Museo Nacional de Arte

El milagro del Pocito




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El milagro del Pocito

El milagro del Pocito

Artista: RAFAEL XIMENO Y PLANES   (1759 - 1825)

Fecha: ca. 1809
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Adjudicación, 1987-1988
Descripción

: Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 80

Descripción:

…"El monte del zarzal inflamado fue el teatro de la primera revelación (antaño un sitio idolátrico) y allí se le dio a Moisés la comisión para romper el yugo, al tiempo que Yahvé se nombraba "Yo soy, el que soy", tal como se lo dijo de voz pero ocultando su rostro (incluso prohibiendo el culto a sus imágenes). La Guadalupana de México, en cambio, probó y amplificó este significado nominativo en el monte Tepeyac, al decir a su mensajero: "Yo soy la madre de Dios, por quien se vive". Y así, en ambos episodios, el cometido habría sido la edificación de un templo, tal como se refirió el indígena visionario al incrédulo obispo Zumárraga, al tiempo que él mismo reprochaba a la Señora del cielo haberse fijado en la ínfima calidad de su mensajero indígena: "Mandabas te aposentase en un templo, en sitio tan desierto". A la postre, pese a sus resistencias, tan afanoso se miraba a Juan Diego en su encomienda que allí quedaban sintetizados los tres ascensos mosaicos o subidas al monte, pero ahora con un desenlace mucho más portentoso, porque Dios, el innombrable e invisible, dejaba ver su imagen por medio del retrato de su Madre y, desde luego, su nuevo pueblo escogido correspondió con un magnífico templo, que al cabo fue la reconstrucción, más fiel al modelo salomonista, alzado en esta parte del Orbe: "Tres veces llamó Dios al Santo Patriarca Moisés, a la cumbre del monte Sinaí", apunta Sánchez, no sin antes advertirle que lo hiciera solo y se envolviera en sus nubes, para que así quedara apartado de la vista del pueblo y estableciendo un trato directo y sin testigos: la hechura del tabernáculo, para resguardo del Arca, como señal de su acto (ahora un contra argumento a favor de la licitud del culto a las imágenes). (FIG. 41)

En la interpretación de Sánchez, se trataba de un instrumento que, como la vara de Jesé que aseguraba el nacimiento del Mesías, aquí también constataba la legitimidad del milagro marial (brotado en pleno invierno) y para que finalmente el obispo la tomase como el báculo genealógico de su nueva Iglesia. Así, entre todas las imágenes veneradas de María, ésta del Tepeyac en dignidad y honra a todas las conocidas, por ser un prodigio permanente: "la única, singular, sola y rara, que en toda la cristiandad sea pintado en flores, aparecido en ellas y conservándose como vara florida, la dignidad suprema del milagro y la primacía de las milagrosas". Por añadidura, era una prenda incorrupta y fragante (agraciada por los pigmentos de las rosas), tal como e burdo tejido de maguey y de la capa juandieguina, semejante a los groseros mantos de los israelitas que se conservaron milagrosamente, sin consumirse, los cuarenta años que caminaron por el desierto. Y todo esto resultaba, a fin de cuentas, patente a los ojos en las más honorífica y lucida "vestidura" de la iglesia mexicana que podía gozarse, como ninguna, de prenda "tan sin semejante".

(Cuadriello, Jaime, 2010, p. 78, 80-81)

Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 47

Descripción:

"… Desde 1809 Ximeno ya había pintado al temple en el plafond de la capilla doméstica del Palacio de Minería el gran mural de asunto guadalupano El milagro del pocito, acompañado de otro de iguales dimensiones en que se exalta a la Virgen de la Asunción, la patrona diocesana. De tal suerte que la imagen juramentada territorialmente y la adscrita canónicamente convivían por obra y gracia de los empresarios criollos. El tema del pocito de aguas curativas se hallaba inédito hasta entonces en la abundante iconografía guadalupana, tan sólo había sido referido de forma literaria y muy reciente en las obras de los jesuitas Juan Antonio de Oviedo (1755), José Lucas Anaya (1769), Rafael Landívar (1781), Francisco Xavier Clavijero (1782) y, sobre todo, en el Pensil americano (1795) del minero don Ignacio Carrillo y Pérez. El pasaje en que el obispo Zumárraga acude con sus familiares a reconocer los sitios exactos que la Virgen había santificado con sus plantas, llevando a Juan Diego en calidad de testigo y cicerone para que así los indicase, tenía un gran valor documental para probar la historicidad de las apariciones: era una suerte de primera averiguación in situ. La irrupción sorpresiva del manantial, justo cuando Juan Diego se hallaba perplejo sin recordar el lugar de la tercera aparición (donde la Virgen tomó entre sus manos las rosas como señal para que tuviera cumplimiento su voluntad), corrobora el portento lo mismo que la Virgen en las alturas que vuelve a señalar, así, su deseo de ministrar salud y consuelo con el mensaje de sus aguas salvíficas.

