Museo Nacional de Arte

El Padre Eterno pintando a la Virgen de Guadalupe




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El Padre Eterno pintando a la Virgen de Guadalupe

El Padre Eterno pintando a la Virgen de Guadalupe

Fecha: Siglo XVIII
Técnica: óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Donación Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991
Descripción

Descripción

Pese a ser una composición marcadamente triangular, está ajustada de manera armoniosa al formato oval del soporte. El tema se desarrolla en dos planos jerárquicos pero complementarios: el superior, propiamente llamado en su tiempo el "taller celestial" u "obrador trinitario", y el terrestre, habitado por la naturaleza amable y colorida. En este último imaginamos que Juan Diego se ocupa como recolector de flores atravesando un pensil en donde brota un manantial en forma circular. El Padre Eterno y su Hijo, sentados en un banco de nubes, contemplan el manto con la imagen guadalupana, misma que sostienen tres angelillos desnudos, haciendo las veces de caballete o bastidor. El anciano Dios Padre, paleta en mano, empuña el tiento y el pincel quizá para imprimir los últimos toques a su obra; además parece ser aconsejado por Jesús, colocado a su derecha y que, al estar sentado en su gloria, aún conserva las huellas de la crucifixión. Desde las alturas, el Espíritu Santo en forma de paloma arroja un torrente de luz sobre la escena y la tilma, para cumplir simbólicamente con su papel: "único y gran preñador de María". A los pies del ayate se encuentra un águila en vuelo con las alas desplegadas que sujeta con las garras una filacteria. Puesto de hinojos, el joven Juan Diego viste a la usanza de los indios macehuales del mismo siglo XVIII; sostiene una cartela con marco rococó y brinda ¿ ¿o tributa?¿ a Dios Padre una paleta rebosante de rosas ¿ en calidad de pigmentos¿ que suponemos él mismo ha recolectado en el jardín que se ve al fondo. De esta suerte funge como ayudante o aprendiz en "el taller", como un colaborador privilegiado que, entablando un "diálogo místico", también contribuye "con los productos de la tierra" a esta tarea de fabricación celestial

Comentario

Uno de los misterios más inquietantes sobre los que debatía muy a menudo la literatura devocional y la oratoria sagrada del barroco era precisamente la posibilidad de atribuir a una personificación celestial la autoría del lienzo original de la Virgen de Guadalupe. Dado que la primera narración aparicionista, llamada Nican mopohua y escrita en náhuatl, era parca e imprecisa al respecto, el llamado fenómeno del "estampamiento" tuvo que ser explicado conforme a la especulación piadosa, al discurso indulgente y persuasivo del "sermón panegírico". Aunque nadie ponía en duda el origen supraterrenal de la pintura, se trataba de una materia espinosa, difícil de resolver conforme a las leyes vigentes de la física y la óptica y, desde luego, a las reglas de la técnica de la pintura. No sólo había que explicar el modo como tuvo lugar semejante portento sino, sobre todo, fincar en un ente celestial la autoría o el Jecit, para exaltar su incuestionada condición de imagen acheiropoieta (ajena a la mano del hombre).1 Los predicadores criollos del último cuarto del siglo XVII y la primera mitad del XVIII tuvieron que dirimir esta cuestión casi siempre en un clima de controversia y perplejidad: ¿quién pintó a la Virgen de Guadalupe?

  Algunas proposiciones, como la del científico Luis BecerraTanco, que suponía que se trataba de un autorretrato por efecto de un fenómeno solar e iridiscente, o la de Francisco de Florencia, que veía en la figura de san Miguel al autor de esta pintura, se quedaron cortas cuando comenzaron a proliferar las deducciones que colocaban a las distintas personificaciones de la Santísima Trinidad como ejecutantes del "dulce arte de la pintura", a partir de los últimos años del siglo XVII. Sirviéndose del mismo esquema iconográfico de la antiquísima leyenda del taller de san Lucas (el origen del venerado icono de la Virgen de Santa María la Mayor en Roma), los artistas novohispanos formularon esta peculiar iconografía trinitaria, también conocedores de la significación gremial que había tenido el tema en la pintura italiana y flamenca.2 El ejemplo más antiguo en su variante guadalupana es un gran lienzo, posiblemente de Hipólito de Rioja o Juan Sánchez Salmerón, que se halla en el crucero del templo de San Juan Tilapa, a pocos kilómetros deToluca. Como señal de gracia y complacencia, estas elaboraciones visuales netamente localistas y osadas no pasan, sin embargo, de una docena y dejaron de pintarse en los primeros años del siglo XIX. Tal parece que estas escenas autocomplacientes, y de algún modo heterodoxas, en vez de ensalzar el prodigio conseguían despertar un efecto contrario, justo cuando los primeros cuestionamientos antiaparicionistas se ventilaban en España y Nueva España merced al racionalismo ilustrado de finales del siglo XVIII.

