Museo Nacional de Arte

El suplicio de Cuauhtémoc




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El suplicio de Cuauhtémoc

El suplicio de Cuauhtémoc

Artista: LEANDRO IZAGUIRRE   (1867 - 1941)

Fecha: 1893
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Descripción

Interior de una habitación, abierta a un patio por el extremo izquierdo. Es en Coyoacán, año 1521, a pocos días de la rendición deTenochtitlan. Al centro, la figura sedente de Cuauhtémoc, atado a unas piedras labradas con antiguos jeroglíficos, extiende imperturbable sus pies hacia las llamas que suben de un brasero. Su actitud contrasta con la de otro noble indígena sometido a idéntico tormento, Tetlepanquetzal, señor de Tlacopan, quien retrae sus pies del fuego que los quema y retuerce su cuerpo con una expresión de dolor intenso, mientras su primo Cuauhtémoc gira la cabeza para reprenderlo de gesto y de palabra: "¿Estoy acaso en un deleite o baño?" De pie, ante ellos, está Julián de Alderete, el tesorero de la Corona, quien concibió la idea de someter al tlatoani a semejante suplicio para forzarlo a revelar el sitio donde presuntamente había escondido los tesoros del Anáhuac; viste jubón entallado y gregüescos. Más atrás, y hacia la derecha, vigilan la escena dos alabarderos y un soldado; éste, rodilla en tierra, al lado de otro brasero encendido y un botellón (acaso lleno del aceite que aplicó a los pies de las víctimas), debe de figurar al verdugo. Del lado contrario, se ven apiladas en el suelo las vestiduras reales de que han sido despojados los señores indígenas; sobre ellas, dos colpilli (coronas), dos ajorcas de oro y dos pares de suntuosos cacles o sandalias. Atrás, parados en el umbral de la puerta, ven hacia el interior un alabardero, dos soldados con armadura y un hombre con vestido civil.

Comentario

Dos géneros de asuntos solían tener los cuadros que principalmente representaron a México y al arte nacional en las exposiciones internacionales de los años ochenta y noventa: el paisaje (cuyo practicante más caracterizado era Velasco) y la historia prehispánica y de la conquista. La selección no era casual: la pintura de paisaje mostraba la amplitud majestuosa y la variedad climática, étnica y cultural del país; la riqueza de su pasado histórico, evidente en los vestigios de sus antiguos monumentos, así como los esfuerzos del Estado por incorporarlo a la modernidad, por medio del ferrocarril, por ejemplo; y, mediante el carácter simbólico con que la imagen del valle de México quedó investida, la constatación de que la centralización política y administrativa del país empezaba a convertirse en una realidad. Por su parte, la pintura histórica estaba entonces en su apogeo, cual correspondía a la consolidación definitiva del Estado mexicano y a la voluntad de promover una imagen afirmativa y heroica del pasado nacional, mediante la representación de aquellos episodios y personajes, dotados de una densidad mitica, que contribuían a construir un sentimiento de identidad colectivo. Como advierte Tomás Pérez Vejo, "el Estado utilizará la pintura de historia como un sistema de coerción ideológica que le permitirá crear consenso social en torno a la existencia de una nación que legitima el ejercicio del poder estatal sobre el conjunto del territorio nacional".

La presente tela, de dimensiones murales, fue pintada para ser remitida a la Exposición Universal Colombina de Chicago, que tuvo lugar en 1893. Para hacerle pareja, Joaquín Ramírez (hijo) ejecutó otro lienzo monumental, Rendición de Cuauhtémoc a Hernán Cortés (hoy en Palacio Nacional). Ambas composiciones fueron pintadas bajo la supervisión del maestro José Salomé Pina en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Una y otra se complementaban no sólo en cuanto a su formato monumental sino por su asunto, al referirse a los trágicos acontecimientos que marcaron el final del "imperio" azteca. Este episodio histórico era relativamente bien conocido en los círculos ilustrados de fuera del país merced a los difundidos relatos de la conquista de México que alcanzaron amplia popularidad, como fue, para el ámbito estadounidense, la de William H. Prescott (1843).

Una tercera tela de dimensiones murales parece haber establecido un juego dialéctico con las de Izaguirre y Ramírez, en la exposición de Chicago, por las sugestivas semejanzas y contrastes que sus asuntos ofrecían: El general Bravo perdonando a los prisioneros españoles, después de recibir la carta en que le informan que su padre había sido asesinado por los españoles, que Natal Pesado ejecutara en 1892 por encargo del gobierno veracruzano (hoy en Palacio Nacional). En ambos casos se trataba de enaltecer el temple moral de dos héroes mexicanos, su capacidad de abnegación y de sobrehumano vencimiento de los propios dolores, pasiones y rencores; y de contrastar sus acciones virtuosas con los atropellos y atrocidades de los españoles.

