De pie, al
centro de la composición, sobre un fondo de nubes y rodeada de santos está la
Virgen María, sostenida por un escabel de angelitos y querubines. Viste una
camisa grisácea que asoma bajo las mangas de la habitual túnica blanca, así
como un velo café claro que cubre algo de su cabeza y corre por el borde del cuello
de la túnica; sobre ésta lleva el manto azul que se pliega y eleva por el
costado izquierdo de su figura. Tiene la cabeza girada sobre su hombro derecho,
la mirada baja y las manos casi juntas, separadas del cuerpo a la altura del
pecho. Su cabeza despide un pálido resplandor y luce una aureola de doce
estrellas. A la manera de una entrada de gloria, en cuyo borde vuelan varios
querubines, se aclaran los tonos de las nubes que le sirven de fondo ¿de forma
particular detrás de la cabeza de la Virgen¿, y un sol con vagos rasgos humanos
se asoma en la parte baja, por el costado izquierdo de María.
A los lados de la Virgen, distribuidos en una
amplia "U" o siguiendo dos ejes diagonales que convergen al centro en
la parte baja, se encuentran el arcángel san Miguel con unos ángeles y varios
santos jesuitas; éstos aparecen divididos en dos grupos encabezados por san
Ignacio de Loyola y san Francisco Xavier. Arrodillado a la derecha de María,
portando una vistosa casulla de seda roja decorada con flores y brillos
dorados, queda el fundador de la Compañía de Jesús, quien acompaña la tierna
mirada que dirige a María con el gesto reverente de sus brazos casi cruzados sobre
el pecho. Detrás de él se aprecia a san Francisco de Borja, sosteniendo la calavera
coronada que le distingue, misma que alude al episodio que se ha considerado como
el de su conversión y que tiene que ver con la impresión que le causó constatar
el deterioro en el cadáver de la en vida hermosa emperatriz Isabel de Portugal,
esposa de Carlos V. A continuación se encuentra san Estanislao de Kotska con el
Niño Jesús en brazos; se trata de un joven ataviado con una sobrepelliz blanca
sobre la negra sotana. Hacia el ángulo superior izquierdo en un plano más
profundo, se encuentra un grupo de ángeles adolescentes encabezados por san
Miguel Arcángel; todos llevan el anagrama de María en dorado sobre el pecho,
pero san Miguel, que tiene la mirada dirigida hacia el espectador, porta,
además, un casco adornado con plumas y lleva en la mano la bengala de mando que
le caracteriza como jefe de los ejércitos celestiales. En el otro grupo, del
lado derecho de la composición, quedan seis jesuitas más. Arrodillado y
ataviado con una vistosa capa pluvial está san Francisco Xavier, con un
elegante giro en el cuerpo que termina con la cabeza vuelta hacia María, la
mano derecha sobre el pecho y portando una vara de azucenas en la mano
izquierda, justo debajo de la cual queda un angelillo que, con la cabeza
vuelta, sostiene un crucifijo. Viene a continuación san Luis Gonzaga, joven,
casi de perfil y con la cabeza levantada, que sujeta un crucifijo sobre el
pecho. A sus espaldas quedan Juan de Goto, Santiago Kisai y Pablo Miki, los
tres santos jesuita martirizados en el Japón, sosteniendo sus cruces de madera;
dos de ellos están representados en edad madura y el tercero como un
jovencillo. En el extremo derecho de la composición, pero delante de los
mártires, se ubica san Francisco de Regis, a quien vemos con la mirada hacia el
espectador y sosteniendo un crucifijo y un manojo de espigas. Por encima de
este grupo destaca la media figura de san Cayetano, hombre joven de corta
barba, que se lleva las manos al pecho y luce una cadena de oro sobre la negra
vestimenta. Finalmente, unas filacterias sin inscripción ascienden por los
extremos laterales siguiendo unas guías vegetales.
Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del Acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp.59
De pie, al centro de la composición, sobre un fondo de nubes y rodeada de santos está la Virgen María, sostenida por un escabel de angelitos y querubines. Viste una camisa grisácea que asoma bajo las mangas de la habitual túnica blanca, así como un velo café claro que cubre algo de su cabeza y corre por el borde del cuello de la túnica; sobre ésta lleva el manto azul que se pliega y eleva por el costado izquierdo de su figura. Tiene la cabeza girada sobre su hombro derecho, la mirada baja y las manos casi juntas, separadas del cuerpo a la altura del pecho. Su cabeza despide un pálido resplandor y luce una aureola de doce estrellas. A la manera de una entrada de gloria, en cuyo borde vuelan varios querubines, se aclaran los tonos de las nubes que le sirven de fondo ¿de forma particular detrás de la cabeza de la Virgen¿, y un sol con vagos rasgos humanos se asoma en la parte baja, por el costado izquierdo de María.
A los lados de la Virgen, distribuidos en una amplia "U" o siguiendo dos ejes diagonales que convergen al centro en la parte baja, se encuentran el arcángel san Miguel con unos ángeles y varios santos jesuitas; éstos aparecen divididos en dos grupos encabezados por san Ignacio de Loyola y san Francisco Xavier. Arrodillado a la derecha de María, portando una vistosa casulla de seda roja decorada con flores y brillos dorados, queda el fundador de la Compañía de Jesús, quien acompaña la tierna mirada que dirige a María con el gesto reverente de sus brazos casi cruzados sobre el pecho. Detrás de él se aprecia a san Francisco de Borja, sosteniendo la calavera coronada que le distingue, misma que alude al episodio que se ha considerado como el de su conversión y que tiene que ver con la impresión que le causó constatar el deterioro en el cadáver de la en vida hermosa emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V. A continuación se encuentra san Estanislao de Kotska con el Niño Jesús en brazos; se trata de un joven ataviado con una sobrepelliz blanca sobre la negra sotana. Hacia el ángulo superior izquierdo en un plano más profundo, se encuentra un grupo de ángeles adolescentes encabezados por san Miguel Arcángel; todos llevan el anagrama de María en dorado sobre el pecho, pero san Miguel, que tiene la mirada dirigida hacia el espectador, porta, además, un casco adornado con plumas y lleva en la mano la bengala de mando que le caracteriza como jefe de los ejércitos celestiales. En el otro grupo, del lado derecho de la composición, quedan seis jesuitas más. Arrodillado y ataviado con una vistosa capa pluvial está san Francisco Xavier, con un elegante giro en el cuerpo que termina con la cabeza vuelta hacia María, la mano derecha sobre el pecho y portando una vara de azucenas en la mano izquierda, justo debajo de la cual queda un angelillo que, con la cabeza vuelta, sostiene un crucifijo. Viene a continuación san Luis Gonzaga, joven, casi de perfil y con la cabeza levantada, que sujeta un crucifijo sobre el pecho. A sus espaldas quedan Juan de Goto, Santiago Kisai y Pablo Miki, los tres santos jesuita martirizados en el Japón, sosteniendo sus cruces de madera; dos de ellos están representados en edad madura y el tercero como un jovencillo. En el extremo derecho de la composición, pero delante de los mártires, se ubica san Francisco de Regis, a quien vemos con la mirada hacia el espectador y sosteniendo un crucifijo y un manojo de espigas. Por encima de este grupo destaca la media figura de san Cayetano, hombre joven de corta barba, que se lleva las manos al pecho y luce una cadena de oro sobre la negra vestimenta. Finalmente, unas filacterias sin inscripción ascienden por los extremos laterales siguiendo unas guías vegetales.