También quedaba implícita una forma electiva de sacralización del territorio y el tema, sobre todo se avenía muy bien con la vocación de una escuela de mineralogía en la que los estudiantes criollos analizaban la composición química de los manantiales para conocer la calidad de los metales que yacían junto a ellos (la fuente de riqueza de la prosperidad novohispana). En este semillero de intereses criollistas y luego cuna intelectual de grandes figuras ligadas a la Independencia, que reconocían a la Virgen como patrona corporativa (en el lienzo del retablo que Ximeno colocó el ayate como escudo aéreo de la ciudad de México), se explica la pertinencia del tema pero también el inquietante tratamiento costumbrista con el que allí vemos integrada a la muy diversa población del reino. La figura del Juan Diego azorado, por ejemplo, se halla tomada del natural y es muy semejante al macehual ambulante o cargador tameme de los cuadros de castas y que aún se veía por esos mismos años en los andurriales de la ciudad de México. Pero sobre todo hay que detenerse en el episodio metafórico en que están retratados, en un extremo, los tres componentes raciales de la Nueva España y origen de sus castas, encaramados en forma jerárquica en el carruaje del obispo (donde el indígena pisotea a un negro casi reptante) y, en el otro, una plácida escena de maternidad mestiza para señalar la comunión histórica de las dos repúblicas cuyos contingentes ahí se apersonan. En estos muros tan apreciados por el mecenas el Marqués de Rayas (entonces presidente del Tribunal de Minería, al poco tiempo acusado de infidencia y a la postre signatario del acta de independencia) y por el caudillo Mariano Jiménez, la historicidad guadalupana y el sentimiento de grandeza de la patria criolla quedaban consagrados, plásticamente, como manifiesto y destino".

(Cuadriello, Jaime, 2000, p. 46-47)

Descripción

En un paraje conocido como "del árbol del casahuate" (escenario de la que hoy se conoce como tercera aparición) y al pie oriental del cerrito del Tepeyac, brota repentinamente un manantial ante el asombro de los allí congregados. Al centro,  el obispo fray Juan de Zumárraga, barbado, revestido con roquete y muceta y tocado por un sombrero de tejo, se lleva una mano al pecho por encima del crucifijo pectoral mientras con la otra señala el borbotón de la fuente. A su lado se encuentran un fraile franciscano de hábito azul (color que se usaba entonces exclusivamente en la Nueva España) y un clérigo secular con traje talar (posiblemente una alusión a su confesor o intérprete que para algunos encarnaría en la figura del padre Juan González). Otros de sus "familiares" o "ayudas" seglares visten gregüescos y gorgueras al gusto del siglo XVI. Un hombre montado a caballo se descubre en forma reverente.

  Juan Diego, en el primer plano, vestido como indígena del siglo XVIII, cae de hinojos con los brazos abiertos y clava la mirada en el manantial brotante. A la derecha, varias familias indígenas (ellos semidesnudos) celebran el prodigio. Un macehual rapado del casco lo comenta con su mujer y otro se apresta a beber casi de forma ritual: ha caído de bruces para atajar un poco del agua que comienza a inundar el sitio. Junto a un cuenco o jicara se observa una escena de maternidad: tal parece que la mujer sentada en el suelo explica a su pequeño crío, desnudo y atento, que ambos son testigos de un hecho milagroso. En el otro extremo, cerca de un roquedal, se halla la carroza episcopal en la que con seguridad se ha trasladado el mitrado. Sólo se aprecia la parte trasera donde encuentran acomodo tres individuos que también saludan el prodigio. Por la posición que ocupan se establece una jerarquía social según el grupo racial al que pertenecen: un español rubio cogido del toldo, un mestizo o indígena sentado en el equipaje y un africano también semidesnudo reptando entre las ruedas.

