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Glorieta principal de la Alameda




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Glorieta principal de la Alameda

Glorieta principal de la Alameda

Artista: CLEOFAS ALMANZA   (1850 - 1916)

Fecha: 1882
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Vista de la glorieta principal de la Alameda de la capital mexicana, es una obra que se antoja incompleta, pues el terraplén, el cielo, el colorido y otros elementos, parecieran estar bosquejados al realizar un estudio preparatorio del natural, sin la conclusión detallada en el taller como era costumbre entre los paisajistas del siglo XIX en base al método de enseñanza de la ejecución de la pintura de paisaje de los profesores Eugenio Landesio[1] y, posteriormente, José María Velasco.

            La plazoleta y las calzadas que se alcanzan a distinguir están despobladas sin ningún tipo de animación, la fuente está apagada y se observa en el remate el costado derecho de una de las Bacantes de la mitología. La escultura fue colocada en 1853 con su frente mirando al sur, por lo que el ángulo de la vista toma el oriente del paseo, asomando, apenas visible, entre la barrera de ahuehuetes (sabino mexicano), una sección del convento de Santa Isabel, el cual desde la política reformista de Juárez, dejó de albergar a las monjas de la orden de Santa Clara[2] para convertirse en fábrica y bodegas. El destino de este convento le deparó el ser arrasado por completo en 1900 y en su lugar edificar el nuevo Teatro Nacional (Palacio de las Bellas Artes).


[1] El profesor Landesio dejó por escrito su concepción del arte y, en particular, de la práctica de la pintura de paisaje, en las obras: Cimientos del artista dibujante y pintor (1866), La pintura general o de paisaje y la perspectiva en la Academia Nacional de San Carlos [(1867) y Escursión [sic] a la caverna de Cacahuamilpa y ascensión al cráter del Popocatépetl (1868). Veáse Xavier Moyssén, ¿Eugenio Landesio teórico y crítico de arte¿ en Anales del Instituto de Inv. Estéticas. Núm. 32. UNAM-IIE, 1963: p. 69-91; y Fausto Ramírez, ¿La pintura de paisaje; en las concepciones y en las enseñanzas de Eugenio Landesio¿ en Memoria. Núm. 4. Revista del Museo Nacional de Arte, 1992.

[2] Los conventos de Santa Clara en Tacuba y el de Santa Isabel, frente al lado oriente de la Alameda, albergaban a las monjas clarisas, una rama de la Orden de los Franciscanos. Josefina Curiel, Los conventos de monjas de la Nueva España. México, UNAM, 1994.


Archivo del Departamento de Documentación del Acervo. Víctor T. Rodríguez Rangel

La reproducción artística de los espacios públicos más atractivos de la ciudad de México y sus alrededores, con un estilo verista en el trazo de la arquitectura; evocativo, costumbrista y moderno, tuvo en el siglo XIX su auge. Cabe destacar como precursor en México de este género al italiano Pedro Gualdi, pintor y dibujante de la ciudad quien llegara al país como escenográfo de una compañía italiana de opera[1]. La proliferación del subgénero de paisaje de vistas urbanas e interiores, lo mismo se dio en el terreno del dibujo para la gráfica comercial ilustrando en serie álbumes y revistas bajo el sofisticado proceso de impresión litográfica[2], que como tema artístico de la novedosa cátedra independiente de paisaje en el ámbito culto-intelectual de las exposiciones bienales de la Escuela Nacional de San Carlos (Antigua Academia de San Carlos)[3].

            El par de expresiones estéticas aquí comentadas ejemplifican los dos rubros acabados de señalar y cada una de ellas estaban orientadas a distintos consumidores. Las litografías producidas en serie llegaban a un amplio y diverso público -vehículo de divulgación de la imagen a diversos sectores de la población-, mientras que en el contexto de lo académico, la pintura era sólo una y era admirada por un cierto sector social, en general alto, que se daba cita en los salones dispuestos para los certámenes periódicos de la institución[4]. Sin embargo, las dos producciones, con diferencia de veintiséis años, captaron la fuente central de la Alameda de México: la de Castro, con un sentido más romántico avivando su vista con todos estos personajes tan pintorescos, mientras que la de Almanza fue solucionada con una fría severidad y nula animación.

                Las pinturas y dibujos de vistas reprodujeron las plazas, los monumentos, las calles, los palacios y los paseos. Estas dos obras son comentadas juntas precisamente porque ambas representan el mismo sitio de recreo, y el mismo punto estratégico, la glorieta ubicada al centro de la Alameda.

