Descripción
Con la gloria de Bernini como telón de fondo, se mira al centro un dosel con el trono pontificio. Desde allí el papa Próspero Lambertini, llamado Benedicto XIV, y revestido con esclavina y camauro (o gorro de audiencia), contempla admirado la copia de la Virgen de Guadalupe enmarcada que le presenta, a modo de tenante, un ujier vaticano. Hincado y en actitud suplicante, el padre procurador Juan Francisco López con su sotana jesuítica hace el contrapunto necesario con el cuadro guadalupano. El empaque áulico del conjunto lo complementan los asistentes formado una corte: dos cardenales asisten al Papa y dos grupos de eclesiásticos y caballeros y un guardia suizo se distribuyen en ambos extremos, reforzando la misma actitud solemne y admirativa que embarga al Papa.
Comentario
Este boceto para mural reconstruye una escena que tuvo lugar en la Santa Sede entre abril y mayo de 1754, luego que desde 1747 los obispos y cabildos seculares impetraron en Roma el reconocimiento pontificio a la jura de la Virgen de Guadalupe como patrona de la Nueva España. Al efecto se comisionó la procuración de esta causa al jesuita López, quien partió en 1751 y regresó a México en 1756 no sólo con la bula Nos est equidem, que confirmaba el patronato, sino con otros muchos privilegios y concesiones papales al santuario del Tepeyac. Entre los cuales el más importante era el otorgamiento de una misa con oficio y fiesta con octava, que elevaba la celebración del 12 de diciembre como ¿fiesta nacional¿ obligatoria. Lo cual quiere decir que la Sagrada Congregación de los Ritos incorporaba al Breviario Romano esta tradición mariológica, peculiar de una iglesia local.De hecho, la Virgen del Tepeyac fue la tercera advocación mariana que gozó de un rito propio luego del que tenía Loreto en Ancona (Italia) y El Pilar en Zaragoza (España).
En verdad se trataba de un acontecimiento del todo inédito para la vida religiosa y social de la Nueva España cuyas causas de santidad siempre habían fracasado en los tribunales vaticanos: para algunos hombres piadosos esto significaba que la Imagen de la Virgen y su culto, de alguna manera, quedaban ¿beatificados¿. Se dice que en términos jurídicos el Papa mediante su bula ¿ordena, manda y decreta¿ que se tenga por legítimo el voto del patronato y que, como patrona jurada, la Virgen sea honrada litúrgicamente y que a partir de entonces estaba en posesión de ese derecho. Pero esta escena también se hace eco de un tópico muy reiterado en el imaginario novohispano del siglo XVIII y en el que se evoca el momento en que, dubitativo el pontífice para acceder a la súplica de la Nueva España, se decidió finalmente por el patronato y la misa desde el instante en que tuvo a la vista la copia guadalupana que al efecto había realizado el ¿príncipe¿ de los pintores novohispanos, Miguel Cabrera. En ese instante también se aseguraba que pronunció el salmo 147: ¿No hizo igual con ninguna otra nación¿. De este episodio se dio cuenta en un sermón de don Cayetano Antonio de Torres, culto y poderoso canónigo de la catedral y discípulo de López, en el que reconstruye el dialogo sostenido entre el pontífice y el jesuita en aquella audiencia: ¿Admirado y conmovido el Santo Padre preguntó al padre procurador ¿Qué es así? Si, Beatísimo Padre, así es. Pero digo mal; no es así, porque esta copia aunque está sacada por el mejor pincel de México, no es más que un borrón muy tosco del bellísimo original. El santo Padre lleno de viva fe y de santa unción pronunció estas palabras que son el timbre de gloria para el católico pueblo mexicano Non fecit taliter omni nationi, y llevó su benevolencia hasta componer por sí mismo la oración de la misa y el oficio.
El presbítero José Antonio Plancarte y Labastida, responsable de las obras de reconstrucción y redecoración de la antigua colegiata de Guadalupe, encargó desde 1888 directamente a Pina, como director del ramo de pintura de la Academia Nacional de San Carlos, hacerse cargo de la dirección de los trabajos murales. El ciclo debía ser una suerte de repaso de la historia de México bajo el prisma guadalupano y debía conferir un marco de gloria y legitimidad a la ceremonia de coronación pontificia de la Virgen que tuvo lugar, luego de innumerables percances y oposiciones, el 12 de octubre de 1895.Pina se reservó para sí la composición del último de los cinco grandes cuadros murales y optó por una solución grandilocuente y no del todo feliz dada la pesada simetría, los colores monocordes y la chocante desproporción entre el ámbito arquitectónico y la escala engrandecida de los protagonistas. Además participaron, con disparejos resultados, otros tantos profesores y alumnos del plantel: Felipe Santiago Gutiétrrez, Felix Parra, Leandro Izaguirre, Gonzalo Carrasco y José María Ibarrarán y Ponce (de estos dos últimos se conocen sus respectivos bocetos). Por lo cual es factible pensar que los temas de los cuadros primero tenían que ser aprobados por el padre Plancarte y a quien, junto con el canónigo e historiador Fortino Hipólito Vera, atribuyo la concepción intelectual, tan secuenciada e intencionada, de todo el programa iconográfico.
