Museo Nacional de Arte

Retrato de chinaco




Búsqueda Avanzada

Retrato de chinaco

Retrato de chinaco

Artista: RAFAEL AZPEITIA   (activo en la segunda mitad del siglo XIX)

Fecha: 1866
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Este hombre fue retratado de medio cuerpo, ligeramente en tres cuartos, con el tórax y cabeza girados hacia la derecha y con la mirada, desafiante, clavada en el espectador.

            Sus facciones indican que se trata de un adulto maduro, posiblemente de entre cincuenta y sesenta años, quien, con la cara levantada, asume una postura altiva y soberbia. El rostro es de un tipo indudablemente mestizo; de tez cobriza, curtida y surcada; característica de aquellos que laboran expuestos a los rayos del sol.

            La frente es acanalada,  las cejas y labios delgados, ojos pequeños, orejas amplias y la nariz recta y de punta bulbosa. Tiene dos lunares: uno bajo el ojo izquierdo y el otro en el pómulo derecho; así como largas y abundantes patillas entrecanas que descienden por las mejillas hasta la frontera con el mentón. El cuello es largo y arranca desde la camisa que está abotonada hasta el borde. Esta prenda es de un blanco deslumbrante y carece de la corbata que en aquellos tiempos se anudaba en forma de moño. La cabeza se encuentra coronada por un sombrero ¿chinaco¿ de copa baja y de ala, perfectamente circular, plana y ancha.

            De un toque semi-elegante, la efigie lleva chaleco  y un gabán o levita de un negro solemne. De la prenda asoman las grandes manos de largas uñas: la izquierda con el puño a medio cerrar sobre el corazón, y la derecha, inmediatamente abajo, abierta y luciendo un grueso anillo de oro en el dedo anular. Ambas extremidades con las venas exaltadas y fielmente logradas.

            La ambientación es indescifrable pues el fondo es de una penumbra total. La poca luz tiene un doble juego: descargada en el rostro y a la vez, irradiada de la blanca camisa.


Archivo del Departamento de Documentación del Acervo. Víctor T. Rodríguez Rangel

Estamos ante una pintura de retrato que claramente deja entrever la influencia del ¿realismo¿ que como corriente despuntó en la segunda mitad del siglo XIX, y le dio al género retratístico una veracidad indiscutible con respecto a captar, fielmente, la naturaleza de la fisonomía humana con todos sus detalles y características. Este artista da muestra de talento en la distribución anatómica del modelo, en la objetividad de la carnación, y una destreza en lograr el dramático y sugestivo manejo del claroscuro, lo que denota el lustre de sus aptitudes naturales para la pintura en una academia o escuela de artes. El perfeccionamiento técnico en el dibujo y en el colorido, combina agradablemente con el tipo retratado de claro estrato campestre, sectores tradicionalmente plasmados por pintores regionales  autodidactas o de mediana formación académica, muchos de ellos anónimos (una mejor referencia sería citarlos ajenos al círculo de la academia, en particular, a la de San Carlos).

La iluminación casi escenográfica proyectada en el rostro, las entonaciones cálidas, el control delineado de la pincelada y la penumbra en los fondos, nos recuerdan los copiosos retratos de los habitantes del interior del país ejecutados por el artista formado en San Carlos, Felipe Santiago Gutiérrez[1](1824-1904), contemporáneo de Azpeitia, y quien a su vez estaba fuertemente influenciado por los ¿barroquistas¿ españoles: Ribera ¿el españoleto¿, Velásquez, Murillo y Zurbarán.

Los retratistas de la veras reproducción del modelo, se apartaron del tratamiento de la fisonomía bajo los cánones clasicistas y románticos que imperaron en Europa y por supuesto en México en buena parte del siglo XIX, y que tuvieron en el francés Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867) uno de los principales exponentes en todo el orbe; y con el español Pelegrín Clavé (1811-1880) en el país. Ante la idealización del retrato, artistas como Azpeitia interponen el naturalismo como estilo propio y congruente con los tiempos modernos donde despuntan las ciencias humanísticas y exactas, se acortan las distancias con el ferrocarril, y se populariza la tecnología fotográfica que augura fuerte competencia a los retratistas plásticos. Como artista de la escuela regional, Azpeitia dejó muy atrás aquellos retratos de factura gremial, continuadores de la costumbre novohispana, que incluían inscripciones dentro de la composición y que anulaban la sensación de estar viendo la verdad, además de utilizar rostros inexpresivos que no permitían comunicar el carácter del retratado.