  Ya el episodio de la rendición de Cuauhtémoc ofrece la imagen heroica del caudillo que, al reconocerse incapaz de seguir resistiendo el embate de los enemigos invasores, le ruega a Cortés que lo mate con su puñal, pues prefiere la muerte a la deshonra de ver sucumbir a su patria. Admirado de su valor, el conquistador le ofrece a Cuauhtémoc respetarle la vida y su dignidad jerárquica. No por azar el episodio complementario, el del tormento infligido al monarca derrotado, entraña una contradicción flagrante con las promesas hechas por Cortés, y ha constituido una de las manchas más tenaces que empañan la fama que éste mereciera, una cuestión que la historiografía de la Conquista ha venido planteando, desde Bernal Díaz del Castillo hasta los recuentos decimonónicos. En particular, dentro del contexto generalizado de hispanofobia que se difundió al calor de las guerras de Independencia y que acompañaría el proceso de construcción de la identidad nacional durante la mayor parte del siglo XIX, la confrontación entre "el resplandor del héroe" y "la bajeza del aventurero", como lo expresaría Ignacio M. Altamirano, se convertiría en un tópico insoslayable.

 Hasta donde llevo visto, y por razones obvias, el episodio del tormento no fue representado durante la época virreinal; las series que ilustran el desarrollo de la conquista de México suelen concluir con la escena que representa el prendimiento de Cuauhtémoc, con toda su familia, en la laguna de México (como puede constatarse en las magnificas estampas que adornan la edición de la más popular de todas las crónicas de este acontecimiento, la Historia de la conquista de México, de Antonio de Solís, impresa por Antonio de Sancha en Madrid, 1783-1784, con grabados de Juan Moreno Tejada y Fernando Selma, sobre dibujos de José Ximeno y otros).

La escena del suplicio de Cuauhtémoc es, pues, una invención gráfica del siglo de la Independencia. Al parecer, su primera formulación apareció en el volumen de ilustraciones añadido, con pie de imprenta de 1846, a la edición que Ignacio Cumplido sacó, en 1844, de una de las dos versiones al castellano de la Historia de la conquista de México, de Prescott, publicadas ese mismo año. Se trata de una litografía anónima, de formato mínimo, titulada "Sacrificio de Guatimotzin". Resulta interesante seguir la evolución en el tratamiento del tema, desde esta primera, sencilla versión, pasando por la de Primitivo Miranda y Hesiquio Iriarte, ("Cuauthimoc" [sic] para El libro rojo. 1520-1867, de Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, 1870), hasta llegar a la composición, monumental y heroica, de Izaguirre. La comparación permite advertir la progresiva exaltación que fue cobrando la figura del último tlatoani a lo largo del siglo XIX y la correlativa monumentalización compositiva que su representación plástica fue requiriendo.

  En el caso de Izaguirre, es probable la asimilación modélica del suplicio del héroe mexicano con el de los mártires cristianos que tanto abundan en los cuadros de la época barroca y, en particular, con las representaciones de san Lorenzo tendido sobre la parrilla (por ejemplo, El martirio de san Lorenzo [Munal, inv. 3116] de José Juárez, que pudo ver en las galerías de la Escuela Nacional de Bellas Artes). También es posible que el joven pintor conociera las meticulosas composiciones históricas de la moderna escuela española (Eduardo Rosales, Antonio Gisbert, Francisco Pradilla, etc.), muy reproducidas en revistas de amplia circulación como La Ilustración Española y Americana.

Pero, sin duda, el precedente de mayor influencia sobre la composición de Izaguirre fue el relieve con el mismo asunto que ejecutara el talentoso escultor Gabriel Guerra, varios años atrás, para decorar el basamento del Monumento a Cuauhtémoc, diseñado por el ingeniero Francisco M. Jiménez, con esculturas de Miguel Noreña, Epitacio Calvo y Guerra, e inaugurado el 21 de agosto de 1887. No es casual que el tema escogido para el relieve complementario, realizado por Noreña, que sirve de ornato simbólico a este monumento haya sido el de Cuauhtémoc llevado prisionero ante Cortés, el mismo asunto del gran cuadro pintado por Joaquín Ramírez para que acompañase al de Izaguirre en la exposición de Chicago. De nuevo la consabida confrontación, en el doble sentido militar y ético.