            Casimiro Castro, uno de los más grandes dibujantes y litógrafos mexicanos del siglo XIX, ¿artes en las que lo introdujo su maestro Pedro Gualdi¿[5], penetró en las entrañas del parque y trazo una bucólica escena técnicamente detallada y llena de nostalgia ¿muy del gusto evocativo de la vertiente romántica, que como corriente artística, predominaba en todo el orbe occidental a mediados del siglo XIX. Su compañero, Juan Campillo, miembro del equipo artístico conformado por el editor Decaen[6], litografío la obra para su producción y de ahí a ilustrar en serie la más increíble publicación gráfico-literaria mexicana de la década del cincuenta del siglo XIX cuyo nivel artístico habría de dejar huella: México y sus alrededores[7]. Monumental trabajo publicado para entregas a los suscriptores, como era costumbre, por la impresora litográfica de Decaen, editor, en los años de 1855 y 1856, y reeditado varias veces, con nuevas láminas, en los años de 1864, 1874 y 1878.  Todas las ediciones contienen textos descriptivos a las vistas, obras de los más connotados literatos de su tiempo.

            Para mediados del siglo XIX, la gráfica iba un paso adelante tanto en cantidad como en calidad en la representación de escenas urbanas de la capital. En revistas misceláneas y en álbumes como los de Pedro Gualdi, John Phillips, Thomas Egerton[8] y los ilustrados por Casimiro Castro y sus compañeros, se divulgaba la imagen de la ciudad y se resaltaba la apreciación artística e histórica del espacio habitado, lo mismo las calles más entrañables, que iglesias, palacios, paseos, parques, fuentes y plazas. En pocas palabras, el sentido de identidad espacial, que a la vez es el testimonio en el entorno del legado de otras épocas pasadas.

La llegada de Eugenio Landesio a la Academia Nacional de San Carlos y la consecuente apertura de su cátedra de perspectiva, paisaje y ornato[9], pronto dio buenos resultados en el terreno de realizar magnificas pinturas del paisaje urbano y de sus pintorescos alrededores. Almanza es parte de este resultado, que inició con las obras producidas por el mismo Landesio, las de sus discípulos como Luis Coto, José Jiménez y José María Velasco, entre otros, así como las de los formados en la Academia por Velasco: una nueva generación con Carlos Rivera, Adolfo Tenorio y el propio Cleofas Almanza[10].

Almanza nació en 1850 en San Luis Potosí y ¿venía estudiado en la Escuela Nacional de Bellas Artes desde 1879¿[11]. Su inclinación fue por el paisaje y José María Velasco, el profesor, rápidamente se dio a la tarea de pulir los dotes plásticos del joven. En 1881 solicitó que se le concediera la pensión en el ramo de pintura de paisaje, y aunque se argumentó que carecía del oído, en enero de 1882 se la otorgaron[12], pudiendo dedicarse por completo a su disciplina.

Luego de la vigésima exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes (Antigua Academia de San Carlos) de 1881, tuvieron que pasar cinco años para que se realizara la siguiente. Almanza en este lapso ejecutó una considerable cantidad de obras, entre ellas la aquí comentada, Glorieta principal de la Alameda, 1882.

El potosino concurrió a la vigésimo primera exposición de obras de bellas artes de la ENBA, abierta el 8 de diciembre de 1886, con un extenso lote de pinturas que comprendían quince, entre composiciones originales, cuadros de concurso y estudios del natural[13]. Por lo que la Alameda, por sus características y formato, formó parte del tercer tipo; de las obras utilizadas para los primeros apuntes de una visión paisajista registrada ante el modelo, no sabemos si, basado Almanza en esta vista, realizó posteriormente una obra más acabada, con personajes y detalles.

El estudio de la Alameda de Almanza, en su purismo académico, parece registrar un espacio sin alma, poco acogedor e inmerso en una ciudad fantasma. Los mismos árboles no son tan imponentes y protectores como sí lo son en la obra de Casimiro, quien entiende que el gusto del paseo es precisamente los andantes, que en su crisol fisonómico, se encuentra la esencia misma de lo pintoresco; de la escena costumbrista popular: el romanticismo puro en contraposición con el academicismo de Almanza en un tiempo finisecular en que la pintura de paisaje ¿naturalista¿ y de un medio ambiente amable, inicia su detrimento como modalidad.

Es Castro entonces quien capta la función de sosiego para la población del paseo de la Alameda, el cual no era el único. La ciudad de México en el siglo XIX contaba con múltiples espacios al aire libre para el esparcimiento y la recreación. Estos sitios de distracción eran generalmente frecuentados los domingos y durante las fiestas religiosas y civiles, registrando un aumento considerable de sus visitantes en el verano, cuando el generoso clima permitía el deleite de los paseos a la intemperie y siempre acompañados de jolgorios y música.