Sobre el pintor Rafael Azpeitia, prácticamente se desconoce todo fuera de relacionarlo con la región de Jalisco. Por la Academia de San Carlos de México nunca pasó. La búsqueda de su mención en estudios monográficos y biográficos[2] sobre la pintura en esa región occidental del país ha sido infructuosa por el momento, pues la historiografía sobre el tema es afortunadamente amplia. Al respecto, Arturo Camacho, especialista de la pintura jalisciense del siglo XIX, comentó que es poco o nada lo que se sabe, él mismo no lo menciona en sus trabajos, pero está enterado de la existencia de una familia Azpeitia que contaba con un estudio fotográfico en el centro de Guadalajara y donde también se realizaban pinturas de retrato del natural hacia la segunda mitad de la centuria decimonónica.

La pintura aquí comentada apareció reproducida por primera vez en una publicación en el catálogo de la colección del también tapatío Roberto Montenegro: Pintura mexicana 1800-1860, de 1933[3]. La lámina 40 ilustra la pieza bajo el título de Retrato de hombre, de autor anónimo y procedente de Guadalajara, Jalisco.

La obra fue comprada por el Instituto Nacional de Bellas Artes a la colección Montenegro en 1951 y, seguramente, sometida por esta dependencia a una restauración que incluyó la limpieza del lienzo permitiendo la aparición y la legibilidad de la firma y la fecha que se ubica en el ángulo inferior derecho del anverso. Al Museo Nacional de Arte llegó procedente de la Oficina de Registro de Obra (ORO) del INBA el 2 de julio de 1982 y adjudicada, posteriormente, como acervo constitutivo en noviembre de ese mismo año. En el registro de ingreso se especifica que es una obra de Rafael Azpeitia del año de 1866, como versa en la inscripción. El cambio del título Retrato de hombre, por el de Retrato de Chinaco, fue realizado, sin saber ¿por qué?, cuando permaneció bajo la custodia de ORO [mi hipótesis es que ante la problemática técnica de contar en el registro con varias obras del mismo título, pues es muy común esta designación dentro del prolífico género de retrato del siglo XIX, se decidió cambiarlo por el de chinaco, basados, seguramente, en la forma del sombrero y la moda de las patillas]. La indumentaria dista mucho de ser la de aquel pintoresco y popular tipo del siglo XIX mexicano que solía vestir de gamuza y que está fuertemente ligado a la imagen del charro que constituía la fuerza laboral de ciertas regiones del campo mexicana. El retratado bien pudo estar relacionado a lo campestre, pero por el porte parece más un caporal (capataz) o el propietario de una ranchería o finca, pues la pintura de retrato fue una práctica arraigada entre la naciente burguesía de los primeros tiempos independientes, fenómeno que se acentuó en regiones como Jalisco[4].

Otra fuente que asocia el cuadro con el occidente mexicano,  es la participación de la obra en la exposición, y su correspondiente reproducción en el catálogo, Jalisco Genio y Maestría[5] de 1995, que por razón de la temática, se da por asentado que todas las obras exhibidas fueron ejecuciones de maestros jaliscienses en distintas épocas. Lo curioso es que el Retrato de chinaco aparece en la publicación, debido posiblemente a un error o a no comprometerse con la atribución, con aquellos datos técnicos que figuraron en el libro arriba citada de Roberto Montenegro de 1933, es decir: sin atribución (anónimo), con la fecha de 1868, que no es la que tiene en la firma (1866); y con el título de Retrato de hombre. Es imposible que no hayan notado los datos caligrafiados que la obra ostenta sobre la cara principal de la tela, lo que conllevó a que en los textos del catálogo se omitiera cualquier referencia a Rafael Azpeitia, pues la obra se consideró entre los pinceles anónimos.