  La presente es con mucho la elaboración más compleja y temeraria porque, además de fundir en una sola escena el pasaje de la tercera aparición (el manantial y la gestualidad de Juan Diego con las rosas así lo indican), con la idea del "taller celestial", presenta a todos sus protagonistas con carácter "parlante". En primer lugar debe notarse que la escena misma se presenta como un "diálogo místico" entre Juan Diego, visionario, y la Santísima Trinidad en el momento en que todos conciben la imagen; un asunto que allí se ve tan familiar e ingenuo pero que conforme a la misma tradición resulta inimaginable. Por esto son tan importantes los fundamentos escriturarios que acompañan o pronuncian cada uno de los protagonistas. El águila, por ejemplo, se desempeña como un atributo polivalente: conforme a la advocación apocalíptica y solar de la Virgen (según ya la había visto el padre Miguel Sánchez en su libro de 1648) y como emblema o "armas" del reino mexicano que allí resulta beneficiado con este favor celestial, nunca antes visto (Data sunt mulieri alce dua aquila magnce).

  ¿Cómo justificar que el Padre Eterno ¿ el a veces innombrable e impersonificable¿ ejecute esta imagen destinada a ser la enseña privilegiada de "ninguna otra nación"? Parte de la respuesta está dada por el mismo parlamento que sale de sus labios, mientras empuña los pinceles: In manibus meis descripsite. No hay que olvidar que en el libro del Génesis ya estaba descrita la figura del Padre creador y gran arquitecto del universo y cuyas finezas, muchos milenios de por medio, sólo quedarían refrendadas en el Nuevo Mundo ¿mediante el artificio de la pintura¿ para conversión de sus pobladores, los que desde siempre estuvieron incluidos en su plan universal, en tanto criaturas que procedían de un mismo barro y modeladas por sus amorosas manos.

  Queda por averiguar si en las escenas del "taller celestial" aún quedaba un dejo del mito del Gran Demiurgo platónico y que dio origen a una rara iconografía emblemática: la de Júpiter como inventor del oficio de la pintura, por haber sido él mismo el mejor copista de sus propias creaciones, al colorear desde el empíreo un enjambre de mariposas. El jurista don Juan de Solorzano y Pereira, el más erudito de los emblemistas hispánicos, nos ofrece una figuración semejante de aquella metamorfosis jupiterina y que, como aseguran los sermones de entonces, también hacía sentirse a los pintores mexicanos del siglo XVIII los "fieles depositarios de los pinceles de Dios Padre".3 Es decir, en tanto copistas de la imagen original y participes del sentimiento de grandeza del reino (al ser un gremio "elegido" e inscrito en esa labor santificante), los artistas, así facultados intelectualmente, podían esgrimir un argumento más a su alegato en pro de la "nobleza" del arte de la pintura.

La décima puesta al calce en una cartela no sólo probaría el origen de la pintura como obra acheiropoieta (es decir, donde no ha intervenido la mano del hombre) y con ello su linaje trinitario, sino que también deja muy en claro que los indios participan de este milagro y son a la vez sus primeros destinatarios.4

  No obstante que la rúbrica sólo da cuenta del apellido del artista, pero dada su procedencia regional y sus rasgos estilísticos, ha sido atribuida al pintor poblano Joaquín Villegas. Esta obra fue ofrecida al Museo Nacional de Arte por el anticuario

Rodrigo Rivero Lake en 1991, quien a su vez la halló en el mercado de antigüedades de Puebla. Fue adquirida merced al apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, y pasó a exhibirse como pieza vestibular de la sala dedicada a los pintores de la generación de la "Maravilla Americana".

 

Inscripciones

Las filacterias ondulantes, como se ha dicho, están en relación con cada uno de los personajes.

 

Juan Diego:

Flores apparuerunt in térra nostra (Cantar, 2)

 

El águila mexicana-apocalíptica:

Datce sunt mulieri ala dua aquila magnce (Apocalipsis, 12)

 

Dios Hijo:

Ecce tu pulchra es amica mea (Cantar, 1)

 

Espíritu Santo:

Ipse creavit illam in Spiritu Santo

 

Dios Padre:

In manibus meis descripsite (Isaías, 44)

 

Virgen de Guadalupe:

Thronus meus in columna nubis (Ecce., 24)

 

Un angelito:

Nonfecit taliter omni nationi (Salmos, 147)

 

En la décima del medallón:

Dios qual Pintor soberano / gastar quiso lindas flores, /ya Maria con mil primores / copió, como de su mano: / Lienso ministró el Indiano / de tosco humilde sayal / en su capa y sin igual / se veé con tanta hermosura, / que indica ser tal pintura / Obra sobre Natural.