            Los paseos preferidos por los habitantes de la ciudad eran el de de Bucareli, el  del Canal de Santa Anita (o de La Viga), el de San Agustín de las Cuevas, el de Las Cadenas y, el que nos compete, el de La Alameda; para la segunda mitad de esa centuria, se popularizan otros como el del Emperador (Paseo de la Reforma) y el del Bosque de Chapultepec.

            El concurrir a los paseos significaba un desahogue social y un sitio de interacción entre los pobladores capitalinos; permitía el descanso de las fatigas que producía el trabajo e invitaba a la galantería, a la exhibición de las indumentarias y de las riquezas, al consumo de dulces, nieves, frituras y bebidas y al parloteo de las novedades o chismes del momento.

            Las distintas clases sociales tenían sus preferencias, por ejemplo, el Paseo de Santa Anita era generalmente frecuentado por las clases bajas, mientras que el Paseo de Bucareli lo hacían las clases altas y medias[14].

            Estos paseos surgieron en distintas épocas, respondiendo a las necesidades urbanas y sociales de su tiempo y, como todo, vivieron su auge y su decadencia. El paseo más antiguo de la ciudad, el de La Alameda, nace posterior a la conquista. Fue con el Virrey Don Luis de Velasco II en las postrimerías del siglo XVII con quien se empezó a trazar este paseo, adornado con una fuente y plantado de álamos; se cerró con una barda y se adaptó una acequia que lo limitó[15]. El ingreso a este espacio sólo estaba permitido a lo más granado y nobiliario de la sociedad novohispana. Paralelo a La Alameda, el paseo por el Canal de Santa Anita hasta el pueblo de Iztacalco surgió como una opción para los sectores mestizos, castas e indios. Este era una añoranza del pasado canalero, chinampero y trajinero del valle[16].

 

            Para mediados del siglo XIX las rejas de la Alameda estaban abiertas para toda la población. Desde finales del siglo XVIII duplicó su tamaño al ser incorporadas las plazuelas laterales por disposición del virrey marqués de Croix y se incorporaron nuevas fuentes con grupos escultóricos inspirados por la mitología grecolatina[17].

            La fuente central, presente en las dos vistas comentadas, posee una Venus -identificada como una Bacante en otras referencias-, obra de Sauvageau y que sustituyó en 1853 a una estatua de Glauco. Casimiro Castro reprodujo ese espacio sólo un par de años después de que acababa de ser remodelado y cambiada la fuente. Así la describe Niceto de Zamacois:

                 La lindísima glorieta en que está colocada la hermosa fuente principal, está  cuidadosamente

                      enlosada , cercada de largo y sólidos asientos de piedra, defendidos por elevados  y copados

                      fresnos, y de preciosos jardines cubiertos algunos de delicadas flores.

                      La fuente propiamente dicha es de fierro  colado, de sumo  gusto, a cuyo  pie se  ven  cuatro

                      tritones tocando en terrible caracol a cuyo sonido obedecen   las aguas:  sobre  la  cabeza  de

                      fabulosos  tritones,  mitad  hombres  y  mitad  pescados,  se deja  ver otra  elegante  taza que

                      recibe el transparente líquido  que vierte una hermosa estatua, desnuda  hasta  medio cuerpo,

                    en cuya cabeza se ostenta un gran racimo de uvas y que representa a una de las Bacantes de

                      la mitología.[18]

 

 

El mundo onírico que visual y literariamente no quisieron trasmitir Casimiro Castro y Niceto de Zamacois, se desvanece en la obra de Almanza, en la que con un toque seguro más realista, registra el grado de desamparo de la glorieta, el suelo sin lozas y la fuente apagada; eran otros tiempos para el histórico paseo.

 

OBSERVACIONES: Estas dos obras, aunque con diferencia de un par de décadas, fueron comentadas juntas porque reprodujeron la misma glorieta, desde diferentes ángulos, que se ubica al centro de la Alameda de la ciudad de México y que ostenta una fuente con una escultura femenina y unos tritones. El hecho de comparar las dos piezas fue interesante, pues una es producto de la gráfica comercial, mientras que la otra se realizó para las exhibiciones periódicas de la Escuela Nacional de Bellas Artes (antigua Academia de San Carlos), ambas clasificadas dentro del rubro del subgénero de paisaje de vistas urbanas.

La litografía de Casimiro Castro, aunque desprendida actualmente, forma parte del Álbum: México y sus alrededores, mientras que el estudio inconcluso de Almanza, como se sugiere en el comentario, estuvo por algunos años en la residencia oficial de los Pinos.



[1] Pedro Gualdi, Monumentos de Mejico, México, Imprenta litográfica de Massé y Decaen, 1841; y El escenario urbano de Pedro Gualdi, 1808-1857, México, Museo Nacional de Arte, 1997.

