Museo Nacional de Arte

San Bartolomé




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San Bartolomé

San Bartolomé

Artista: FELIPE SANTIAGO GUTIÉRREZ   (1824 - 1904)

Fecha: s/f
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Descripción

El apóstol Bartolomé aparece representado bajo la figura de un viejo que todavía conserva restos de su antiguo vigor; semidesnudo, contempla un gran cuchillo, terminado en ángulo agudo y con mango de madera, que alza con la mano derecha, mientras que con la izquierda sostiene, a la altura de los genitales, los pliegues de un manto de un color entre pajizo y pardusco, sujeto con un cordel sobre su hombro izquierdo. Debajo del manto se entrevé el blanco cendal que le cubre la mitad inferior del cuerpo. Usa una abundante barba que contrasta, por su blancura, con lo negro del bigote y lo entrecano de sus largos cabellos que, si bien ya escasean sobre la frente, alcanzan a disimularle la creciente calvicie. En el ángulo inferior izquierdo hay una suerte de mesilla pétrea y, sobre ella, un pergamino o papel semienrollado, con algunos caracteres próximo-orientales. La luz está enfocada resueltamente sobre la figura, vista de tres cuartos a la izquierda y hasta la altura de las rodillas, y rodeada por una densa masa de sombras. Contrasta, además, la blancura relativa del torso con la piel atezada de manos y antebrazos, bajo la cual se marcan con nitidez los tendones y las venas.

Comentario

Bartolomé es, entre los integrantes del grupo apostólico, uno de los que tiene una presencia más tenue. Casi ningún dato, aparte de su nombre, nos ofrece sobre él el Nuevo Testamento. Los apócrifos y la tradición relatan que predicó el Evangelio en la India, Mesopotamia y Armenia; aquí fue donde el rey Astiages lo mandó matar, por haber logrado convertir a un gran número de sus vasallos: fue desollado vivo y decapitado en la antigua Albanópolis. La Leyenda áurea lo describe así: "Sus cabellos son negros, su figura blanca, sus ojos grandes, su nariz recta, su barba comienza a platear."

  Un episodio de su biografía apócrifa resulta interesante en relación con el cuadro de Gutiérrez. Según testimonio de san Panteno, cuando éste fue a evangelizar a la India se encontró con algunos indígenas que ya conocían el nombre de Cristo, y quienes le mostraron una copia del Evangelio de san Mateo, escrita en arameo, que había pertenecido a Bartolomé. Acaso el rollo con extraños caracteres que está a la derecha del apóstol, en la composición de Gutiérrez, aluda a esta labor evangelizadora en tierras de Oriente.

  A consecuencia de una larga tradición iconográfica, uno piensa en san Bartolomé en términos de piel: en envoltura corporal y desollamiento. Recordemos la figura del Bartolomé sentado a los pies de Cristo en El Juicio Final, pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, llevando colgada en la mano su piel entera, en cuyo rostro, descarnado y flaccido, el artista parece haber calcado sus propias facciones. O bien, las múltiples versiones que del martirio de san Bartolomé, atado al potro o pendiente de un árbol o de una cruz, pintaron José de Ribera y otros artistas de la época barroca, quienes hallaron un particular deleite en representar el laborioso desprendimiento de la piel y la aparición consecuente de la rojiza masa muscular subyacente. En este sentido, uno suele asociar a Bartolomé con otros despellejados famosos en las artes visuales, como Marsias, sufriendo el castigo decretado por Apolo, con quien se atreviera a competir para mostrar sus pretendidas dotes musicales; o bien, con el célebre modelo del écorché, una figura muy útil para el adiestramiento académico porque permitía el estudio de la articulación muscular y ósea del cuerpo humano.

  Gutiérrez ha evitado la ingrata visión sanguinolenta del desollamiento y se atuvo, más bien, a la tradición de los "apostolados", es decir, las series dedicadas a cada uno de los miembros de la "familia apostólica", representados, ya de cuerpo entero, ya de busto grande o reducido, en actitud de portar o contemplar el instrumento de su martirio. El hecho de ceñirse a una acción mínima, pero sugestiva, confiere a estas composiciones una intensidad singular: predomina en ellas lo reflexivo y emotivo sobre lo argumental. Por otra parte, el recurso a un contraste acentuado de luces y sombras da por resultado que la figura, al adquirir una plasticidad enfática, abulte notoriamente. También llama la atención el hecho de que el pintor se demore en la recreación de las carnes ya devastadas por la edad de este viejo, otrora musculoso (como lo demuestra, por ejemplo, la neta delincación de los pectorales e intercostales), pero en las que comienza a evidenciarse la soltura y flaccidez propias del enjutamiento senil (como lo atestiguan las oleadas de arrugas que rodean las articulaciones de los dedos, el ombligo y el hueco de la axila).