Comentario
Llama la atención la escasa consideración que han recibido esta obra y su autor de parte de los estudiosos, máxime si convenimos en que el cuadro no sólo exhibe altos niveles de calidad, sino que resulta ser una valiosa pieza inaugural del lenguaje pictórico que habría de predominar casi todo el siglo XVIII, y que, por lo mismo, su creador debería ser estimado como uno de los más importantes pinceles activos en el primer tercio del siglo XVIII en la Nueva España. Lo cierto, sin embargo, es que la obra ha pasado prácticamente desapercibida y Aguilera permanece en la indiferencia. Quizá ello obedezca a que todo en él sigue siendo un verdadero enigma. Lo que sí está claro es que prácticamente con sólo esta pintura, Juan Francisco de Aguilera ha asegurado su inclusión en las nóminas de los pintores activos en México durante el periodo colonial. Sorprende, pues, que no se hubiese advertido la calidad y los novedosos valores del lenguaje pictórico empleado en ella, ni el importante papel que el artista debió desempeñar en el cambio de dirección que la expresión pictórica en el medio novohispano iba a empezar a experimentar. Si no fuera por la fecha de 1720 que ostenta, lo más probable es que pasara como obra ejecutada por lo menos unos veinte años más tarde, habida cuenta que anuncia soluciones y valores que habrían de cobrar plena vigencia en obras de pintores posteriores, como Francisco Martínez o José de Ibarra, y aun de Miguel Cabrera o José de Páez.1 Así, entre las incógnitas que nos plantea este cuadro está la de dilucidar de dónde salió y quién es ese tal Aguilera que en una fecha tan "temprana" está ofreciendo una pintura que participa de ese toque sosegado y dulce, relajante y ligero tan decididamente "dieciochesco". Por inercia y comodidad se le ha venido considerando como mexicano, pero ante la falta de información y a la vista de las novedades que encierra el notable cuadro que nos ocupa, se abre la posibilidad de que haya sido originario de otras latitudes, pues no se puede descartar que decidiera temporalmente establecerse en México procedente de España o de Sudamérica. Y es que, ciertamente, cuesta trabajo pensar que se trata de un artista que llevó a cabo su formación en la Nueva España, pues nadie en este medio había trabajado aún para las primeras décadas del siglo XVIII valores tan "modernos", como el de plasmar las figuras de María y de los santos jesuitas envueltas en resplandores de suave luz y dulce colorido, que intensifican las notas de emotividad y de ternura en la beatífica visión. En efecto, salvo Juan Rodríguez Xuárez, quien alrededor precisamente de ese año de 1720 empezara a dar muestras de una renovación en su pintura, nadie estaba manejando valores de dibujo, de luz y de color tan novedosos. Por todo ello, es preciso convenir en que, junto con Juan Rodríguez Xuárez, y con el no menos enigmático jesuita "Padre Manuel", Aguilera se nos ofrece como uno de los principales actores en el cambio de orientación que habría de empezar a experimentar la pintura novohispana justo por esos años. Este cambio pudiera sintetizarse en ese dejar atrás el apego por la representación verista de los rostros y las telas, mediante personajes de tipo vigoroso y volúmenes rotundos, acentuados por los intensos contrastes de luces y sombras, para desembocar en una pintura más ligera y de aspecto decorativo, cuyas figuras se antojan envueltas en ambientes de luz más uniforme y amable colorido, pintura que, de manera indebida, ha sido calificada de "murillesca", por más de que no deja de tener puntos de contacto con el lenguaje "vaporoso" y el clima emotivo que distinguía a la pintura del sevillano. Por lo mismo cobra fuerza la sospecha ya sugerida en un documento del siglo XIX de que fuese un autor español, máxime si, como parece, su obra exhibe más nexos con el tipo de pintura que practicaban en el ámbito madrileño de fines del siglo XVII y principios del XVIII, algunos de los discípulos de Rizi y Carreño de Miranda, tales como
Claudio Coello, José de Antolínez, Isidoro Arredondo o Mateo Cerezo.
Con todo, no se trata de un cuadro que pudiera haber sido traído de Europa por los jesuitas, pues la presencia del artista está documentada en Nueva España.
Su nombre figura entre los pintores que, reunidos en la ciudad de México en torno a los Rodríguez Xuárez en una especie de "Academia", otorgaron en el año de 1722 un poder a favor del oficial José de Ibarra, para que éste pudiese hacer postura en la construcción del arco triunfal que se iba a erigir para la entrada del virrey Marqués de Casafuerte. Salvo este dato, nada sabemos respecto a él5 Pero no le falta razón a Guillermo Tovar de Teresa cuando señala a Francisco de Aguilera como mediador entre la generación de los Rodríguez Xuárez y la de Ibarra y Cabrera, así como el más idóneo pintor que pudiera fungir como maestro precisamente de Miguel Cabrera.