[2] El alemán Alois Senefelder inventó el procedimiento litográfico en 1789 y patentó su invención  en 1800. El italiano Claudio Linati introduce y funda el primer  taller litográfico en México en 1825. Manuel Toussaint, La litografía en México en el siglo XIX. México, 1934; y ¿La litografía mexicana en el siglo XIX¿ curso de posgrado de Historia del Arte impartido por la doctora María Esther Pérez Salas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2003.

[3] A mediados del siglo XIX, los maestros catalanes contratados por la Academia para su reorganización, Pelegrín Clavé y Manuel Vilar, recomendaron a la directiva la negociación del italiano Eugenio Landesio para impartir la clase independiente de pintura de paisaje. Landesio llegó a México en 1855 y a partir de entonces el género en la Academia alcanzó su apogeo, tanto por su número y calidad, como por su representatividad simbólica. Angélica Velásquez Guadarrama, ¿La pintura Mexicana del siglo XIX¿ en La colección pictórica del Banco Nacional de México. México, Fomento Cultural Banamex, 1992: p.133.

[4] Manuel Romero de Terreros recopiló los catálogos de las exposiciones en la Academia de San Carlos, a veces bienales y a veces irregulares, y los publicó, para beneplácito de los investigadores del arte mexicano del siglo XIX. Manuel Romero de Terreros, Catálogo de las Exposiciones de la Antigua Academia de San Carlos de México (1850-1898), México,  UNAM-IIE, 1963.

[5] María Teresa Espinosa, ¿Biografías. Casimiro Castro¿ en  Paisaje y otros paisajes mexicanos del siglo XIX en la colección del Museo Soumaya. México, Museo Soumaya, 1998: p. 218.

[6] Casimiro Castro, Juan Campillo, L. Auda, G. Rodríguez y M. Serrano, conformaban el equipo de dibujantes y litógrafos contratados por el taller del francés J. Decaen para ilustrar el México y sus alrededores. Roberto L. Mayer, et. al. Casimiro y su taller, México, Fomento Cultural Banamex, 1996: p. 155-157. En estas páginas podemos ver las gráficas que indican las láminas aparecidas en las distintas ediciones del México y sus alrededores y los artistas que las dibujaron y litografiaron.

[7] México y sus alrededores; colección de vistas, trajes y monumentos.  México, Taller Litográfico de Decaen, 1855-1856.

[8] John Phillips, México Ilustrado, México, reproducción facsimilar de la primera edición (1848) CONDUMEX, 1994; Thomas Egerton, Vistas de México, Londres, 1844; y José N. Iturriaga, Litografía y grabado en el México del siglo XIX,  Tom. 1, México, Telmex, 1993.

[9] Eduardo Báez, ¿Eugenio Landesio y la enseñanza de la pintura de paisaje en México¿ en Historia del Arte Mexicano. México, SALVAT, 1982.

[10] Ejemplos de notables paisajes académicos de temas urbanos realizados por el precursor Landesio, sus discípulos y los discípulos de Velasco, son: Landesio, El puente de Chimalistac, 1855; José Jiménez, Interior del Colegio de Infantes de la Catedral, 1857; Luis Coto, Molino del Rey, 1858, La iglesia de la Romita, 1857, El Canal de Santa Anita, El tren de la Villa de Guadalupe; José María Velasco, Patio del ex convento de San Agustín, 1861, La Alameda de México, 1866, Vista de la parte destruida del Templo de San Bernardo, 1861, El cabrío de San Ángel, 1863; Carlos Rivera, El Bosque de Chapultepec, 1881; y Cleofas Almanza, Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, 1885, entre muchos otros.

[11] Fausto Ramírez, ¿Cleofas Almanza: Tempestad en los llanos de Aragón¿ en  Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Pintura. Siglo XIX. Tomo 1.México-INBA/MUNAL, 2002: p. 62

[12] Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del Archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, México, UNAM-IIE, 1998: p. 59-60.

[13]  Manuel Romero de Terreros, Op. cit: p. 568.

[14] Angélica Velázquez Guadarrama, ¿El Paseo¿ en Pintura y vida cotidiana en México 1650-1950, México, Fomento Cultural Banamex, 1999. p. 177-178.

[15] Manuel Rivera  Cambas, ¿La Alameda¿ en México pintoresco, artístico y monumental, T.1, México, Editorial del Valle de México, s/f. p. 233-237.

[16] ¿El Paseo de la Viga¿ en México y sus alrededores; colección de monumentos, trajes y paisajes, México, establecimiento litográfico de Decaen, editor, 1856.

[17] Ángeles González Gamio, El 400 cumpleaños de la Alameda Central, México, 1992: p. 27.

