Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 221
Descripción
Sobre una franja oscura que parece ser un trozo de muro, por el lado izquierdo, y un amplio paisaje que se extiende por todo el fondo, se encuentra la media figura de san Diego de Alcalá. Se trata de un hombre de mediana edad, macilento, con poco cabello e imberbe, cuya mirada queda dirigida hacia el espectador. Una delgada aureola rodea su cabeza. Representado hasta casi las rodillas, está vestido con el hábito pardo de la orden franciscana, el cual se ve raído en una de las bocamangas y presenta una rasgadura a la altura del codo del brazo derecho; una sencilla cruz de madera queda sujeta por el cordón que le ciñe la cintura y con ambas manos tiene recogidos en un pliegue del hábito panes y rosas. De la mano izquierda pende también un rosario de gruesas cuentas que presenta un cráneo bajo la cruz del mismo. En el paisaje del fondo se observan unas rocas y la espesa fronda de un árbol en un plano cercano, una casa con techo de dos aguas en un claro a media distancia, rodeada de árboles y pequeñas colinas, y a lo lejos el perfil de una montaña, bajo un amplio celaje.
Comentario
Al pretender rescatar la primitiva austeridad de la orden franciscana, Diego de Alcalá emprendió a mediados del siglo XVI la reforma de la misma en España. Originario de Andalucía, ingresó como hermano converso en una casa de la rama observante de la orden; más tarde pasó una temporada en las Canarias, donde, a pesar de ser hermano lego, fue nombrado guardián del convento; finalmente, regresó a la península ibérica y murió en 1463 en el convento de la ciudad de Alcalá de
Henares, que desde entonces quedó ligada a su nombre.
Al lado de santos franciscanos que fueron importantes por su sabiduría o elocuencia, como Buenaventura, Antonio de Padua, Bernardino de Siena y Juan de Capistrano, Diego de Alcalá destaca por su humildad y caridad, justamente las virtudes que los artistas gustaron de exaltar en sus representaciones. Así, sabemos que aceptaba con agrado las tareas humildes que se le encomendaran, como la de cocinero, que es la actividad que desarrolla en un famoso cuadro de Murillo y en el que se recoge la tradición de que cuando caía en éxtasis en el momento en que debía preparar la comida de los monjes, los ángeles tomaban su lugar y le ayudaban. Con su canonización en 1588, Sixto V hizo, pues, un elogio a la humildad de quienes como él servían de contrapeso al orgullo de su siglo, dejando en claro que las pautas de valoración en el cielo diferían mucho de las aplicadas por los hombres en la tierra, ya que muchos de aquellos que fuesen menospreciados por el mundo por su poco valor, bien pudieran resultar ser grandes a los ojos de Dios.
Su canonización se alcanzó, en buena medida, gracias a la insistencia del rey Felipe II de España, quien se hizo devoto suyo y le designó protector de su reino tras la milagrosa curación obtenida en su propio hijo, el príncipe Carlos. El monarca hizo traer el incorrupto cadáver del hermano lego hasta la habitación en que se encontraba el príncipe desahuciado por los médicos; y bastó que éste tocara el cuerpo de aquél para quedar milagrosamente curado. Por haberse alcanzado su canonización en 1588, la iconografía de este santo data prácticamente del siglo XVII, si bien en Nueva España se tienen como de fines del XVI o de los primeros años del XVII las representaciones con escenas de su vida que se observan en el retablo fingido que se pintó directamente sobre un muro del convento de Cuauhtinchan, Puebla, al igual que las que se ven en las tablas del retablo, ya de madera, que se colocó sobre el anterior en el mismo convento; obras que se ha pensado pueden ser, respectivamente, del toledano Francisco de Morales y del mestizo Juan de Arrúe.
