Al centro de la
composición está Jesucristo, en su personificación alegórica del Buen Pastor.
Va vestido con una túnica de color rosado y con un amplio manto verde oscuro, con
visos azules, forrado de amarillo y prendido con un broche en forma de roseta.
Lleva en la diestra un largo cayado, mientras que extiende su mano izquierda sobre
un par de ovejas, madre e hijo, con un gesto protector. La oveja le lame el
rostro a su corderillo. Un halo plano, formado por una cruz inscrita en un
círculo, corona la cabeza de Cristo. A la derecha, dentro de un aprisco de
perímetro irregular delimitado por un vallado de estacas y maderos, está resguardada
la grey, formada por seis ovejas de distinto pelaje y una que les sirve de
guía, con un cencerro amarrado al cuello; la puerta del redil permanece
abierta, para acoger a las rezagadas. Del lado opuesto de la composición, detrás
de un matorral, está medio escondido un lobo, con los ojos muy juntos y mostrando
los dientes en un gesto que pretende ser feroz. Un suave paisaje, surcado por leves
ondulaciones, se extiende al fondo bajo un cielo nublado; hay árboles dispersos
en ambos lados. Una luz rasante, propia de la hora crepuscular, entra por el
lado izquierdo, iluminando a trechos las figuras que forman el grupo principal
y dejando en las sombras al lobo en acecho.
Esta pintura
figuró en la decimosegunda exposición de la Academia de San Carlos, que tuvo
lugar en enero de 1862. El catálogo correspondiente la describe así:
El Divino
Pastor, original. A la caída de la tarde Jesús recoge el rebaño en el redil, colocado
a su entrada acaricia con celo la última oveja, a la que el cariño de su hijo había
detenido lejos de sus compañeras. Un lobo escondido entre matorrales está
asechando al rebaño, que la vigilancia y el amor del Buen Pastor salva de la
rapacidad de su enemigo, diámetro 1 vara 26 y media pulgadas.1
En la misma
exposición, Flores presentó otra pintura de igual formato circular y
dimensiones análogas, La Sagrada Familia, descrita en la misma fuente de
la siguiente manera:
La Virgen María suspende su lectura, para
contemplar con ternura el presente que el niño Juan hace a Jesús de unas escogidas
frutas. Esta tierna escena pasa en un ameno prado, al lado de un camino, por el
que se ve aproximarse al casto esposo de María, diámetro I vara y 26 y media
pulgadas.2
Es posible que Flores haya concebido ambas pinturas
como formando par. Pero mientras que la primera se quedó en la Academia, por
haberle merecido a su autor el primer premio en la clase de composición de
pocas figuras, acordado en 1859,3 la segunda fue rifada entre los suscriptores a la
decimosegunda exposición, habiéndole tocado en suerte al señor Ildefonso
Rivero.4
Los sobresaltos y penurias ocasionados por la
guerra de Reforma (1858 -1860) habían impedido la organización de las
exposiciones que, de 1848 a 1858, se habían venido llevando a cabo año con año
en el recinto académico. Así, pues, fue sólo hasta la conclusión de dicha
guerra y el incipiente restablecimiento de la estabilidad política (que muy
pronto iba a revelarse precaria), bajo la presidencia de Benito Juárez, que fue
posible volver a celebrar la exposición de fin de cursos. Por eso, la participación
de los alumnos fue tan nutrida en el certamen de enero de 1862: al fin pudieron
exhibirse los trabajos realizados en los años lectivos precedentes y aún no
mostrados al público. En este caso se hallaba la pintura de Rafael Flores, aquí
comentada, que había sido ejecutada desde 1859.