 

[18] ¿Interior de la Alameda¿ en México y sus alrededores. Facsimilar de la segunda edición (1864). México, Inversora Bursátil, 1989.

 


Descripción

Vista de la glorieta principal de la Alameda de la capital mexicana, es una obra que se antoja incompleta, pues el terraplén, el cielo, el colorido y otros elementos, parecieran estar bosquejados al realizar un estudio preparatorio del natural, sin la conclusión detallada en el taller como era costumbre entre los paisajistas del siglo XIX en base al método de enseñanza de la ejecución de la pintura de paisaje de los profesores Eugenio Landesio[1] y, posteriormente, José María Velasco.

            La plazoleta y las calzadas que se alcanzan a distinguir están despobladas sin ningún tipo de animación, la fuente está apagada y se observa en el remate el costado derecho de una de las Bacantes de la mitología. La escultura fue colocada en 1853 con su frente mirando al sur, por lo que el ángulo de la vista toma el oriente del paseo, asomando, apenas visible, entre la barrera de ahuehuetes (sabino mexicano), una sección del convento de Santa Isabel, el cual desde la política reformista de Juárez, dejó de albergar a las monjas de la orden de Santa Clara[2] para convertirse en fábrica y bodegas. El destino de este convento le deparó el ser arrasado por completo en 1900 y en su lugar edificar el nuevo Teatro Nacional (Palacio de las Bellas Artes).


[1] El profesor Landesio dejó por escrito su concepción del arte y, en particular, de la práctica de la pintura de paisaje, en las obras: Cimientos del artista dibujante y pintor (1866), La pintura general o de paisaje y la perspectiva en la Academia Nacional de San Carlos [(1867) y Escursión [sic] a la caverna de Cacahuamilpa y ascensión al cráter del Popocatépetl (1868). Veáse Xavier Moyssén, ¿Eugenio Landesio teórico y crítico de arte¿ en Anales del Instituto de Inv. Estéticas. Núm. 32. UNAM-IIE, 1963: p. 69-91; y Fausto Ramírez, ¿La pintura de paisaje; en las concepciones y en las enseñanzas de Eugenio Landesio¿ en Memoria. Núm. 4. Revista del Museo Nacional de Arte, 1992.

[2] Los conventos de Santa Clara en Tacuba y el de Santa Isabel, frente al lado oriente de la Alameda, albergaban a las monjas clarisas, una rama de la Orden de los Franciscanos. Josefina Curiel, Los conventos de monjas de la Nueva España. México, UNAM, 1994.


Archivo del Departamento de Documentación del Acervo. Víctor T. Rodríguez Rangel

La reproducción artística de los espacios públicos más atractivos de la ciudad de México y sus alrededores, con un estilo verista en el trazo de la arquitectura; evocativo, costumbrista y moderno, tuvo en el siglo XIX su auge. Cabe destacar como precursor en México de este género al italiano Pedro Gualdi, pintor y dibujante de la ciudad quien llegara al país como escenográfo de una compañía italiana de opera[1]. La proliferación del subgénero de paisaje de vistas urbanas e interiores, lo mismo se dio en el terreno del dibujo para la gráfica comercial ilustrando en serie álbumes y revistas bajo el sofisticado proceso de impresión litográfica[2], que como tema artístico de la novedosa cátedra independiente de paisaje en el ámbito culto-intelectual de las exposiciones bienales de la Escuela Nacional de San Carlos (Antigua Academia de San Carlos)[3].

            El par de expresiones estéticas aquí comentadas ejemplifican los dos rubros acabados de señalar y cada una de ellas estaban orientadas a distintos consumidores. Las litografías producidas en serie llegaban a un amplio y diverso público -vehículo de divulgación de la imagen a diversos sectores de la población-, mientras que en el contexto de lo académico, la pintura era sólo una y era admirada por un cierto sector social, en general alto, que se daba cita en los salones dispuestos para los certámenes periódicos de la institución[4]. Sin embargo, las dos producciones, con diferencia de veintiséis años, captaron la fuente central de la Alameda de México: la de Castro, con un sentido más romántico avivando su vista con todos estos personajes tan pintorescos, mientras que la de Almanza fue solucionada con una fría severidad y nula animación.

                Las pinturas y dibujos de vistas reprodujeron las plazas, los monumentos, las calles, los palacios y los paseos. Estas dos obras son comentadas juntas precisamente porque ambas representan el mismo sitio de recreo, y el mismo punto estratégico, la glorieta ubicada al centro de la Alameda.