Podemos convenir en que la importancia de san Diego en el ámbito de la Nueva España, si bien fue discreta, se mantuvo de manera continua desde fines del siglo XVI, sobre todo si recordamos que su nombre está asociado a las 16 casas que los hijos espirituales de este santo, conocidos como frailes recoletos o descalzos, fundaron en distintas regiones del extendido territorio novohispano a partir del año de 1576, en que llegaron a estas latitudes. Cabe señalar que en realidad iban de paso hacia "el Oriente", pues su deseo era establecer conventos en las islas Filipinas, China y Japón. Como a causa de las penalidades de la travesía y de las enfermedades que proliferaban en ella, el número de los frailes que conformaban esa misión había disminuido drásticamente de veinte a nueve, y a que la misma situación se presentó en una nueva remesa en 1580, terminaron por comprender los beneficios que resultarían de establecer aquí un hospital u hospicio, en el que sus miembros pudieran descansar y restablecerse antes de proseguir el largo viaje. Tras vencer algunas dificultades y contando con el beneplácito de la sociedad novohispana, en 1583 obtuvieron el permiso de fundar una casa. Al principio se acomodaron con sus hermanos de religión en el convento de San Francisco, pero para dar muestra de su humildad, pronto lo abandonaron y se alojaron en modestas ermitas, hasta que, en junio de 1591, con la protección del matrimonio formado por don Mateo Mauleón y doña Juana de Arellano, iniciaron la construcción de su convento, en unos terrenos al final de la Alameda, fuera ya de los límites de la ciudad de México. El mencionado benefactor pretendía que el convento estuviese dedicado a san Mateo, su santo patrono, pero por disposición expresa del rey Felipe II se consagró a san Diego. Con esto, el nombre del hermano lego, recientemente canonizado, quedó ligado a dicho convento, pero pronto se extendió a la nueva provincia que se constituyó en 1599, debido a que quedó como cabeza de la misma el mencionado convento de la ciudad de México; por ello fue también que sus miembros empezaron a ser conocidos precisamente como "dieguinos".3
Auténtico tópico hagiográfico, el milagro al que se refiere el cuadro de Echave forma parte de la leyenda que se tejió en torno suyo: a pesar de la prohibición de su superior, distribuía el pan del convento entre los pobres; intentaron sorprenderle en dicho trance, pero el hermano portero que le revisó el delantal sólo encontró rosas. Es la reedición del milagro obrado por varias santas, como Isabel de Hungría, Isabel de Portugal y Casilda. El hecho de que Francisco de Zurbarán hiciera por los mismos años que Echave un cuadro de contenido similar y con el mismo encuadre compositivo (Museo Lázaro Galdiano, Madrid), permite aventurar la idea de que ambos artistas se sirvieron de un mismo modelo, probablemente un grabado.
A partir de Manuel Toussaint se ha venido aceptando que Baltasar de Echave Ibía fue hijo de Baltasar de Echave Orio, y que de éste recibió su instrucción artística. De ser cierto lo anterior, se podría decir que la sólida construcción que exhibe la cabeza del santo, así como las entradas parietales que acentúan lo amplio de su frente, acaso proceden de él, así como la incisiva construcción de las orejas y el punteado con el que intentó sugerir lo burdo de la tela del hábito.
Empero, dueño de una sensibilidad menos solemne que la del padre y más delicada y sencilla, este pintor se distinguió por la inclusión de paisajes en sus composiciones. El tratamiento de los mismos, de clara estirpe flamenca, se antoja efectista y abreviado. Y si bien son paisajes inventados, no copiados directamente del natural, con frecuencia incorpora en ellos macizos montañosos, valles y rocas, además de frondas de árboles y nubes, y en algunos casos animalillos, riachuelos o cascadas, que contribuyen a dotar a sus obras de un toque de poesía y de una mayor frescura y amabilidad.
Se ignora cuándo ingresó este cuadro a la colección que por varios años se expuso en la Pinacoteca Virreinal de San Diego, en la ciudad de México, pero cabe mencionar que no se menciona en ninguno de los inventarios que se formaron con las obras que pertenecían a la antigua Academia de San Carlos. Tampoco fue registrado por Manuel Toussaint en el catálogo que elaboró de dichas colecciones en el año de 1934. El primer autor en consignar que el cuadro que nos ocupa formaba parte de ese acervo fue Pedro Rojas, y aunque lo hace simplemente en el pie de la ilustración correspondiente e indebidamente se lo atribuye a Echave Orio, lo que llama la atención es que su libro apareció un año antes de que abriera sus puertas la Pinacoteca Virreinal, precisamente en lo que quedaba del convento de San Diego de la ciudad de México Y a menos que el cuadro haya pasado inadvertido en alguna bodega, resulta muy extraño que no fuera enlistado en el catálogo que sólo unos años después, en 1968, preparó Xavier Moyssén. Por su parte, ya Mercedes Meade y Virginia Aspe lo incluyen definitivamente como parte de dicho acervo.