Ambas composiciones, la de Guerra y la de Izaguirre, comparten un gran formato apaisado, apto de acoger a un buen número de figuras. La del heroico tlatoani se ubica, en ambos casos, en la mitad izquierda, quedando reservado el lado derecho para la figura del infeliz

Tetlepanquetzal y para la del verdugo. La semejanza de la postura enaltecedora de Cuauhtémoc, impávido en el lecho del tormento a la manera de los antiguos mártires y negándose a retirar los pies del insoportable ardor de las llamas, es igualmente notoria. También es análoga, por contraste, la actitud encogida y lastimera adoptada por su compañero de infortunio. Pero mientras que en Guerra los dos lechos están colocados en una secuencia paralela, ciñéndose a las exigencias espaciales del relieve, en la pintura los dos pétreos asientos están dispuestos en ángulo, con lo cual varía también la posición de Tetlepanquetzal, ahora visto de tres cuartos a la izquierda, lo que contribuye a subrayar la diferencia de su actitud y su semblante con los de su valeroso pariente y amigo. Otra diferencia importante entre las dos composiciones es el lugar asignado al tesorero real, Alderete: en la de Guerra, éste se sitúa junto al banco en que yace Cuauhtemoc, inclinando la cabeza para espiar "el movimiento de sus labios como si de ellos fuera a escaparse la confesión sobre los codiciados tesoros", según lo describió V. Reyes; en la de Izaguirre, en cambio, se halla de pie, frente a Cuauhtemoc, con el brazo izquierdo puesto en jarra, para expresar la cruel indiferencia con que ha dispuesto el aparato del suplicio y contempla su ejecución; con lo cual, luce más la energía, fortaleza y dignidad demostrada por aquél.

  Semejante estoicismo le valió al joven monarca ser parangonado con otros héroes de la antigüedad clásica, igualmente sometidos a tormento por amor a la patria, como Mucio Scévola, así como su inquebrantable determinación a defender hasta la muerte la ciudad de Tenochtitlan contra el prolongado asedio de la escuadra y las tropas españolas sugirió la comparación con otros aguerridos defensores de sitios célebres, por ejemplo, los antiguos numantinos y los modernos habitantes de Zaragoza, o bien con Leónidas y sus 300 compañeros espartanos, quienes se enfrentaron a las tropas persas para impedirles el paso de las Termopilas, y murieron con honor en el empeño.

  Estas comparaciones servían para elevar a una altura extraordinaria el comportamiento del último tlatoani, con quien el poderío de los aztecas se extinguió, y para situar la historia de la conquista en el plano de la historia universal. Entre los comentarios vertidos por la intelectualidad liberal, en ocasión de la inauguración del Monumento a Cuauhtémoc, conviene traer a colación lo dicho por José María Vigil: La gloria de Cuauhtémoc vive y vivirá siempre, sin que el curso de los siglos pueda empañarla, porque ella significa la más pura y noble expresión del género humano: la lucha por la patria, el sacrificio por la justicia. Cuauhtémoc es una figura histórica que pertenece al mundo, porque será siempre un ejemplo que enseñará a los pueblos cuán preferible es la muerte a la esclavitud.

Una última identificación metafórica, hecha en el ardor retórico de aquella fecha inaugural, nos ayuda a recobrar algunas claves fundamentales para la lectura que entonces se hacía de la figura del último caudillo mexica, y de su íntima relación con la historia presente y con el correlativo discurso del Estado. Se trata del pasaje conclusivo del "discurso oficial" pronunciado por Alfredo Chavero en aquella oportunidad, específicamente dirigido a Porfirio Díaz.

Es palmaria la relevancia de la figura de Cuauhtémoc para la imagen, prestigiosa y legitimante, que el Estado mexicano quería proyectar, no sólo en este gran monumento erigido en la espaciosa calzada que iba a convertirse en la columna vertebradora de la expansión de la capital mexicana hacia las amenas zonas del poniente, sino también en un "escaparate" internacional tan notorio como la Exposición Colombina de Chicago. Aquí resulta patente la eficacia persuasiva del uso oficial de la historia en imágenes como un recurso de primer orden en el "proceso de construcción, de invención de la nación como mito identificador de la modernidad".

  No debe de sorprendernos, pues, la monumentalidad retórica con que fueron concebidas estas interpretaciones pictóricas, destinadas a impresionar por su dramatismo y espectacularidad. Domina, en la versión pintada por Izaguirre, una severa concepción teatral de las poses de los personajes y de su implantación en toda la amplitud del espacio pictórico. Aunque la ambientación no concuerda con algunos relatos (se supone que la escena del tormento tuvo lugar en el patio de una casa en Coyoacán, tal como la representó Primitivo Miranda), sí contribuye a la mayor "elevación" e idealización del asunto figurado. Por otra parte, la propiedad de la vestimenta de los personajes y de los accesorios está mejor documentada que en los cuadros de tema histórico-nacional de las décadas anteriores (José Obregón, Rodrigo Gutiérrez), como resultado de la proliferación de estudios históricos publicados en el mediodía del porfiriato y la ampliación consecuente de los repertorios visuales disponibles. Pero no dejó de suscitar algunos comentarios maliciosos, pero certeros, como se verá más adelante.