            Casimiro Castro, uno de los más grandes dibujantes y litógrafos mexicanos del siglo XIX, ¿artes en las que lo introdujo su maestro Pedro Gualdi¿[5], penetró en las entrañas del parque y trazo una bucólica escena técnicamente detallada y llena de nostalgia ¿muy del gusto evocativo de la vertiente romántica, que como corriente artística, predominaba en todo el orbe occidental a mediados del siglo XIX. Su compañero, Juan Campillo, miembro del equipo artístico conformado por el editor Decaen[6], litografío la obra para su producción y de ahí a ilustrar en serie la más increíble publicación gráfico-literaria mexicana de la década del cincuenta del siglo XIX cuyo nivel artístico habría de dejar huella: México y sus alrededores[7]. Monumental trabajo publicado para entregas a los suscriptores, como era costumbre, por la impresora litográfica de Decaen, editor, en los años de 1855 y 1856, y reeditado varias veces, con nuevas láminas, en los años de 1864, 1874 y 1878.  Todas las ediciones contienen textos descriptivos a las vistas, obras de los más connotados literatos de su tiempo.

            Para mediados del siglo XIX, la gráfica iba un paso adelante tanto en cantidad como en calidad en la representación de escenas urbanas de la capital. En revistas misceláneas y en álbumes como los de Pedro Gualdi, John Phillips, Thomas Egerton[8] y los ilustrados por Casimiro Castro y sus compañeros, se divulgaba la imagen de la ciudad y se resaltaba la apreciación artística e histórica del espacio habitado, lo mismo las calles más entrañables, que iglesias, palacios, paseos, parques, fuentes y plazas. En pocas palabras, el sentido de identidad espacial, que a la vez es el testimonio en el entorno del legado de otras épocas pasadas.

La llegada de Eugenio Landesio a la Academia Nacional de San Carlos y la consecuente apertura de su cátedra de perspectiva, paisaje y ornato[9], pronto dio buenos resultados en el terreno de realizar magnificas pinturas del paisaje urbano y de sus pintorescos alrededores. Almanza es parte de este resultado, que inició con las obras producidas por el mismo Landesio, las de sus discípulos como Luis Coto, José Jiménez y José María Velasco, entre otros, así como las de los formados en la Academia por Velasco: una nueva generación con Carlos Rivera, Adolfo Tenorio y el propio Cleofas Almanza[10].

Almanza nació en 1850 en San Luis Potosí y ¿venía estudiado en la Escuela Nacional de Bellas Artes desde 1879¿[11]. Su inclinación fue por el paisaje y José María Velasco, el profesor, rápidamente se dio a la tarea de pulir los dotes plásticos del joven. En 1881 solicitó que se le concediera la pensión en el ramo de pintura de paisaje, y aunque se argumentó que carecía del oído, en enero de 1882 se la otorgaron[12], pudiendo dedicarse por completo a su disciplina.

Luego de la vigésima exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes (Antigua Academia de San Carlos) de 1881, tuvieron que pasar cinco años para que se realizara la siguiente. Almanza en este lapso ejecutó una considerable cantidad de obras, entre ellas la aquí comentada, Glorieta principal de la Alameda, 1882.

El potosino concurrió a la vigésimo primera exposición de obras de bellas artes de la ENBA, abierta el 8 de diciembre de 1886, con un extenso lote de pinturas que comprendían quince, entre composiciones originales, cuadros de concurso y estudios del natural[13]. Por lo que la Alameda, por sus características y formato, formó parte del tercer tipo; de las obras utilizadas para los primeros apuntes de una visión paisajista registrada ante el modelo, no sabemos si, basado Almanza en esta vista, realizó posteriormente una obra más acabada, con personajes y detalles.

El estudio de la Alameda de Almanza, en su purismo académico, parece registrar un espacio sin alma, poco acogedor e inmerso en una ciudad fantasma. Los mismos árboles no son tan imponentes y protectores como sí lo son en la obra de Casimiro, quien entiende que el gusto del paseo es precisamente los andantes, que en su crisol fisonómico, se encuentra la esencia misma de lo pintoresco; de la escena costumbrista popular: el romanticismo puro en contraposición con el academicismo de Almanza en un tiempo finisecular en que la pintura de paisaje ¿naturalista¿ y de un medio ambiente amable, inicia su detrimento como modalidad.

Es Castro entonces quien capta la función de sosiego para la población del paseo de la Alameda, el cual no era el único. La ciudad de México en el siglo XIX contaba con múltiples espacios al aire libre para el esparcimiento y la recreación. Estos sitios de distracción eran generalmente frecuentados los domingos y durante las fiestas religiosas y civiles, registrando un aumento considerable de sus visitantes en el verano, cuando el generoso clima permitía el deleite de los paseos a la intemperie y siempre acompañados de jolgorios y música.