NOTAS

1 Como en tantos de sus trabajos señeros, Francisco de la Maza fue el primero en llamar la atención sobre esta variante de la iconografía novohispana. Vid. Francisco de la Maza, El guadalupanismo mexicano, México, FCE, 1953. Un estudio más detallado sobre la misma puede leerse en: Jaime Cuadriello, "Atribución disputada: ¿Quién pintó a la Virgen de Guadalupe?", en Los discursos en el arte, XV

Coloquio Internacional de Historia del Arte (1991), México, IIE-UNAM, 1995, pp. 231-257.

2 Vid. Zirka Zaremba Filipczak, FicturingArt inAntwerp, 1500-1700, Princeton, Princeton University

Press, 1987, pp. 90-190.

3 Jaime Cuadriello, "Los jeroglíficos de la Nueva España", en Juegos de ingenio y agudeza: la pintura emblemática de la Nuera España, México, Museo Nacional de Arte, INBA, 1994, pp. 83-113.

4 Ignacio Carrillo y Pérez atribuye la osadía de estos versos al padre colector de la Colegiata, don

Antonio de Torres, en su Pensil americanoJlorido en el rigor del invierno..., México, Mariano Joseph Zuñiga y Ontiveros, 1797, p. 117.

 

Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 122

Descripción:

"Grecia ha servido como el punto de partida, el lugar físico y mítico del origen del gran arte occidental, aquel que, haciendo una interpretación equívoca de la imaginería clásica, se dio a la tarea durante casi quinientos años de buscar la belleza en la imitación de la naturaleza.

Pero el hombre griego no tenía ni siquiera un vocablo equivalente a nuestra noción de arte. Al contrario, la Grecia antigua transó la mirada estética por la mirada ética definiendo la belleza como una modalidad de la bondad y de la verdad. Lógicamente esta belleza no podía encontrarse en el mundo material –conformado por pálidos reflejos, por imitaciones de baja calidad del mundo ideal. Para el griego antiguo, la belleza física no puede aislarse de la virtud interior; ambas son una y la misma y sólo pueden funcionar en armonía. Entonces, ¿quiénes son estas figuras representadas en la mayor parte de la estatuaria clásica? Se trata de los dioses.

Si transportamos esta noción de belleza vinculada con lo divino al contexto del cristianismo, y más específicamente al guadalupanismo, encontraremos significativa la obra atribuida a Joaquín Villegas: El padre Eterno pintando a la Virgen de Guadalupe (fig. 97). En este caso se trata ni más ni menos que de Dios Padre pintando, paleta y pincel en mano, la figura de la Virgen de Guadalupe sobre el ayate de Juan Diego. Si consideramos que ésta es la primera imagen "objetiva" que se tiene de la Virgen, queda implícito que ha emanado directamente de lo Divino Supremo volviéndose, automáticamente, divina ella misma. Lo que en este caso se ha idealizado es la imagen misma de la Virgen morena que, al ser representada de esta manera, elimina los cuestionamientos sobre la pureza de su origen. Esta génesis destierra por lo tanto cualquier argumentación que pudiera surgir al respecto de las características físicas –corporales– de la Virgen. Su divinidad le ha sido otorgada directamente por el Padre.

Este Padre "pintor" está representado de acuerdo con el canon clásico: tiene más parecido con el Sócrates de Rafael que con el poderoso Creador de Miguel Ángel. Por su parte, la Virgen de Guadalupe es tratada como icono, dotada de atributos específicos y definida en función de una serie de rasgos físicos codificados: la tonalidad de la piel, la posición de las manos, la cabeza ligeramente inclinada. Se sintetizan así el modelo clásico de belleza y el principio icónico de la representación cristiana, e incluso de las imágenes prehispánicas.

Esta belleza metafísica –ética– es la que justifica, por lo menos en la cultura helénica, la exacerbación del cuerpo idealizado con la consiguiente insistencia por el cultivo del cuerpo físico. Los dioses son perfectos porque son inmortales e incorruptibles. Cuán diferentes de los humanos –los efímeros– que a cada momento envejecen, viven pequeñas muertes en cada noche de sueño, tienen que alimentarse para sobrevivir, se enferman y están destinados a degradarse y morir."

(Benítez Dueñas, Issa María, 1998, p. 122-123)