  En un tercer plano se yerguen las faldas yermas y terrosas del cerrito del Tepeyac y, como contraparte del paisaje, asoman del lado derecho las copas de los árboles.

  En lo alto, manifestada entre las nubes, la Guadalupana parece descender con su peculiar mandorla de forma "uterina" y rodeada de algunos amorcillos para confirmar, así, con su presencia, la historicidad del portento. La imagen fue muy retocada por mano del propio pintor e incluso se adivina que en un principio se hallaba en una posición más elevada, lo cual quizá puede apoyar la idea de que, dado el pentimento, se trata de una trabajo preparatorio.

Comentario

El 17 de mayo de 1809 Rafael Ximeno y Planes, a la sazón director del ramo de pintura de la Academia de San Carlos de la Nueva España, recibió "un mil pesos" del Real Tribunal de Minería " [¿] a buena cuenta de las pinturas que está haciendo en el techo y demás del Oratorio del Nuebo Real Colegio". Por conducto de su coterráneo Manuel Tolsá, el pintor valenciano obtuvo este anticipo luego de presentar ante los diputados generales de dicho tribunal el conocido óleo El milagro del Pocito y seguramente por entonces llevado al temple con pocas variantes y en forma monumental en el plafond de la capilla doméstica del llamado "Colegio Metálico".

La firma al calce que muestra el recibo de pago indica, además, que Ximeno fue llamado o contratado por el mismo Tolsá, en tanto éste último se desempeñaba no sólo como proyectista sino como director general de las obras de edificación. Así, con el hallazgo de este documento en el archivo del propio tribunal, conviene asignar una nueva fecha al pequeño cuadro que hoy conserva el Museo Nacional de Arte y que tradicionalmente había sido fechado en 1813 (con seguridad porque fue ése el año en que Tolsá dio por terminadas las obras del palacio). Sin embargo, el 4 de marzo de 1815 Ximeno todavía reclamaba el pago de otros 900 pesos que se le adeudaban por aquellos trabajos muralísticos.

  El milagro del Pocito refiere un tema entonces novedoso o inédito en la abundante iconografía guadalupana. Ximeno, sin duda alentado por sus mecenas criollos, se apoyó en la obra devocional de don Ignacio Carrillo y Pérez Pensil americano de 1795, entonces muy en boga, misma que a su vez tenía fundamento en una tradición imprecisa o vagamente referida por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl en el Nican motecpana y más tarde recogida y ampliada por los historiadores jesuitas Francisco de Florencia, Juan Antonio de Oviedo y Francisco Xavier Clavijero y por el poeta Rafael Landívar.2 Este pasaje se halla ausente de las narraciones originales atribuidas al indio Valeriano y también en las obras propagandísticas de Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega y Luis Becerra Tanco. En tanto había sido un hecho posterior a las cinco mariofanías no había razón para que fuese consignado en ellas.

  El Nican motecpana es la relación de los milagros que se sucedieron en la población de origen blanco y tan sólo asienta de manera escueta: " [¿] se dice entonces también se abrió la fuentecita que está a espaldas del templo de la Señora del Cielo, hacia el Oriente, en el punto donde salió al encuentro de Juan Diego".3