            Los paseos preferidos por los habitantes de la ciudad eran el de de Bucareli, el  del Canal de Santa Anita (o de La Viga), el de San Agustín de las Cuevas, el de Las Cadenas y, el que nos compete, el de La Alameda; para la segunda mitad de esa centuria, se popularizan otros como el del Emperador (Paseo de la Reforma) y el del Bosque de Chapultepec.

            El concurrir a los paseos significaba un desahogue social y un sitio de interacción entre los pobladores capitalinos; permitía el descanso de las fatigas que producía el trabajo e invitaba a la galantería, a la exhibición de las indumentarias y de las riquezas, al consumo de dulces, nieves, frituras y bebidas y al parloteo de las novedades o chismes del momento.

            Las distintas clases sociales tenían sus preferencias, por ejemplo, el Paseo de Santa Anita era generalmente frecuentado por las clases bajas, mientras que el Paseo de Bucareli lo hacían las clases altas y medias[14].

            Estos paseos surgieron en distintas épocas, respondiendo a las necesidades urbanas y sociales de su tiempo y, como todo, vivieron su auge y su decadencia. El paseo más antiguo de la ciudad, el de La Alameda, nace posterior a la conquista. Fue con el Virrey Don Luis de Velasco II en las postrimerías del siglo XVII con quien se empezó a trazar este paseo, adornado con una fuente y plantado de álamos; se cerró con una barda y se adaptó una acequia que lo limitó[15]. El ingreso a este espacio sólo estaba permitido a lo más granado y nobiliario de la sociedad novohispana. Paralelo a La Alameda, el paseo por el Canal de Santa Anita hasta el pueblo de Iztacalco surgió como una opción para los sectores mestizos, castas e indios. Este era una añoranza del pasado canalero, chinampero y trajinero del valle[16].

 

            Para mediados del siglo XIX las rejas de la Alameda estaban abiertas para toda la población. Desde finales del siglo XVIII duplicó su tamaño al ser incorporadas las plazuelas laterales por disposición del virrey marqués de Croix y se incorporaron nuevas fuentes con grupos escultóricos inspirados por la mitología grecolatina[17].

            La fuente central, presente en las dos vistas comentadas, posee una Venus -identificada como una Bacante en otras referencias-, obra de Sauvageau y que sustituyó en 1853 a una estatua de Glauco. Casimiro Castro reprodujo ese espacio sólo un par de años después de que acababa de ser remodelado y cambiada la fuente. Así la describe Niceto de Zamacois:

                 La lindísima glorieta en que está colocada la hermosa fuente principal, está  cuidadosamente

                      enlosada , cercada de largo y sólidos asientos de piedra, defendidos por elevados  y copados

                      fresnos, y de preciosos jardines cubiertos algunos de delicadas flores.

                      La fuente propiamente dicha es de fierro  colado, de sumo  gusto, a cuyo  pie se  ven  cuatro

                      tritones tocando en terrible caracol a cuyo sonido obedecen   las aguas:  sobre  la  cabeza  de

                      fabulosos  tritones,  mitad  hombres  y  mitad  pescados,  se deja  ver otra  elegante  taza que

                      recibe el transparente líquido  que vierte una hermosa estatua, desnuda  hasta  medio cuerpo,

                    en cuya cabeza se ostenta un gran racimo de uvas y que representa a una de las Bacantes de

                      la mitología.[18]

 

 

El mundo onírico que visual y literariamente no quisieron trasmitir Casimiro Castro y Niceto de Zamacois, se desvanece en la obra de Almanza, en la que con un toque seguro más realista, registra el grado de desamparo de la glorieta, el suelo sin lozas y la fuente apagada; eran otros tiempos para el histórico paseo.

 

OBSERVACIONES: Estas dos obras, aunque con diferencia de un par de décadas, fueron comentadas juntas porque reprodujeron la misma glorieta, desde diferentes ángulos, que se ubica al centro de la Alameda de la ciudad de México y que ostenta una fuente con una escultura femenina y unos tritones. El hecho de comparar las dos piezas fue interesante, pues una es producto de la gráfica comercial, mientras que la otra se realizó para las exhibiciones periódicas de la Escuela Nacional de Bellas Artes (antigua Academia de San Carlos), ambas clasificadas dentro del rubro del subgénero de paisaje de vistas urbanas.

La litografía de Casimiro Castro, aunque desprendida actualmente, forma parte del Álbum: México y sus alrededores, mientras que el estudio inconcluso de Almanza, como se sugiere en el comentario, estuvo por algunos años en la residencia oficial de los Pinos.



[1] Pedro Gualdi, Monumentos de Mejico, México, Imprenta litográfica de Massé y Decaen, 1841; y El escenario urbano de Pedro Gualdi, 1808-1857, México, Museo Nacional de Arte, 1997.

