Museo Nacional de Arte

Retrato de niño muerto




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Retrato de niño muerto

Retrato de niño muerto

Fecha: s/f
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA
Descripción
Archivo del Departamento de Documentación del Acervo. Víctor T. Rodríguez Rangel

 

Comentario

En los fundamentos de toda creencia religiosa se encuentran las ceremonias, ritos o prácticas que conmemoran las fronteras de la vida terrena: el nacimiento y la muerte. La existencia regida por el tiempo. Estas son leyes naturales hasta ahora inmodificables, donde la muerte es una condición ineludible.

El antes y el después de lo mundano es el terreno de lo espiritual, sobrenatural o de lo místico, abordado por los credos individuales o corporativos. La religión católica ¿hegemónica en México desde la conquista espiritual europea- considera esenciales, por sus convicciones, las ceremonias bautismales y luctuosas de acuerdo a su cosmovisión y el discurso de la existencia en otros planos supraterrenales. El deceso es el tránsito al plano divino, la vida en la ¿Gloria celestial¿, mediado por la rendición de cuentas en el Purgatorio, la perdida del alma en el Limbo; o la condena al Infierno. Las exequias son conocidas, con la presencia del finado: honrado, velado y enterrado en medio de la tristeza colectiva. Es en este terreno y teniendo en cuenta las creencias, que los oficios funerales ¿el ritual funerario- de los pequeños, generan un interés analítico por lo vistoso de su representación en algunas regiones de México y por los legados artísticos de estas prácticas en el pasado.

El deceso de un recién nacido o un infante acerca radicalmente los polos de la existencia, lo que se traduce en el drama que invade a los progenitores por perder un crío; más el sentimiento colectivo de que se truncó una vida temprana y que repercute en el seno familiar por tratarse del quebrantamiento de una de las ramas genealógicas del linaje[1]. Sin embargo, algunos estudios históricos y etnográficos de estas ceremonias luctuosas, indican que debían de ser motivo de cierto consuelo festivo para los creyentes, en base al discurso católico. El documento visual, con distintas modalidades de figuración, del niño finado y amortajado en su lecho, ha tenido en la pintura y en la fotografía, un revelador testimonio.

      Los funerales tradicionales de niños y su entorno dogmático, constituyen una costumbre arraigada en la sociedad desde el Virreinato. Los denominados ¿velorios de angelitos¿[2] fueron registrados por las artes visuales, con connotaciones de un arte ritual inserto en la alta tasa de mortandad infantil. En esta tradición se cree que los difuntitos bautizados transitaban directamente al cielo, convirtiéndose en angelitos, ocupando un lugar en el imaginario devocional familiar a través de la configuración hierática del rito funerario en una pintura o fotografía. Los lineamientos del dogma regulan esta ceremonia, sumándose a la peculiar manera como se ha enfrentado la muerte en diversas regiones: ¿[¿] otorgando a los eventos más tradicionales de la fe, un desarrollo muy local¿[3]. Es por ello que esta práctica cobra un significado costumbrista y artístico testimoniado en este arte ritual funerario infantil.

Estas tres pinturas, sin firma ni fecha, evidencian las características formales, iconográficas y la influencia de las vertientes estilísticas propias de dos etapas específicas: una es la del contexto artístico de las postrimerías de la Nueva España y el nacimiento de la Nación independiente ¿con la obra del niño ataviado a la usanza de los rígidos cánones de la nobleza Virreinal-; y la otra, la de la pintura, con influencia del Romanticismo y el Realismo, de la segunda mitad del México decimonónico, con las dos obras restantes. El anonimato de la autoría en estas producciones y algunos aspectos algo ingenuos en la representación de los motivos, las instala en el ámbito de los pintores autodidactas, o no plenamente formados en academias modernas. La ausencia de firmas en cierta medida indica la continuidad de los convencionalismos de los círculos pictóricos novohispanos, donde los artistas de mediano talento estaban ideológicamente instalados en la colectividad del taller-gremial, más que en el carácter individualista decimonónico posterior.