El hombre retratado, ya fuese en 1866 o 1868, denota con su vestimenta la posible influencia de Maximiliano de Habsburgo sobre el traje mexicano regional, no hay que olvidar que precisamente el Archiduque  austriaco gobernó su efímero imperio americano por esos años (1864-1867). Al monarca europeo, admirador de las costumbres mexicanas, le gustaba ataviarse y cabalgar como charro e incorporó a la indumentaria tradicional el chaleco, la chaqueta y el pantalón en engalanado color negro, -y de ello hay innumerables testimonios históricos y artísticos[6]- aunque algunos de estos charros fuesen los enemigos de sus tropas en batalla, aquellos a los que llamaban chinacos, héroes de la causa mexicana contra la invasión francesa.

¿El chinaco tiene su origen en la figura del payo mexicano de la primera mitad del siglo XIX. Para la sociedad novohispana éste se había caracterizado por su baja condición social de arrabalero, flojo y vicioso.¿[7] Su indumentaria era el reflejo de la evolución y adaptación a las necesidades del trabajo en las unidades económicas rurales, como rancherías y haciendas, localizadas en regiones con climas y geografías afines, por ejemplo: el altiplano central mexicano, los valles de Hidalgo y las llanuras de Jalisco.

El chinaco, para los sectores populares de la segunda mitad de ese siglo, era un guerrillero valiente, intrépido y un destacado jinete que luchaba en justas como la invasión extrajera, aunque también, para otros, era un bandido y haraposo. La creación del Estado liberal en la época de Benito Juárez, se encargó de elevar la imagen de chinaco a la categoría de emblema del patriotismo. Esto evolucionó hasta la consolidación de la charrería como deporte y figura de la identidad nacional en la postrevolución. 

Maximiliano, paradójicamente, gustó de ataviarse así,  e impuso una moda entre los rancheros acomodados. Para los pudientes sectores urbanos, esta afición del monarca por las costumbres populares incultas, era mal vista.

 

 

     Francisco de Paula y Arangoíz, en su obra  México  desde 1808 hasta 1867 comenta el

      proceder de Maximiliano al usar el traje ¿ que usan las gentes del campo, y  que  había

      llegado a ser distintivo de las guerrillas juaristas o los plateados, y que  ninguna perso-

      na de respetabilidad usaba [¿y afirma] sentía muy mal al hombre de educación, sobre-

      todo si es del Norte de Europa, y por no saberlo llevar¿.[8]

 

En ¿El arte de la charrería¿, uno de los títulos de la revista Artes de México[9], se efectuó un estudio de la trayectoria de la indumentaria del charro y la participación de Maximiliano en incluir algunos elementos a la fisonomía del chinaco, ¿Se atribuye a Maximiliano, gran simpatizador de la charrería, la creación del traje que actualmente es de etiqueta charra¿, efecto que puede explicar la vestimenta de la efigie. La imagen del emperador austriaco en su condición de adhesión al partido conservador y en el lujo y orgullo aristocrático que lo rodeaban, influyeron en la tradicional sociedad acomodada jalisciense que contaba con elementos peculiares muy propios de identidad. Al respecto, las características de aquella idiosincrasia a la que pertenecía tanto el pintor, como el retratado, fue investigada y publicada en el libro Jalisco, genio y maestría, y de donde extraigo la siguiente cita sobre aquellas gentes:

    

   Este arraigo de pertenencia  a su región  y  sus  circunstancias era compartido tanto por  los

   hacendados  como  por los rancheros dueños de grandes extensiones. Hombres de a caballo,

   orgullosos del  latifundio  y de  las  largas genealogías  familiares,  presumían sus fastuosas

   casas palaciegas  izadas en despoblado o entre chozas.  Enemigos de todas las formas de  la

   herejía, de cualquier intento de reforma social o de cualquier asonada del  progreso técnico,

   este  conglomerado  de  hombres  recios  tenía  por  ideales, de  nuevo  en  palabras de Luis

   González,  ¿en lo tecnológico, el uso viejo; en lo social, el orden establecido por la Colonia;

   en lo político, la dictadura,  y  en  lo religioso, un clero proclive al ascetismo que sostuviese

    el culto con esplendor y administrarse los sacramentos con bombo y platillo¿.[10]

 

El carácter y la actitud del retratado, exhibido a través del lenguaje plástico, es muy afín a la descripción que la cita nos proporciona de ciertos sectores distinguidos de la región tratada, comarca caracterizada por la fertilidad agrícola y ganadera, el crisol de razas, el apego a la tierra y el sin fin de costumbres, muchas de ellas, hoy en día, consideradas como lo mexicano.