Si descontamos alguna episódica incursión en
la temática clásica (Homero, 1854) y su célebre cuadro de Dante y
Virgilio (1855), la obra pictórica de Rafael Flores como estudiante de la
Academia de San Carlos, bajo la dirección de Pelegrín Clavé, se caracterizó por
su persistente inspiración en asuntos religiosos sacados del Nuevo Testamento y
vistos, por lo regular, bajo una óptica serena, de gran suavidad y delicadeza. Estas
cualidades, muy bien sintonizadas con el gusto prevaleciente en el medio cultural
mexicano a mediados del siglo XIX, fueron reconocidas cabalmente por la crítica
contemporánea. En una "revista" anónima de la exposición académica de
1862 que publicó El Siglo XIX, se comentó El Divino Pastor en los
términos siguientes:
El señor Flores es muy conocido por su
talento y buenas dotes artísticas, sobresaliendo entre sus compañeros de
estudio por ese amor y delicadeza suma en conducir el pincel, dando a sus obras ese grado de finura
que las hace comparables a una miniatura. En el fondo del cuadro del Buen
Pastor ha sido muy feliz, porque está pintado con variedad y riqueza en la
entonación, lo mismo que en las ovejitas, y particularmente en la que acaricia
el Salvador, que reconoce a su hijo con ternura.5
Gonzalo Carrasco, quien alcanzó a tomar
clases de dibujo de la estampa con él durante sus años de formación en la
Escuela Nacional de Bellas Artes, guardó un buen recuerdo de este maestro,
acaso más por sus dotes morales que por las pictóricas, y llegó a escribir en
sus "apuntes": "Flores era un santo."6 Pero lo que el
conservadurismo decimonónico reputaba como cualidades, muy pronto perderla
vigencia; en consecuencia, Flores ha tenido una mala fortuna crítica: la
suavidad de su pincel ha sido calificada como debilidad; su dulzura ha sido
tachada de almibaramiento, y su idealidad, de artificio.7
Tengo para mí, con todo, que las pinturas de
Flores, y en especial La Sagrada Familia, de 1857, y El Buen Pastor, tienen
valores rescatables. Hay en ellas un acuerdo perfecto entre el asunto y
el tratamiento pictórico, que da por resultado una intensidad expresiva
singular (habida cuenta de los parámetros estilísticos dentro de los que
el artista actuaba) y que amerita ser destacado.
La difusión del tema del Buen Pastor se
remonta a la época paleocristiana. Inspirado, por una parte, en textos
proféticos y evangélicos y, por la otra, en la figura clásica del criòforo, o
portador de oveja, esta advocación de Cristo se repitió a menudo en las
pinturas de las catacumbas y en los sarcófagos de los primeros siglos del
cristianismo.8 Cristo aparece
bajo la figura de un joven, imberbe o barbado, vestido con una túnica corta y
con bandas de tela terciadas sobre las piernas, de pie y cargando sobre los
hombros una oveja o un cordero (moscójoro). Esta forma de representación
perdió validez al comienzo de la Edad Media, para recobrarla durante el siglo XVII
como una imagen protectora y salvífica, asociada a una idea del poder como
responsabilidad por el bienestar de los súbditos. Fray Luis de León, en De
los nombres de Cristo (1583, 1585) al disertar sobre los distintos
atributos y significados que encerraba la noción de "pastor", y su
aplicabilidad a la figura de Jesús, define su función pastoral con una frase
lapidaria: "gobernar apacentando"; y glosa:
Porque el propio gobernar de Cristo [...] es
darnos su gracia y la fuerza eficaz de su espíritu; la cual ansí nos rige, que
nos alimenta; o, por decir la verdad, su regir principal es darnos alimento y
sustento. Porque la gracia de Cristo es vida del alma y salud de la voluntad, y
fuerza de todo lo flaco que hay en nosotros, y reparo de lo que gastan los vicios,
y antídoto eficaz contra su veneno y ponzoña, y restaurativo saludable, y,
finalmente, mantenimiento que cría en nosotros inmortalidad resplandeciente y
gloriosa.9
Tanto León en
sus diálogos ascético-misticos, como los modernos iconólogos, se apoyan en los
propios textos escriturarios para sostener la metáfora de Cristopastor. El
Evangelio de san Juan contiene el pasaje más sustancial al respecto:
En verdad, en verdad os digo, que el que no
entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que sube por otra parte,
ése es ladrón y salteador; pero el que entra por la puerta, ése es pastor de
las ovejas, A éste le abre el portero, y las ovejas oyen su voz y llama a sus
ovejas por su nombre y las saca afuera; y cuando las ha sacado todas, va
delante de ellas y las ovejas le siguen, porque conocen su voz; pero no
seguirán al extraño, antes huirán de él, porque no conocen la voz de los
extraños.
[...]Yo soy el buen pastor. El buen pastor da
su vida por las ovejas; el asalariado, el que no es pastor, dueño de las
ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas, y huye; y el lobo arrebata y
dispersa las ovejas, porque es asalariado y no le da cuidado de las ovejas. Yo
soy el buen pastor y conozco a las mías y las mías me conocen a mí, como el
Padre me conoce y yo conozco a mi Padre, y pongo mi vida por las ovejas.10
Otro pasaje evangélico, en este caso de san
Lucas, complementa la doctrina subyacente en aquellas alegorías pastoriles: ¿Quién
habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas,
no deje las noventa y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida hasta que
la halle?