El asunto central tratado en estas pinturas, nos remonta al proceso histórico de los géneros menores por alcanzar un sitio relevante en el gusto y la demanda de los temas entre los consumidores ¿cultos y no cultos- y la crítica del siglo XIX. Los asuntos en las producciones pictóricas tendían, históricamente, a ser divididos por categorías ya sea por las instituciones de arte, los especialistas o por los mismos pintores. Desde el ¿Renacimiento¿ italiano, el arte tendió a oficializarse a través del aumento y desarrollo de academias en los Estados modernos[4]. La preferencia por el género de historia (sacra y mitológica) dominó Europa y América sobre todo en los siglos de predominio del Barroco. Era la cúspide temática, por encima de los llamados géneros menores carentes de una narración épica o trascendental. Los rubros como el paisaje, la naturaleza muerta, la vida cotidiana y el aquí expuesto, con los retratos de la gente común, fueron considerados, entre los gremios y en las academias, dentro de una jerarquía inferior en el rango de los géneros pictóricos de acuerdo a los teóricos del arte oficial.

El tipo de pintura abordada, con estos tres ejemplos, es un subgénero del retrato denominado: subgénero de retrato funerario infantil, existente en buena medida por las creencias y tradiciones de los comitentes. En el México Virreinal, la iglesia católica dominó el patrocinio artístico bajo el espíritu de la ¿Contra Reforma¿, predominando los temas sacros bajo la modalidad del Manierismo y el Barroco.  La pintura de retrato ¿disminuida respecto a los asuntos devocionales- no abarcaba todos los estratos, en general se representaban las efigies de los dirigentes eclesiásticos y a las monjas ¿coronadas¿; a las autoridades virreinales y a la nobleza. De aquel mundo novohispano, prácticamente no hay ejemplos de pinturas de niños muertos humildes o de clases medias[5], las pocas muestras son niños finados de rango socioeconómico alto que expresan la ostentación en la gala con la que amortajaron al niño ¿en ocasiones como civiles adultos, en otras como arcángeles o sacerdotes-, como es el caso del infante con frac y moño de seda. Los artistas contratados tendieron a dedicarle minuciosidad a las prendas y joyerías que son una crónica de la idiosincrasia colonial, y desatender - por las carencias, por el estilo imperante; o por que los comitentes no lo requerían- la resolución tridimensional del ámbito; además que los rostros son idealizados: carentes de rasgos precisos, carnaciones naturales y dramatismo en la expresión ausente de la vida. Por lo menos no en la medida del aspecto lúgubre como se vio en buena parte del siglo XIX, época del Romanticismo y el Realismo: vertientes que intensificaron  el grado de emotividad y la minucia de los rasgos.

 La obra de la efigie del niño elegante, se puede datar, por su apego a la modalidad de retrato infantil Virreinal, a las últimas décadas del siglo XVIII o primeras del siglo XIX. En este cuadro se representa el extremo del camastro ¿mismo que se viene sobre el espectador, más que estar correctamente fugado-, con la caída del paño plisado en ese lado, semejando el recurso de los bordes en las mesas puestas de las naturalezas muertas, pero en este caso exponiendo un cuerpo humano inerte, ausente de vitalidad y alcanzado prematuramente por la muerte: acaso una ¿vanita¿, un inigualable recordatorio de la fugacidad de la vida.

 Esta ejecución, curiosamente, no manifiesta leyendas dentro de la superficie pictórica ¿indicativo de la estirpe familiar y el estamento de los apellidos de los progenitores-, no obstante su estilo apegado a la época en que se anotaban comúnmente, lo que la ubica como un eslabón entre la pintura  dieciochesca  y la  pintura de corte ¿moderno¿  del siglo XIX.

Lo primero que abandonó este género de pintura al mediar el siglo XIX, fue colocar precisamente estas inscripciones, que le restaban realismo a la escena. Aunque algunos artistas también inscritos en el tránsito de las modalidades de una época a otra, como José María Estrada (1810-1862), continuaron con esa práctica en Jalisco.[1]                               