  En la obra postuma del padre Florencia (muerto en 1695), notablemente aumentada por el también jesuita Juan Antonio de Oviedo y publicada hasta 1755 bajo el título de Zodiaco mariano, aparece por primera vez el argumento de esta historia. La elaboración de este pasaje prodigioso, del que hasta entonces no se disponía de ninguna base documental (no obstante que el autor afirme lo contrario), debe atribuirse a la pluma de Oviedo, más que a la de Florencia: "El origen de esta fuente lo refiere la Relación Antigua de la Aparición de Nuestra Señora, a la cual todos han dado siempre entero crédito, por ser de autor que estaba en México cuandosucedió el milagroso suceso. Lo refiere, digo, de esta suerte: que andando juntos (algunas personas acompañantes) con Juan Diego buscando el lugar fijo, en donde se le apareció la cuarta vez la Santísima Virgen, y le preguntó a dónde iba por aquel camino; porque absorto y como fuera de sí Juan Diego con las repetidas apariciones de la Virgen, no atinaba a señalarlo, brotó de repente y delante de sus ojos el dicho manantial, con el ímpetu y plumaje que hasta hoy se ve: lo cual tuvieron por indicio manifiesto, de que allí había sido la Aparición, como si aquellas aguas con mudas voces dijeran: hic est locus ubi sterunt pedes ejus [éste es el lugar donde estuvieron mis pies]." Es probable que esta invención literaria del siglo XVIII estuviese apoyada en una tradición oral, como sucede en otros casos similares en la historia del aparicionismo. El mismo Florencia en su primera Estrella del norte de México (1688), tan afecto a narrar portentos muy menores, no hubiera desaprovechado la oportunidad de referir este otro que fue de mayor envergadura y prueba de historicidad. No debe extrañar, pues, que ni la demencia ni la perplejidad de Juan Diego, ni mucho menos la formación de una comisión encabezada por el obispo para dar fe de los sucesos, hubiera sido tema de la abundantísima iconografía guadalupana del siglo XVIII. Incluso la obra más ambiciosa de entonces, el Escudo de Armas de México de don Cayetano de Cabrera y Quintero de 1747, contradice en buena parte la deducción de Oviedo.

  Desde su exilio en Italia el padre Landívar volvió sobre este asunto en su afamado poema bucólico Rusticatio mexicano de 1781. Justamente el capítulo titulado "Las fuentes" da inicio con la historia del sitio: "Nada, sin embargo, dio a estas aguas nombre más prestante, como ser admirable y sublime origen de inaudito suceso.

Después que la Virgen de Guadalupe, con palpable clemencia había visitado a Juan Diego y la ciudad de México, el indio inmutado de rostro y mente por los prodigios insólitos, afirma no poder seguir las perdidas huellas de los lugares que la Reina había santificado con su planta; se detiene suspenso a medio campo a la cabeza de la titubeante multitud de compañeros, cuando súbitamente, rotas las entrañas del campo salado, la tierra ¿suceso admirable¿ vomita salutíferos arroyos, que algún día serán monumento seguro del sitio en que la Augusta Señora poco tiempo atrás, había impreso sus plantas virginales." En su Breve raguaglio... impreso en Cesena en 1782, Clavijero sigue en todo al padre Oviedo pero ya identifica claramente la inspección del obispo y, sobre todo, asocia el sitio al lugar de la impresión de la imagen: "El obispo retuvo en casa ese día a Juan Diego. Al día siguiente, acompañado de él y de muchísimas personas de la ciudad, fue al Tepeyac para conocer los lugares santificados por la presencia de la Madre de Dios, y en cada uno de ellos plantó una señal que conservara su memoria. Y luego aconteció, según lo que dicen las relaciones antiguas, que habiéndose olvidado Juan Diego del lugar en que se le apareció la Virgen por cuarta vez, brotó allí de improviso la fuente de aguas saludables de que ya hemos hablado."

  Quien divulgaría en México en su forma más acabada la noticia sobre este pasaje portentoso y con visos de prueba histórica sería don Ignacio Carrillo y Pérez en su Pensil americano de 1797 (una obra eminentemente apologética ante los primeros embates antiaparicionistas). Este criollo educado por los jesuitas, además, no sólo se hizo eco de todo lo anterior sino que, en tanto minero de Guanajuato, miembro del Tribunal de Minería y administrador de la Casa de Moneda, debió estar muy atento a los trabajos que emprendía Ximeno. A esto se añade que su propia historia sobre el origen del Cristo Negro de Santa Teresa también serviría a Ximeno, alrededor de 1812, de fuente literaria para el programa mural en la cúpula y ábside de la capilla monjil del mismo nombre. Es menester considerar todas estas noticias para descubrir en este personaje al posible mentor literario de las obras de Ximeno, habida cuenta, además, de que ambas ediciones fueron muy populares y bien acogidas por el público de la capital y gozaron de varias reediciones decimonónicas.