Y una vez hallada, alegre la pone sobre sus hombros,
y vuelto a casa convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo,
porque he hallado mi oveja perdida.11
Aquí, la relación del Cristo de la época
paleocristiana con la clásica figura del crióforo queda perfectamente
justificada. Un grabado de Raphael Sadeler sobre una pintura de Martin de Vos será
el modelo que, durante la época barroca, habría de inspirar un buen número de
versiones de esta parábola visual en el arte novohispano, de Luis Juárez a Miguel
Cabrera y su generación.12
Hubo,
con todo, otra variante del tema del Buen Pastor más relacionada con el cuadro
de Rafael Flores, y es aquélla en que se representa a Cristo sentado o de pie a
las puertas del redil, cuidando un rebaño de ovejas, acaso con una de ellas
entre los brazos; no es raro, en este caso, que Jesús aparezca en figura de
niño. Pronto se le inventó una contrapartida devocional, la de la Divina
Pastora, es decir, la Virgen María en un escenario bucólico y desempeñando un
oficio análogo.13 A menudo, ambas
advocaciones formaban pareja. Con esta vertiente iconográfica entronca el
cuadro aquí comentado.
Cristo aparece en su doble faz de pastor y
víctima redentora, de protector y salvador: como decía fray Luis de León,
"bajó del cielo y se hizo Pastor hombre, para buscar al hombre, oveja
perdida [...] Murió por el bien de su grey, lo que no hizo ningún otro pastor,
y [...] por sacarnos de entre los dientes del lobo, consintió que hiciesen en
Él presa los lobos."14 De allí el halo
circular con una cruz inscrita, apenas visible detrás de la cabeza de Jesús, en
alusión a su muerte, y la importancia atribuida al lobo, incapaz de echarse
sobre las ovejas que el pastor resguarda, pero una asidua presencia
amenazadora.
El sentimiento predominante en la concepción
de Flores es el del amor: el amor de la oveja lamiendo a su corderillo,
ampliado en el gesto de Cristo, cuya cabeza se inclina solícita y vigilante, en
una suerte de movimiento análogo con respecto al grupo animal. Hay una serie de
armoniosas correspondencias y paralelismos visuales entre la figura de Cristo,
con el cayado que le sirve de atributo pastoril, y los cuerpos de ambas
bestezuelas, traducidos mediante un bien planeado y armonioso juego de líneas
diagonales (véase, por ejemplo, la reciprocidad en el ángulos de inclinación
del cayado y el sesgo del cuello y la cabeza de la oveja, o bien, la relación
de continuidad entre las patas del corderillo y el brazo derecho de Cristo).
Igualmente cuidadoso resulta el esquema
colorístico y tonal de la composición. La dorada luz crepuscular ingresa por el
lado izquierdo e ilumina con intensidad la mitad izquierda del rostro de Jesús,
y el brazo y el muslo correspondientes, así como las cabezas y parte del pecho
de los animales, dejando lo demás en una relativa penumbra. Las ovejas que
aguardan en el redil también reciben la luz de pleno, pero, por estar ubicadas
en un segundo plano, fueron pintadas en tonos más bajos, con arreglo a las
premisas de la perspectiva atmosférica. Y lo mismo puede decirse de los
atributos del paisaje al fondo, a los que les corresponde un gradiente tonal
inferior. Las sombras más densas se acumulan a la izquierda de la composición,
no por acaso el sitio donde el lobo acecha, con un evidente propósito
simbólico. Semejante variedad tonal, que no sólo atañe a las distintas figuras
del cuadro sino que se percibe incluso dentro de una misma figura, sirve para
dar mayor realce al grupo protagónico, tanto por lo que toca a una mejor
definición de su volumetría o plasticidad, como por lo referente a los valores
narrativos y expresivos de la escena.
El claroscuro está vinculado estrechamente a
la aplicación del color. También en este punto, el acorde cromático fundamental
viene dado por la figura de Cristo, a saber, por la suavidad de las
encarnaciones y el contraste en los colores de su atuendo: el verde azulado del
manto está deliberadamente oscurecido para no desentonar con el color de la
túnica, un rosa obtenido mediante la adición de blanco al rojo, complementario
del verde; la proximidad de este rojo blanqueado, con el amarillo, presente en
el forro, induce una sensación del naranja, complementario del azul,
perceptible en los visos del manto. Tenemos, pues, una suave pero vivaz impresión
cromática, sagazmente modulada mediante los oscurecimientos y las
intensificaciones pertinentes y enriquecida aún más mediante pequeños detalles
de color, esparcidos aquí y allá, como por ejemplo el sorprendente efecto de
las doradas pestañas de la oveja enmarcando lo verde de sus ojos.