La población de diferentes sectores sociales que no fuesen los encumbrados conforme se popularizaban los géneros en el México Independiente, tuvo acceso primero a la pintura de retrato, y luego a registrar ¿pictórica y fotográficamente- sus difuntitos en el ¿tránsito a angelitos¿. El reacomodo social en las décadas siguientes a la emancipación  del país, vio la ascensión de nuevas clases privilegiadas, se trató de una elite y la creación de una incipiente clase media que poco a poco tomo conciencia de su importancia y así inmortalizar sus apariencias y costumbres que tendieron a ¿refinarse¿ y a copiar los modos nobiliarios del antiguo régimen.  Por otra parte, los grandes movimientos sociopolíticos europeos de la década de los treinta y hasta la Comuna de París de los setenta, creó un pensamiento intelectual socialista que postuló que las letras y las artes nacían del pueblo y debían de acercarse él[2].  Debían ser temáticas claras y de fácil interpretación para todo tipo de gente; debían ser asuntos pictóricos de lo cotidiano y de las luchas populares, bajo un estilo natural, verista y realista.  Así nació el Realismo como vertiente estilística y propuesta utópica; su influencia superó el Atlántico, arraigando entre algunos de los pintores tangenciales a las esferas cultas del arte y entre los académicos. Estos artistas adoptaron gradualmente el ¿naturalismo costumbrista¿ y el ¿realismo social¿, por lo que esta resolución tuvo un clamor en la crítica de arte y entre los cada vez más amplios sectores de mecenas.  Bajo este espíritu, la segunda mitad del siglo XIX en México dejó los más expresivos y naturalistas retratos de difuntitos de la historia del llamado ¿arte ritual de la muerte niña¿. Para muestra, la resolución de la niña y del niño con cierto grado de humildad en sus rasgos fisonómicos y en su ajuar.

El culto en el velorio del niño está estrechamente relacionado con la creencia dogmática católica. La concepción de que los difuntitos eran santitos o angelitos y su relación con la Virgen María, se entiende en el sentido de que igual que la madre de Dios al morir, exenta de pecados y en gracia, fue ascendida por los ángeles a la Gloria. Los niños bautizados, carentes de la edad del uso de la razón, por su inocencia, son merecedores directos del cielo sin purgar en planos mediáticos. Se convierten, en ese tránsito, automáticamente en ángeles o en santos.

El dolor de los padres es mitigado por la concepción de su entrada inmediata al paraíso y la alegría de saber que el menor vive en la Gloria. Los ojos abiertos significan la espera del pequeño por la resurrección y son cantadas alabanzas o plegarias de la devoción mariana[3], por la afinidad comentada[4]. Las alabanzas y salmos narran la entrada del niño puro a ese plano, con su palma y su corona. Su relevancia es significativa en el mundo católico, que se cree que cada individuo cuenta con un ángel de la guarda.

      Para evitar que el alma del menor terminara en el Limbo, tomando en cuenta la alta tasa de mortandad, se enfatizaba en la necesidad temprana del bautismo para liberarlo del pecado original, lo que propiciaba la iniciación al cristianismo y el apego a la institución eclesiástica. La muerte de un alto porcentaje de infantes, era un fenómeno habitual en aquellos tiempos:  

                     En el periodo comprendido  entre  fines del  siglo XIX  y 1930,  las  estadísticas   establecen

                       que el número de niños fallecidos era, aproximadamente, de 300  por cada mil  nacimientos,

                       cifras que hablan  por sí  solas del  quebrantamiento que  sufría la  población  infantil,  sobre

                       todo por enfermedades como la gastroenteritis [epidemias] y las infecciones pulmonares.[5]

 

      Esto pone a pensar que para mediados del siglo XIX la muerte de infantes era superior a la de las postrimerías de ese siglo, una cifra impactante que castigaba con intensidad a las clases inferiores, pero los sectores medios y altos no escapaban a la tragedia; las epidemias no sabían de distinciones.

      La investigadora Angélica Velásquez, en un estudio publicado en Pintura y vida cotidiana, comentando la pintura de Manuel Ocaranza: La cuna vacía,  refiere a la elevada tasa de mortandad infantil en el siglo XIX. ¿No existía familia, prácticamente, que no hubiera sufrido esta experiencia [¿]¿[6], ni entre la misma burguesía.

      El patrocinio de los artistas que capturaron para la posteridad el suceso, ha experimentado variantes temporales y regionales de acuerdo a la idiosincrasia del medio y por supuesto el derrotero mismo de la historia del arte ¿además de que los sectores cosmopolitas estaban menos apegados al rito tradicional católico. Por lo que hay marcadas diferencias por ejemplo del subgénero de retrato infantil mortuorio del siglo XVIII a lo producido en el siglo XIX; o entre la pintura y la fotografía de un sector social a otro a finales del siglo XIX.  Modalidades que son evidentes entre el retrato del niño ataviado y en pose como un adulto distinguido -¿dandole al niño trato de persona¿[7]-, con los otros dos retratos cronológicamente posteriores.                                                           

La pintura que reproduce a la niña -como un ejemplo de un artista demisecular con cierto grado de virtuosismo- es de notable factura en la figura, patente en la proporción antropométrica correcta; por el tratamiento sutil y transparente de las gasas y la verdad de las texturas, así como por la riqueza y buena combinación de la policromía. Ante las calidades, se trata de un lienzo pintado por un buen fisonomista; es muy probable que parte de sus recursos retratísticos hayan sido pulidos en una academia de artes de su tiempo, distanciándose de las características formales y coloristas de la pintura Virreinal y próximo al ¿realismo¿ de la segunda mitad del siglo XIX.