   El tema mismo resultaba muy pertinente para la capilla doméstica de un colegio de mineralogía, más bien una metáfora, ya que precisamente el estudio de los componentes químicos de las aguas que emergen de las corrientes subterráneas podía llevar al hallazgo de nuevas vetas metalíferas. Los ideales de la Ilustración científica y la devoción tradicional del sitio se hermanaban felizmente en este proyecto de renovación artística. En este ámbito litúrgico, los colegiales y sus profesores realizaban todos los días sus oficios y oraciones y el día de la festividad guadalupana, el 12 de diciembre, acudían a la Colegiata y más tarde regresaban para solemnizar allí una función con la concurrencia vespertina del clero y la nobleza de la ciudad.5 El que este tema no contara, además, con ningún antecedente plástico probaría la oportunidad con que así se estaría dando fundamento visual a un notable olvido en la historiografía guadalupana y que había quedado sin solución hasta por lo menos la medianía del siglo XVIII. Finalmente debe recordarse que la historia de la institución misma no es sino la del poder económico del bando criollo, muchos de cuyos miembros, con el Marqués de Rayas al frente como administrador de la corporación o el poderoso José Mariano Fagoaga, encabezaron o simpatizaron con la lucha de Independencia.

  Realizado conforme a los preceptos académicos, El milagro del Pocito es un cuadro muy ambicioso y excepcional en el contexto artístico de las postrimerías de la Colonia y que, por sus virtudes formales y conceptuales, pertenece al "gran" género o a la temática más valorada en las academias y en las cortes del siglo XVIII: la pintura de historia. Es decir, se trata de una composición escénica alentada por un sentimiento de grandeza "moral" o "nacional", compuesta por múltiples figuras, contenidas en un paisaje ambientado merced a los apuntes del natural del autor y centradas en un asunto eminentemente narrativo y sorprendente. Sin embargo, una tradición piadosa con innegable paralelismo y que sin duda conoció Ximeno en sus años madrileños fue la de El milagro de san Isidro Labrador (patrono de la villa y corte), merced al venerado cuadro barroco de Juan de Carreño difundido por una estampa de 1760 del grabador real Juan Bernabé Palomino.

Aunque el préstamo de Carreño en el tratamiento gestual es evidente, esta obra es ejemplo de la destreza compositiva alcanzada por Ximeno, de forma muy personal, y todo gracias al estudio del dibujo en la Academia de San Fernando, donde precisamente los temas de historia eran la última fase del "académico de mérito" y la suma plástica y conceptual del paso por sus aulas. La figura de Juan Diego, por ejemplo, se halla tomada del natural y así está varias veces referida en la libreta de apuntes callejeros y campiranos del artista, muy semejante al indio ambulante o cargador de los cuadros de castas.7 También en este contexto debe verse la sugerente metáfora de los tres componentes raciales de la Nueva España y origen de sus castas, encaramados de forma jerárquica en el carruaje del obispo (tal pareciera que el mestizo pisotea al negro).

  Así, por su tratamiento estilístico y cuidada ambientación social, esta pintura participa también de dos vertientes genéricas muy favorecidas por el arte español de entonces: del costumbrismo goyesco y, por ende, de la tradición manufacturera de los tapices reales como El cacharrero.

  El cromatismo vivo y contrastado de los ropajes ¿destacados aún más por el fondo terroso, apagado o diluido del paisaje¿, el gusto por las escenas campestres y la convivencia de los tipos populares con sus opuestos sociales (la plácida maternidad de las indias frente a la gravedad de las dignidades eclesiásticas), bien recuerdan los famosos cartones para la fábrica real y no sólo de Goya sino de otros artistas muy cercanos a Ximeno durante su estancia formativa en la corte de Madrid: Francisco Bayeu, Mariano Salvador Maella y Andrés Ginés de Aguirre.

  El tema nunca volvió a ser tratado por los artistas mexicanos. En fecha reciente, el Museo de la Basílica de Guadalupe adquirió una copia, pero de formato vertical, de la susodicha composición de Ximeno que está firmada en 1913 por Valerio Prieto (1882-1932). Se desconoce en qué momento el boceto de El milagro del Potito ingresó a las colecciones de la Academia, ni Couto ni Revilla lo advierten. En 1934 quedó registrado como "boceto" en los catálogos del otrora Museo Nacional de Artes Plásticas. En 1987 se encontraba depositado en la Casa de la Cultura de San Luis Potosí, a donde fue remitido por la Pinacoteca Virreinal de San Diego. Ese mismo año fue solicitado para formar parte de la sala dedicada a la Real Academia de San Carlos en el Museo Nacional de Arte.