Tanto así que en un desplante que pareciera adulador del propio José Salomé Pina hacia sus mecenas, o quizás impositivo de estos últimos hacia el pintor, se hicieron retratar allí algunos de los más importantes jerarcas de la Iglesia mexicana de entonces, como los miembros de la familia del arzobispo Labastida; y, finalmente, el mismo artista y el arquitecto Juan Agea en tanto responsables de los trabajos artísticos. El rostro barbado de Pina asoma por detrás del guardia suizo y a su lado, calvo y de mostacho blanco, el del arquitecto Agea. Como su contraparte, en el otro extremo se mira condecorado, como caballero de la Cruz de Malta con todo y espada, a un hombre anciano hasta ahora no identificado.
Ya por entonces difunto, el arzobispo Labastida aparece como ¿ayuda¿ papal, con sus ornamentos cardenalicios, sirviendo de enlace entre el Papa y el cuadro guadalupano. De esta suerte su sobrino Plancarte realizó un sentido homenaje a quien fue el iniciador e impulsor del rito de la coronación y tras del cual se palpaba la nueva política de conciliación con el régimen porfirista y, sobre todo, la restauración institucional y social de la Iglesia luego de haber sufrido los embates del liberalismo radical. A las espaldas de Labastida se distinguen como sacerdotes seculares los sobrinos de Plancarte: el padre Miguel Plancarte y Garibay y el padre Francisco Plancarte y Navarrete, ambos con lentes y calvicie (al primero se atribuye la ocurrencia o ¿celestial inspiración¿ de coronar a la Virgen mientras estudiaba en Roma y el segundo fue portador de la corona labrada y traída desde París). De cuerpo entero y con su crucifijo en el pecho se mira al propio Plancarte, que fue premiado por sus trabajos con el cargo de abad de Guadalupe, y más atrás el arzobispo Próspero María Alarcón que tuvo el privilegio de coronar la imagen. En el papel del padre López, de hinojos, funge el joven canónigo Leopoldo Ruiz (protegido de Plancarte) y el otro rostro joven corresponde al entonces secretario del cabildo Luis Garduño. Los rasgos del Papa no son propiamente los de Benedicto XIV y parecieran más bien a los de León XIII, a la sazón quien ocupaba la silla de san Pedro. Por entonces Pina mismo recibió el encargo de retratar a ambos pontífices, en una serie de cuadros de formato circular, para la sala del cabildo guadalupano.
Para dar cabal tratamiento a los rasgos fisonómicos de los asistentes, Pina echó mano de unos cartones al óleo o dibujos preparatorios, tres de los cuales se conservan actualmente en las bodegas del Museo Nacional de Arte; y prueban el esmero que puso, al menos, en esta parte de su composición. Hay que asentar que este mismo tema, por otro lado, ya había sido desarrollado a gran escala por el mismo Miguel Cabrera en una gran pintura ejecutada en 1756, ahora desaparecida, pero de la que se conserva una versión abreviada en las colecciones del Museo Soumaya. Tal parece que Pina titubeó un tanto en su composición ya que en el Álbum de la Coronación se publicó otro boceto, de trazos muy sucintos y emborronados, en que el principal cambio respecto de la obra terminada lo constituye la arquitectura del telón de fondo, que es la fachada y cúpula de la Basílica de San Pedro, y un menor número de asistentes a la audiencia (este dibujo también permite apreciar los contornos arquitectónicos del paramento donde quedaría ubicado).
Dado el sentido de réplica que tiene todo el conjunto pictórico, para contestar a las leyes anticlericales del presidente Lerdo, este gran cuadro alude y exhibe, por argumento negativo, lo mucho que la importaba a la jerarquía la falta de relaciones entre Estado mexicano y el Vaticano. Al tiempo que exalta el respaldo papal sobre este culto centenario y celebra la institución de la que desde entonces se consideraba la máxima fiesta del patriotismo criollo y, más tarde, de toda la nación mexicana: el 12 de diciembre. Más aún porque desde la jura del patronato guadalupano y su proclamación papal se generaron dos nociones de conciencia política, que tuvieron su desenlace en el imaginario del movimiento emancipador: la territorialidad común, la sociedad pretendidamente unificada y la noción de soberanía que descansaba en el mismo valor que se daba a la jura real.
Se trata, pues, de la alegoría de una aparatosa ceremonia propia de una iglesia mexicana triunfante, que pese a las adversidades ha sido reconocida como partera de la historia patria. Como colofón de la serie, y dada la importancia de los retratos que allí se miran, toda esta idea tan sublime y de tanta trascendencia debía ser de la incumbencia del propio director Pina. Es por ello que esta imagen es también el mejor retrato social de estos eclesiásticos dirigentes y modernizados, incardinados directamente a Roma y preocupados por el avance de la secularización, el laicismo, el materialismo y la pérdida de convocatoria que había mantenido la iglesia, incluso entre los hombres del dinero.
El mural fue costeado por suscripción por la diócesis de Querétaro a empeños de su combativo obispo don Rafael Sabás Camacho, quien se había destacado en todo el proceso de coronación al inaugurar las tumultuarias peregrinaciones regionales, por el esplendor del orfeón musical que cantó allí, pero sobre todo por haber intervenido directamente ante León XIII para obtener un nuevo rezo para la fiesta del 12 de diciembre.
El boceto, así como los retratos del arzobispo Labastida, del arquitecto Agea y de José Salomé Pina, fue ofrecido en venta a la Academia el 23 de febrero de 1932 por Javier Villada Saviñón, por la cantidad de 350 pesos. Fue localizado por el que escribe en la Oficina de Registro de Obras del inba en 1988 y desde entonces, por solicitud expresa de la dirección del museo, pasó a formar parte del acervo del Museo Nacional de Arte.