  Por lo que hace a fuentes escritas, en donde nuestro pintor pudo documentarse, cabe mencionar algunos de los recuentos más importantes del episodio del tormento de Cuauhtémoc publicados a lo largo del siglo XIX, por ejemplo, en la ya mencionada Historia de la conquista, de Prescott (i 843; traducida al castellano y publicada en 1844); el de Manuel Payno en El libro rojo, ornado con una estampa de Miranda e Iriarte (1870), y el de Eduardo L. Gallo en el primer tomo de Hombres ilustres mexicanos, con una litografía dibujada por Petronilo Monroy y estampada por Santiago Hernández (1873); también los incorporados a los entonces relativamente recientes textos panorámicos de Manuel Orozco y Berra (Historia antigua y de la conquista de México, 1880-1881) y de Vicente Riva Palacio (al inicio del segundo tomo, El Virreinato, de México a través de los siglos, 1887-1 889). Me inclino a pensar que, de estas fuentes decimonónicas, la que más datos y sugerencias pudo aportarle al pintor fue el relato de Payno, rico en pormenores descriptivos; todas las demás son en extremo concisas.

El cuadro de Izaguirre figuró en la vigesimotercera exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes, que tuvo lugar en enero de 1899. Tuvo una aceptable recepción crítica, aunque los comentaristas se apresuraron a reprocharle defectos. Hay detalles en este cuadro muy inspirados y bien hechos, en lo general es de aliento y revela firmeza de factura, y su entonación no nos disgusta: hallárnosle alguna analogía con la manera de ver de Benedito.

En esta comparación con Manuel Benedito, se aprecia lo antes dicho acerca de la posible familiaridad de Izaguirre con la pintura española contemporánea.19 Por otra parte, el buen aprecio que en general se le dio a la "entonación" del cuadro, debe de entenderse en relación con la crítica generalizada que se hacía a los discípulos académicos de Pina, por la monotonía y grisura de su paleta. Por su parte, Juan N. Cordero, aun cuando también encomiaba algunos detalles de color que hasta cierto punto remediaban dicha monotonía, fue más puntual en el señalamiento de las deficiencias que él percibía.

No le faltaba algo de razón a Cordero por lo que toca a la impropiedad de las piedras adornadas con relieves como soporte de las víctimas; sin duda, Izaguirre incorporó este detalle en función de una más sugestiva ambientación "arqueológica", habida cuenta que el cuadro estaba destinado a figurar en una exposición de carácter internacional, si bien es verdad que no estuvo muy atinado en su elección. Por lo demás, la crítica de Cordero es exageradamente puntillosa en cuestiones de dibujo, y peca de subjetiva e injusta en lo relativo a la expresión de los sentimientos que invaden a los personajes.

 La más positiva de las reseñas del cuadro se le debe a G. Djalma (seudónimo de José González), quien no dudó en calificarlo de "soberbio": "Aquí todo es majestuoso e imponente; el asunto, los personajes, la composición." Luego de describir el asunto y el momento representado, puntualiza acerca de la expresión que el artista logró imprimir a Cuauhtemoc.

Como podrá apreciarse, mientras que Sánchez Azcona y Cordero hacían hincapié, de modo un tanto extemporáneo, en el carácter de discípulo avanzado que Izaguirre tenía en el momento de pintar el cuadro, G. Djalma parece haber asumido la condición de "autor" magistral que ya para 1899 debía de reconocérsele al pintor, y bajo esta óptica prestigiosa expresó la alta opinión que el envío de Izaguirre le merecía. En efecto, desde 1892 Izaguirre se venía desempeñando como profesor de la clase diurna de dibujo del yeso en la Escuela Nacional de Bellas Artes. En 1893 se solicita, para él, una pensión con el objeto de poder "perfeccionar" sus estudios en Europa, o al menos que se le concediera la oportunidad de viajar a Chicago, uno o dos meses, en ocasión del envío de sus pinturas a la Exposición Colombina. Ninguna de estas gestiones tuvo éxito, por el momento: habrá que esperar hasta 1902 para que Izaguirre pueda llevar a cabo el tan esperado viaje de estudios a Europa. Pero, en 1896, el artista tuvo la satisfacción de ver reconocidos sus méritos al recibir el honroso encargo de pintar tres alegorías murales para decorar el presidium de la Cámara de Diputados: la Independencia, la Ley y la Paz. Por desgracia, las destruyó el incendio ocurrido el 23 de marzo de 1909, y hoy sólo podemos darnos una idea de ellas mediante grabados y fotos publicados en los periódicos de la época.

  En 1901, el gobierno mexicano autorizó la compra de El suplicio de Cuauhtémoc, para las galerías de la antigua Academia, en 3 000 pesos, una suma entonces muy elevada. Según lo consignó John Hubert Cornyn en 1910, la pintura estaba colocada en la escalera de aquella escuela. El cuadro formó parte del acervo constitutivo del Museo Nacional de Arte.