También resulta muy grato el perfecto acuerdo
de la composición con el formato circular adoptado: los contornos del grupo
principal configuran una envolvente piramidal, que se inscribe armónicamente
dentro de la redondez del tondo. Además, la estudiada sinuosidad de los
bordes del manto de Jesucristo va tejiendo un gran arabesco decorativo, que se
ajusta muy bien a las exigencias del formato.
En este aspecto compositivo, tanto como en el
del color y el claroscuro, el cuadro de Flores remite a prestigiados modelos
rafaelescos y del quattrocento italiano, así como a los esquemas puestos
en boga por el nazarenismo, que Clavé introdujo en la pintura mexicana. La
visión de Flores sigue los lincamientos de la doctrina académica clasicista,
permeada por un cristianismo tradicionalista y "pre-moderno": es un
mundo regido por la medida y el orden, la suavidad y la elegancia. Tiene la
pretensión de capturar y reflejar, en el dominio pictórico, un destello de la belleza
ideal que Dios imprimiera en la creación. Sus premisas y propósitos están anclados
en una noción del mundo muy alejada de la que hoy día prevalece, pero ofrecen
una coherencia notoria.15
Se trata, en suma, de un arte de estilo
conservador, puesto al servicio de las clases rectoras, dominantes a la sazón
en la Academia de San Carlos, y que se caracterizaban por una persuasión
igualmente conservadora en lo político. El propio pintor se ubicaría más
adelante en una postura del mismo signo.16
En tal sentido, cabría una última reflexión.
Pintado en los años de fuego de la guerra de Reforma, que enfrentó a liberales
y conservadores, sembrando a menudo la división y el encono en el seno mismo de
las familias mexicanas, ¿es posible que el cuadro permita una lectura política?
No hay que olvidar que la parábola del Buen Pastor, según los relatos
evangélicos, estuvo dirigida a los fariseos, un sector observante del pueblo
judío que se atenía a la antigua ley con un rigorismo que se antojaba excesivo.
Toda la primera parte de la parábola, con aquello del ladrón que se desliza
furtivamente en el aprisco para sustraer las ovejas, a diferencia del pastor
legítimo que entra y sale por la puerta, puede ser interpretado como una metáfora
de los enemigos soterrados de la Iglesia: ¿acaso se aplicó esta metáfora a los
liberales "puros", que exigían el juramento de la Constitución del 57
y el estricto cumplimiento de la ley, a contrapelo de los intereses de la
Iglesia tradicionalista y de las convicciones del grupo conservador?
En tal caso, a sus evidentes propósitos
devocionales, la composición de Flores añadiría una dimensión ideológica
militante, como una advertencia contra las acechanzas del "lobo" que,
bajo el punto de vista conservador, intentaba dispersar el rebaño sumiso para
arrancárselo al dominio de la Iglesia.
En virtud del premio otorgado a la pintura en
1859, ésta se quedó en posesión de la Academia de San Carlos, de donde pasó al
acervo del Instituto Nacional de Bellas Artes y, a su vez, vino a formar parte
del acervo constitutivo del Museo Nacional de Arte.
NOTAS
1 Manuel Romero
de Terreros (ed.), Catálogos de las exposiciones de la antigua Academia de
San Carlos de México (1850-1898), México, IIE-UNAM, 1963, p. 334, núm. 6.
2 Ibid., p. 334, núm. 7.
Anotemos de una vez que Flores llevó otras dos composiciones originales a
aquella exposición: Jesucristo calmando la tempestad y Señor San José con el
Niño Dios (loe. cit., núms. 8 y 9).
3 Ibid., p. 337.
4 Ibid., p. 348, núm. 2.
5
"Exposiciones de la Academia Nacional de San Carlos. 186 2", El
Siglo XIX, 17 a 2 3 de febrero de 1862, reproducido en Ida Rodríguez
Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XIX, 3 tomos, 2a.
ed., México, IIE-UNAM, 1997, t. II, pp. 36-74; la cita, en la p. 56.También
se comentan allí La Sagrada Familia y Jesús calmando la tempestad; y se
nos informa que, por esta última, Flores se hizo acreedor a premio, con medalla
de plata, en la clase de composición de muchas figuras ("Academia Nacional
de San Carlos", El Siglo XIX, 12 de marzo de 1862 ibid, p:
77).