      El fondo neutro, ausente de cualquier referencia espacial, es un indicativo de que se trata de una pintura realizada en el siglo XIX, al igual que el niño vestido con un modesto suéter de franela. La siguiente cita es un referente:

                  Esta manera de representar  evolucionará de  lo genérico a lo  específico mediante la paulatina        

                      simplificación del escenario donde se ubica el retratado, hasta situarlo en un fondo neutro.

                      De ese modo,  en  el  siglo XIX  se  abandona  la  necesidad  de  fijar como  algo  primario los   

                      elementos  que denuncian  el  estatus  del niño.  Esta  evolución  permite además que el  rostro

                      del niño adquiera mayor individualidad.[8]

 

El artista captó de una manera próxima a la realidad la expresión de la muerte y de la inocencia; diestro en el retrato, dirigió su atención y minuciosidad en trazar el rostro de la pequeña, tan logrado que pareciese que pudiéramos ¿pellizcar sus mejillas¿. Los ojos abiertos, circunscritos de sombras, y la boca entreabierta, son reveladores. La calidez y viveza de las entonaciones, contrasta con la estremecedora crudeza sensorial que produce presenciar el cadáver de un infante.

      La efigie, cotejada con fotografías de algunos velorios humildes[9], indica la pertenencia de la pequeña a un estrato socioeconómico no muy desfavorecido -no obstante el niño sugiere en su configuración, ser de un rango más bajo ¿representado en una audaz composición sesgada.  La vestimenta de la niña es más la de sus mejores prendas, que la de la Inmaculada Virgen María, como se acostumbraba en el campo y en los pueblos amortajar a la difunta (este papel lo desempeñaban los padrinos). Pero la relación con la Virgen está presente a través de las azucenas (icono de la pureza y la castidad) que empuña.    

      David Alfaro Siquieros describe en El Coronelazo, la marcada intencionalidad de los familiares por que el difuntito se apreciara digno, pulcro y como si estuviera durmiendo. Señalando lo que escucho de una muchacha que llegó gritando:

                        Señor fotógrafo, venga usted conmigo, mi papá quiere que usted venga a retratar a mi hermanita

                       

                    

Este subgénero pictórico enfrentó la fuerte competencia de la fotografía en el último tercio del siglo XIX, lo que significó para los sectores más bajos, un costo al alcance de sus posibilidades en el menester de registrar el deceso. El aumento del patrocinio de la toma fotográfica del niño amortajado y rodeado de los seres allegados, marcó el detrimento de los testimonios pictóricos - el trayecto al gusto por el campo de la veracidad lo había empezado el Realismo. El apego objetivo a las apariencias del culto fue evidente ante el lente fotográfico. Los modelos (familiares) se aprestaron en torno al difuntito y redujeron el tiempo de exposición al creador de la crónica visual, entrando aquí el juego de las vanidades, donde los gestos y apariencias son cuidadosamente regulados para la captura de la imagen, incluso el deseo de la pose oculta el pesar languidecido por la presencia de la muerte que se robó la inocencia del  infante ¿se trataba de una innovación tecnológica que en cierta medida animaba a los expositores ante su perdida. Víctor T. Rodríguez Rangel



[1]  El caso de Estrada es peculiar, porque dedicó parte de su producción a pintar niños fallecidos, pero no muertos, sino que los reprodujo de pie: como si estuvieran vivos, acompañados de atributos: mascotas o juguetes, utilizando fondos ocres a la manera del barroco; y la incoherencia de la edad del niño y aquélla con que se representan, pues parecen siempre mayores. Vid. Arturo Camacho, álbum del tiempo perdido; pintura jalisciense del siglo XIX, Jalisco, Colegio de Jalisco, 1997; y Carlos Navarro, El retrato en Jalisco, Guadalajara, Taller de Joyería, 2003.