Y si nada sabemos sobre Francisco de Aguilera, es preciso convenir en que, del mismo modo, poco o nada es lo que se sabe sobre el origen del cuadro que nos ocupa. Cierto es que se tiene el dato de que fue incorporado en el año de 1877 a las galerías de la Academia de San Carlos procedente del hospital de San Hipólito, pero es tal el predominio de miembros de la Compañía de Jesús en él representados, que bien se puede inferir que debió decorar originalmente alguna iglesia, casa o colegio de los jesuitas en México, y que fue hasta después de la expulsión de éstos de los territorios españoles que fue a parar a aquel establecimiento.
Conviene reparar, asimismo, en que si bien varios de los hijos de san Ignacio aquí incluidos gozaban de amplia representación en el campo de las artes plásticas, pues la devoción hacia ellos era bastante extendida, en realidad, sólo habían sido canonizados para cuando se realizó el cuadro el propio Ignacio, Francisco Xavier y Francisco de Borja. Los dos primeros fueron canonizados en 1622 y Francisco de Borja, quien llegó a ser el tercer general de la Compañía, hasta el año de 1671. Desde 1605 había sido beatificado Luis Gonzaga, pero tanto él como Estanislao de Kotska habrían de ser canonizados hasta 1726 por Benedicto XIII, seis años después de la ejecución de este cuadro. Lo mismo habría que decir en lo que toca al jesuita francés Francisco de Regis, pues no está de más recordar que acababa de ser beatificado en 1716 y que este cuadro fue hecho diecisiete años antes de que Clemente XI le canonizara (1737), a solicitud de los reyes de Francia y España; de lo que se desprende que estamos no sólo ante una de las pocas representaciones suyas en el medio novohispano, sino ante una de las primeras.8 Del mismo modo, estamos también ante una de las escasas representaciones de los tres mártires jesuitas en el Japón ¿de Juan de Goto y Santiago Kisai, hermanos coadjutores, y de Pablo Miki, de noble alcurnia y eminente predicador¿, los cuales formaron parte del grupo de 26 cristianos crucificados y atravesados por lanzas en Nagasaki el 3 de enero de 1597, entre los que estaban seis franciscanos ¿uno de los cuales era Felipe de Jesús¿, y de otros 17 cristianos japoneses, los cuales, pese a haber sido beatificados desde 1627, habrían de ser canonizados hasta junio de 1862, por Pío IX.
Por otro lado, es extraña la inclusión de san Cayetano en esta pintura. Al aislarlo en la parte superior y representarlo sólo de busto, se marca el deseo de incluirlo junto a los destacados miembros de la Compañía de Jesús, pero sin asimilarlo a ella. San Cayetano, quien fuera canonizado junto con el mencionado Francisco de Borja y otros tres santos en 1671, es el co-fundador de la orden de Clérigos Regulares, mejor conocidos como "teatinos". La inclusión de las joyas y la cadena de oro con que se le suele representar en las artes hispanoamericanas, y que contrastan con el énfasis que dicha orden concedía al voto de pobreza, obedece, al parecer, a lo que el santo expresó en una ocasión, en el sentido de que había que valorar un hábito viejo de cien años, lleno de remiendos, como si estuviera bordado de ricas joyas y piedras preciosas,9 pero puede ser explicada mejor por la última lámina de la serie de grabados que encargara el padre Juan Bautista Castaldo (Verona, 1619), en el que se le representa en gloria, luciendo una sotana bordada y dos cadenas enjoyadas, como alusión al premio de su santidad.
La obra nos muestra a un artista que ejercía con pericia y soltura su arte; así, aunque pudiera decirse que fue poco original al echar mano de un esquema bastante simple basado en el equilibrio y la simetría, baste advertir que para dotar de dinamismo y claridad a la composición ha suavizado y modernizado el rígido esquema renacentista, mediante el aprovechamiento de los recursos barrocos de su tiempo, tales como la indefinición de los perfiles, el ritmo fluido de las figuras, dispuestas en distintos planos y a diferentes alturas, la aplicación de pinceladas sueltas y efectistas, o el uso de una paleta que, pese a ser reducida, termina por ser un elemento de integración plástica.