  Por todos los elementos anteriores, se hace palpable la admiración que Gutiérrez profesaba por las obras de José de Ribera, el Españoleto, ya mencionado, y de la que también dejó testimonio en sus escritos. Basta con transcribir aquí su extática reacción ante las pinturas de Ribera que contempló, en noviembre de 1870, en el Museo del Prado de Madrid.

Gutiérrez se puso luego a hacer una copia de este san Jerónimo.5 Por lo demás, lo que vio en el Museo del Prado vino simplemente a confirmarlo en una predilección ya definida dos años antes en Roma. Luego de visitar el Museo Vaticano, en noviembre de 1868, escribió acerca del Españoleto.

  Gutiérrez pintó otro cuadro muy semejante al San Bartolomé, acaso con la intención de que formaran par: se trata de un San Jerónimo, representado también bajo la figura de un viejo semidesnudo, barbado y entrecano, visto de las rodillas para arriba y de tres cuartos, ahora a la derecha. Ase con la diestra una calavera, que descansa sobre el regazo, y se lleva la mano izquierda al pecho, posiblemente en signo de penitencia; sobre una roca colocada al lado derecho está un libro abierto, rematado por un crucifijo rústico. El santo aparece interpretado en su doble aspecto de asceta penitente y estudioso, con arreglo a una larga tradición iconográfica.

  Las dos composiciones comparten rasgos afines en cuanto a iluminación, colorido, modelado, etc., así como una intensa cualidad contemplativa; pero hay también sutiles diferencias y contrastes, acaso pensados para darle mayor variedad e interés al conjunto: una figura está de pie, la otra sentada; una baja la mirada hacia el cuchillo del martirio, mientras que la otra alza al cielo sus ojos implorantes... Aunque no es posible afirmar con certeza que el pintor las haya concebido como pendants, las analogías en todo caso son eminentemente formales, más que iconográficas.

  Para el San Jerónimo, Gutiérrez se inspiró sin duda en las interpretaciones de este santo ejecutadas por el Españoleto (para quien fue otro de sus motivos favoritos); con todo, vale la pena mencionar que uno de los grandes cuadros que mejor impresión le produjeron a nuestro artista durante sus visitas al Museo Vaticano fue La última comunión de san Jerónimo, del Domenichino, que ya conocía merced a una "mala copia" existente en "el Sagrario de México, al lado derecho del altar mayor, en el plinto de las columnas". A lo largo de los años setenta a noventa, Gutiérrez parece haber ejecutado un número de versiones o réplicas de la figura de este santo, que expuso en ocasiones sucesivas, con buenos comentarios críticos.

  San Jerónimo figuró en la vigesimoprimera exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes (1886), así como en la vigesimotercera (1899). El San Bartolomé, en cambio, nunca fue exhibido en la antigua Academia. La primera noticia que se tiene de haber sido expuestos juntos fue en el certamen organizado por el Círculo Católico de Puebla, en abril de 1900. Allí, el San Bartolomé obtuvo el segundo premio en la sección de "Estudio de modelo vivo".

  En junio de 1902, dos años antes de su fallecimiento por "debilidad senil" (en abril de 1904 y enTexcoco, su lugar natal), Gutiérrez ofrecía en venta, a la Escuela Nacional de Bellas Artes, un lote formado por 16 cuadros originales y una copia de Caravaggio. Entre aquéllos aparecen enlistados el San Jerónimo y el San Bartolomé, con la advertencia de que habían sido pintados en Roma; su precio estimado era de 400 pesos cada uno. A la postre, por acuerdo del Presidente de la República, en septiembre de 1902 se adquirieron los dos cuadros mencionados, así como Las Tres Gracias, copiada de Caravaggio; todo por la cantidad de 1 300 pesos y con destino al Museo de la Escuela de Bellas Artes.

  Todavía a mediados del siglo xx, ambos cuadros permanecían en la colección del Instituto Nacional de Bellas Artes. Justino Fernández les dedica unos párrafos entusiastas en su Arte moderno y contemporáneo de México (1952), otorgándoles una significación muy especial (junto con La amazona de los Andes).

Ya hemos observado cómo esta tendencia a un realismo creciente, percibida en el recinto de la antigua Academia, se fue generalizando entre los jóvenes estudiantes que empezaron a formarse bajo la égida de José Salomé Pina, luego de su regreso de Europa y tras la partida definitiva de Clavé; pero es cierto que la maestría de Gutiérrez, quien se consagró a estudiar con ahínco los modelos del realismo barroco en los museos de España y de Italia, le confieren a su pintura un especial vigor, que es el punto destacado por Justino Fernández.

El San Jerónimo ha quedado aparentemente disgregado de las "galerías nacionales"; tengo la noticia de que se encuentra en Chihuahua. San Bartolomé ingresó al Museo Nacional de Arte como parte de su acervo constitutivo.