La diversidad de razas y fisonomías de aquellos habitantes, fue de la mano con el predomino del retrato sobre otros géneros pictóricos, testimonio del abanico racial. No es necesaria la ambientación para sugerir con los rostros y posturas la condición en la jerarquizada sociedad jalisciense de la segunda mitad del siglo XIX. Por lo anterior argumentado, tampoco parece que fue indispensable para el retratado -o que el artista sugiriese- el uso adecuado de una corbata.

Esta obra seguro debe su existencia a un encargo personal o de la familia del retratado, como se hizo costumbre en aquella centuria. El retrato, como género plástico, surgió en sociedades económicamente consolidadas. Para Arturo Camacho, ¿La nueva sociedad surgida entre la lucha por la libertad y la independencia, más el ideal romántico que postulaba a los sentimientos como rasgos esenciales de la personalidad, se materializó en cambios de la conducta y de la vida cotidiana de los habitantes de la provincia de Guadalajara, que más que ninguna otra lucharía por consolidar su perfil regional. La liberación de las reglas sociales y económicas, propició que emergiera una nueva clase social llamada ¿pequeña burguesía¿, que aspiraba a ser y a tener lo mismo que los poseedores del gran capital.¿[11]

En el retrato mexicano del periodo aparece esa nueva burguesía, y el cuadro aquí comentado es prueba de ello. El artista, sin duda, fue un buen fisonomista y es altamente probable que se haya perfeccionado en alguna de las academias jaliscienses que proliferaron a partir de aquel significativo año para el arte de la perla de occidente de 1826, cuando el primer gobernador Prisciliano Sánchez fundó la Escuela de Bellas Artes dentro del Instituto de Ciencias y como primer director, el egresado de San Carlos, José M. Uriarte.

 

OBSERVACIONES: Al Museo Nacional de Arte llegó procedente de la Oficina de Registro de Obra (ORO) del Instituto Nacional de Bellas Artes como parte del cuarto envío del 2 de julio de 1982 y adjudicada, posteriormente, como acervo constitutivo en noviembre de ese mismo año. La pieza cuenta con firma y fecha en el anverso, dentro de la pintura, sin embargo en las dos publicaciones que ha aparecido ilustrada, y que cito en el comentario, ha figurado como anónimo, a la vez que se desconoce la identidad del retratado.



[1]  El mismo Felipe S. Gutiérrez estuvo en la segunda mitad del siglo XIX en tres ocasiones en Guadalajara relacionándose con los círculos artísticos y culturales. Ver las pinturas de retrato en el libro: Esperanza Garrido, et. al., Felipe Santiago Gutiérrez; pasión y destino, Toluca, Instituto Mexiquense de Cultura, 1975.

[2] En mi búsqueda e consultado los compendios biográficos más importantes de aquella región, incluido el de Ixca Farías, Biografías de pintores jaliscienses de 1939, sin éxito.

[3] Roberto Montenegro, Pintura mexicana de 1800 a 1860. México, SEP, 1933.

[4] Jorge F Hernández, ¿Paisaje de retratos¿ en Jalisco: genio y maestría. (Exposición en  el antiguo Colegio de San Ildefonso, febrero-mayo, 1995.) México, San Ildefonso, 1995. Y Arturo Camacho, ¿Un buen fisonomista¿ en Álbum del tiempo perdido, pintura jalisciense del siglo XIX. Jalisco, El Colegio de Jalisco, 1997.

[5] Jalisco: genio y maestría, op. cit.

[6] Vid. Esther Acevedo y Fausto Ramírez, Testimonio artístico de un episodio fugaz (1864-1867), México, Museo Nacional de Arte, 1995.

[7] Luis Martín Lozano, ¿Victor Pierson. Chinaco en Chapultepec¿ en Memoria, núm. 4, México, Museo Nacional de Arte, 1992. p. 103.

[8] Ibid.

[9] Roberto Islas Carmona, ¿La indumentaria¿ en Artes de México, núm. 200, Revista Artes de México, 1980.

[10]  Jalisco; genio y maestría, op. cit. p. 32-33.

[11] Arturo Camacho, op. cit. p. 42.