Por otra parte, digno representante de su época, Francisco de Aguilera se aleja de los violentos juegos de claroscuro pero sabe sacar buen partido de los contrastes de luces y sombras, al tiempo que dota a los ropajes de vistosidad y ligereza. Sin embargo, lo más significativo es la presencia de esa atmósfera vaporosa que circula por el cuadro y que no puede menos que hacernos recordar el estilo de Bartolomé Esteban Murillo, por más que la figura de la Inmaculada en sí no derive del gran maestro sevillano. En el gesto corporal de la misma encontramos más bien ecos de Antonio Palomino, pero es igualmente interesante advertir que tanto en la postura como en el manejo de las telas de su indumentaria hay también algo que recuerda el estilo del jesuita "Padre Manuel", atractivo personaje del que, no obstante conceder que por un tiempo pudo estar avecindado en la Nueva España, tampoco tenemos esclarecido su origen.
Aunque no podemos precisar si su ejecución tuvo que ver con alguna efeméride inmaculista, el cuadro permite constatar la extendida devoción que profesaba la sociedad novohispana tanto a la Virgen María en general ¿según se desprende de su imagen al centro, y de la inclusión de los anagramas de su nombre sobre el pecho de los ángeles en el ángulo superior izquierdo¿, como a la Inmaculada Concepción, de manera particular; y en este punto no podemos dejar de mencionar que precisamente la Compañía de Jesús, cuyos principales miembros aparecen representados en esta pintura, desempeñó un decisivo papel en la propagación de esa advocación. Si antes lo habían sido los franciscanos, con el advenimiento de los borbones serían los jesuitas los mejores promotores de la Inmaculada. Y si bien Jesucristo no se encuentra representado de manera directa, está claramente aludido por medio del "IHS" o anagrama del nombre de Jesús que lucen sobre el pecho los hijos de san Ignacio, quien adoptó dicho anagrama como emblema de la comunidad religiosa que fundó.
Además de este cuadro, es muy poca la obra que se conoce o que se ha relacionado con nuestro artista. De hecho sólo se tiene la mención de un Escudo de monja con una Purísima, "bastante bien pintado" según Manuel Toussaint, obra que se conserva en una colección particular, a la que ahora podemos sumar los cuatro interesantes cuadros de mediano formato que se conservan en una dependencia de la catedral de Durango con representaciones de San Felipe Neri, pero que desafortunadamente no han sido ni estudiados ni fotografiados. Y la situación se agrava al caer en la cuenta de que también se ha incurrido en confusiones o errores al momento de consignar cuadros suyos. Así, sabemos que fue autor de un "Apostolado", pero Agustín Fernández Villa incurrió en un desliz al decir que se encontraba en el noviciado del convento de San Diego de la ciudad de México, pues copió mal a Couto, quien en realidad menciona los restos de un "apostolado" suyo, ejecutado en el año de 1714, que se encontraba "en el noviciado de Santo Domingo, en que también trabajó José de Ibarra".12 Asimismo, se menciona como suyo uno de los cuadros del retablo dedicado a la Sagrada Familia del lado derecho de la capilla de San Pedro, en la catedral de México.13 De resultar cierta esta noticia, entonces también podría ser suyo el Ángel de la guarda con la rúbrica "Aguilera fecit" que se guarda en el Museo de Davenport, Iowa, pero que exhibe una factura totalmente diferente, más próxima a la pintura que practicaban los artistas de fines del siglo XVII. Habría que añadir, por último, la noticia igualmente sin confirmar de que pueden ser suyos los cuadros de la serie con la "Vida de San Francisco" del Museo Regional de Guadalajara, mismos que por mucho tiempo se atribuyeron a Murillo o a su taller, pero en uno de los cuales alguien reportó haber visto la firma de Francisco de Aguilera.
Tal y como hemos expresado, este cuadro ingresó en marzo de 1877 a las colecciones de pintura virreinal que se iban formando en la Academia, proveniente del hospital de San Hipólito. Más tarde, en un inventario formado por Mateo Herrera (septiembre de 1917), conservador de las galerías de la antigua Academia, se le registra bajo el número 3130 en el "Salón de Actos" de dicha institución, con una valuación de 10 mil pesos. Para i934, Toussaint lo registra en la Biblioteca del plantel, convertido ya en la Escuela de Bellas Artes.16 Junto con la mayor parte de aquellos fondos, a partir de 1964 se exhibió en la Pinacoteca Virreinal.
Inscripciones
[En la filacteria de la parte inferior, al centro:]
TOTA PVLCRA ES MARIA