6 Gonzalo
Carrasco, "Apuntes de ejercicios", 1915, hoja suelta (apud Xavier
Gómez Robledo, Gonzalo Carrasco. El pintor apóstol, México, Jus, 1966,
p. 24.
7 Véase, por
ejemplo, el juicio crítico de Justino Fernández en Arte moderno y
contemporáneo de México (1952) (El arte del siglo XIX en México, 3a.
ed., México, IIE-UNAM, 1983, pp. 62-63) y el de Gómez Robledo, en
op. cit., p. 24).
8 Véase Louis Réau, Iconografía
del arte cristiano, t. I, vol. 2: Iconografía de la Biblia. Nuevo
Testamento, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1996, pp. 37-39; Luis Monreal
yTejada, Iconografía del cristianismo, Barcelona, El Acantilado, 2000,
pp. 48-49; Héctor H. Schenone, Iconografía del arte colonial. Jesucristo, Buenos
Aires, Fundación Tarea, 1998, pp. 108 y 159-160. También resulta útil consultar
los artículos correspondientes a "Buen Pastor" y "Pastor"
de la Enciclopedia de la Religión Católica, 7 tomos, Barcelona, Dalmau y
Jover, 1951 - 1953, t. II, pp. 208-209, y t. V, pp. 1 3 1 6 - 1 3 1 7.
9 Fray Luis de León, De los nombres
de Cristo, 2 tomos, Buenos Aires, Sopeña Argentina, 1943, t. I, p. 50.
10 Juan 10, I ¿ 5 y II - 15. Sagrada
Biblia, versión de Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga, Madrid, Biblioteca
de Autores Cristianos, 1952, p. 1395.
11 Lucas 15, 4-6 (ibid.,
p. 1354). En el Evangelio de san Mateo se repite esta parábola (Mt 18, 12 - 13)
.
1 2 Véase Jaime Cuadriello, Catálogo
comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Nueva España, tomo I,
México, Museo Nacional de Arte, INBA/IIE-UNAM, 1999, pp. 237-238.
13
Ibid.,
pp. 67-69.
14 Fray Luis de León, op. cit.,
pp. 55-5 6.
15 Una de las exposiciones más
lúcidas de los criterios estéticos del grupo conservador se halla en el largo
comentario crítico que Rafael de Rafael hizo sobre la tercera exposición de la
Academia de San Carlos, organizada en diciembre de 1850; fue publicado,
como serie, entre enero y octubre de 1851 , en El Espectador de México-, viene
reproducido íntegro en Rodríguez Prampolini, op. cit., pp. 218 - 284; en
especial, las pp. 247-2£2.También resultan esclarecedores los comentarios que
hace Pelegrín Clavé sobre la pertinencia, para el ámbito hispano-mexicano, de
los asuntos sagrados en sus Lecciones estéticas, México, HE-UNAM, 1990,
pp. 92-93, 103 y 124 - 126; entre otras cosas advierte: "sobre todo los
cuatrocentistas, nos han quedado [sic] excelentes modelos para este
género" (p. 92).
16 Entre los signos más obvios de
la postura política del pintor, mencionemos el hecho de que Rafael Flores fue
el único, entre los profesores mexicanos de la Academia de San Carlos en 1863, que
se negó a firmar, en el mes de abril, la protesta contra la intervención
extranjera que el gobierno de Benito Juárez exigía a todos los empleados
públicos suscribir, como muestra de "adhesión a las instituciones"
rectoras del país, so pena de perder el empleo. En consecuencia, el ministro de
Justicia e Instrucción Pública pidió a las autoridades académicas cesar a Flores
como profesor sustituto de dibujo de la estampa, siendo nombrado Petronilo
Monroy en su lugar (luego del consabido concurso de oposición). Sin embargo,
las circunstancias políticas cambiaron pronto, y la destitución de Flores fue
muy breve: seguiría formando parte del claustro profesoral de la escuela al
menos hasta 1886, como encargado de la clase diurna de dibujo tomado de la
estampa (véase el artículo de Fausto Ramírez y Angélica Velázquez Guadarrama,
"Lo circunstancial trascendido: Dos respuestas pictóricas a la
Constitución de 1857", en Memoria, México, Museo Nacional de Arte,
INBA, núm. 2, 1990,
p. 18, con
referencias documentales al respecto).