sus coronas subraya este sentido: el poder temporal acepta el "suave" vasallaje de una "nueva ley", que hasta esos confines del mundo había predicado, con admirables proezas, el santo jesuíta. Esta escena se refiere de un modo general a toda su obra de conversión en Asia, aunque bien es cierto que a su paso por el Japón en 1549 cristianizó a los "reyezuelos" de Yamaguchi y Bungo, rodeado de ampulosos ornamentos para impresionarlos y poco antes de encontrar la muerte en una de sus islas. De hecho, esta pequeña obra es casi idéntica a un gran lienzo para la capilla de San Francisco Xavier en la parroquia de la Santa Veracruz (donde tenía asiento su cofradía) y que es parte de una serie de un pintor hasta hoy desconocido de mediados del siglo XVIII. Esta serie es, por lo demás, de excelente factura y la más completa y la única conocida, hasta hoy, en la iconografía novohispana. Debe tener su fuente en una serie gráfica, probablemente alemana o flamenca, hecha con posterioridad a la canonización de 1622, del mismo modo como el padre Ribadeneira había establecido en ese entonces la de san Ignacio.
Se ha considerado pertinente retirarle la atribución al pintor Antonio de Torres por la evidente diferencia estilística que presenta con las obras ejecutadas por este artista en los albores del siglo XVIII. Procede de la Pinacoteca de San Diego y forma parte del acervo constitutivo del Museo Nacional de Arte desde 1982.