[2] Los artistas representativos de este movimiento fueron los franceses Courbet, Doumier y Millet. Mario de Micheli, Vanguardias artísticas del siglo XX,  Madrid, Alianza Editorial, 1999, pp. 17-18.

[3] Gutierre Aceves, ¿Imágenes de la inocencia eterna¿ en ¿El arte ritual de la muerte niña¿ en  Artes de México, Artes de México,  núm. 15, 1992, pp. 27-49.

[4] El culto mariano, exaltado por la Contrarreforma en los siglos XVI y XVII, se propagó desde los conquistadores en la Nueva España. Esto es evidente tanto que la misma Catedral Metropolitana de México esté dedicada a la Asunción de la Virgen y que la veneración nacional por excelencia sea la guadalupana, advocación mariana.

[5] Gutierre Aceves,  ¿El arte ritual de la muerte niña¿,  Op. cit., p. 34.

[6]  Angélica Velásquez, ¿Pervivencias novohispanas y tránsito a la modernidad¿ en  Pintura y vida cotidiana en México, 1650-1950, México, Fomento Cultural Banamex, 1999, p. 187.

[7]  Moreno, ¿Parecen personas desde niños¿, op. cit.

[8] Gutierre Aceves, Tránsito de angelitos. Iconografía funeraria infantil. Museo de San Carlos, 1988. Cita tomada de Arturo Camacho, ¿Retrato de la niña Manuela Gutiérrez¿ en  Catálogo Comentado del acervo del Museo Nacional de Arte, Op. cit., pp. 194-195.

[9]  Es la colección fotográfica de Juan de Dios Machain, fotógrafo del cambio de los siglos XIX al XX, la más importante sobre el tema. Su lente captó una decena de ceremonias funerarias infantiles durante una estancia en Ameca, Jalisco. El testimonio que nos legó es de incalculable valor para la historia del arte, la historia y antropología,  entre otras ciencias.

        

            



[1] Este sentimiento laico-elitista se dio sobre todo entre la ascendente burguesía de la nueva nación independiente, quienes consideraban que eran el asiento de una renovada estirpe que requería reproducir y legitimar sus imágenes. Vid. Jaime Moreno Villareal ¿Parecen personas desde niños. La imagen viva del niño en la pintura jaliscience¿, en  Jalisco genio y maestría, CONACULTA-UNAM, 1994, pp. 49-59.

[2] Término aplicado por el historiador del arte Gutierre Aceves, quien con profusión ha explorado este género artístico: sus orígenes, significados y continuidad.

[3] Angélica Velázquez, ¿El velorio (pintura de José María Jara)¿ en Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte; Pintura, Siglo XIX,  t. I,  México, MUNAL, 2002,  p. 351.

[4] Nikolaus Pevsner, Historia de las Academias. Barcelona, s/a.

[5] Vid.  ¿Niños mexicanos¿ en Artes de México. Núm. 129. Revista Artes de México, 1970; y El niño mexicano en la pintura. México, Fomento Cultural Banamex, 1979


 

 

Descripción  (1992)

 

La efigie de un niño yaciente, de medio cuerpo, se recorta en tres cuartos sobre una superficie rectangular acondicionada como camastro. Un paño carmesí reviste el muble -lecho mortuorio- y descansa el difunto su cabeza sobre una almohadilla enfundada de muselina con encajes plisados en los extremos.

      El gesto y la apariencia del retrato son una integración entre la serenidad con que se manifiesta la muerte, y la elegancia del porte a través de una indumentaria propia de un adulto de un rango alto en la escala social de las postrimerías del Virreinato. El menor viste una levita por encima de una camisa blanca, con un fistol de oro al pecho, y con el cuello levantado sujeto por un corbatín de seda, de color vino, anudado en forma de moño. Lo suntuoso de la figura contrasta con la neutralidad con la que se trató lo circunscrito al centro focal.   

La tez es tersa, de tonalidad marmórea, con un sombreado en la mitad izquierda de la cara y el amoratado de los parpados: propio de la expresión de la muerte. Las facciones, como la nariz encorvada, evidencian su origen criollo. La frente es despejada y su cabello castaño es de un trazo fino; correctamente peinado y una patilla abundante que cae sobre la oreja visible. Su brazo está cuidadosamente colocado de forma que la mano derecha se ubica a la altura del estomago, por debajo del frac.