[2] El alemán Alois Senefelder inventó el procedimiento litográfico en 1789 y patentó su invención  en 1800. El italiano Claudio Linati introduce y funda el primer  taller litográfico en México en 1825. Manuel Toussaint, La litografía en México en el siglo XIX. México, 1934; y ¿La litografía mexicana en el siglo XIX¿ curso de posgrado de Historia del Arte impartido por la doctora María Esther Pérez Salas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2003.

[3] A mediados del siglo XIX, los maestros catalanes contratados por la Academia para su reorganización, Pelegrín Clavé y Manuel Vilar, recomendaron a la directiva la negociación del italiano Eugenio Landesio para impartir la clase independiente de pintura de paisaje. Landesio llegó a México en 1855 y a partir de entonces el género en la Academia alcanzó su apogeo, tanto por su número y calidad, como por su representatividad simbólica. Angélica Velásquez Guadarrama, ¿La pintura Mexicana del siglo XIX¿ en La colección pictórica del Banco Nacional de México. México, Fomento Cultural Banamex, 1992: p.133.

[4] Manuel Romero de Terreros recopiló los catálogos de las exposiciones en la Academia de San Carlos, a veces bienales y a veces irregulares, y los publicó, para beneplácito de los investigadores del arte mexicano del siglo XIX. Manuel Romero de Terreros, Catálogo de las Exposiciones de la Antigua Academia de San Carlos de México (1850-1898), México,  UNAM-IIE, 1963.

[5] María Teresa Espinosa, ¿Biografías. Casimiro Castro¿ en  Paisaje y otros paisajes mexicanos del siglo XIX en la colección del Museo Soumaya. México, Museo Soumaya, 1998: p. 218.

[6] Casimiro Castro, Juan Campillo, L. Auda, G. Rodríguez y M. Serrano, conformaban el equipo de dibujantes y litógrafos contratados por el taller del francés J. Decaen para ilustrar el México y sus alrededores. Roberto L. Mayer, et. al. Casimiro y su taller, México, Fomento Cultural Banamex, 1996: p. 155-157. En estas páginas podemos ver las gráficas que indican las láminas aparecidas en las distintas ediciones del México y sus alrededores y los artistas que las dibujaron y litografiaron.

[7] México y sus alrededores; colección de vistas, trajes y monumentos.  México, Taller Litográfico de Decaen, 1855-1856.

[8] John Phillips, México Ilustrado, México, reproducción facsimilar de la primera edición (1848) CONDUMEX, 1994; Thomas Egerton, Vistas de México, Londres, 1844; y José N. Iturriaga, Litografía y grabado en el México del siglo XIX,  Tom. 1, México, Telmex, 1993.

[9] Eduardo Báez, ¿Eugenio Landesio y la enseñanza de la pintura de paisaje en México¿ en Historia del Arte Mexicano. México, SALVAT, 1982.

[10] Ejemplos de notables paisajes académicos de temas urbanos realizados por el precursor Landesio, sus discípulos y los discípulos de Velasco, son: Landesio, El puente de Chimalistac, 1855; José Jiménez, Interior del Colegio de Infantes de la Catedral, 1857; Luis Coto, Molino del Rey, 1858, La iglesia de la Romita, 1857, El Canal de Santa Anita, El tren de la Villa de Guadalupe; José María Velasco, Patio del ex convento de San Agustín, 1861, La Alameda de México, 1866, Vista de la parte destruida del Templo de San Bernardo, 1861, El cabrío de San Ángel, 1863; Carlos Rivera, El Bosque de Chapultepec, 1881; y Cleofas Almanza, Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, 1885, entre muchos otros.

[11] Fausto Ramírez, ¿Cleofas Almanza: Tempestad en los llanos de Aragón¿ en  Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Pintura. Siglo XIX. Tomo 1.México-INBA/MUNAL, 2002: p. 62

[12] Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del Archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, México, UNAM-IIE, 1998: p. 59-60.

[13]  Manuel Romero de Terreros, Op. cit: p. 568.

[14] Angélica Velázquez Guadarrama, ¿El Paseo¿ en Pintura y vida cotidiana en México 1650-1950, México, Fomento Cultural Banamex, 1999. p. 177-178.

[15] Manuel Rivera  Cambas, ¿La Alameda¿ en México pintoresco, artístico y monumental, T.1, México, Editorial del Valle de México, s/f. p. 233-237.

[16] ¿El Paseo de la Viga¿ en México y sus alrededores; colección de monumentos, trajes y paisajes, México, establecimiento litográfico de Decaen, editor, 1856.

[17] Ángeles González Gamio, El 400 cumpleaños de la Alameda Central, México, 1992: p. 27.

 

[18] ¿Interior de la Alameda¿ en México y sus alrededores. Facsimilar de la segunda edición (1864). México, Inversora Bursátil, 1989.