Museo Nacional de Arte

El entierro de Cristo




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El entierro de Cristo

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El entierro de Cristo

Artista: BALTASAR DE ECHAVE Y RIOJA   (1632 - 1682)

Fecha: 1669
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego.
Descripción

 

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional dde Arte Pintura Nueva Esaña T. II pp. 313

Descripción

Casi al centro, tres hombres cargan el cuerpo muerto de Cristo con ayuda de un lienzo blanco, y se disponen a introducirlo en un sepulcro de piedra del que se ve sólo un ángulo hacia el lado derecho y en la parte baja la losa igualmente de piedra con argollas de metal con que aquél habrá de cerrarse. El desnudo cuerpo de Cristo presenta el torso levantado, la cabeza caída sobre su hombro derecho y las piernas flexionadas. Hacia la parte alta, distribuidos en un esquema triangular que se forma por el lado derecho de la composición, y en planos ligeramente más profundos, se encuentran varias figuras, entre las que destacan un hombre joven que se asoma sobre el hombro del anciano semicalvo que intenta ayudar casi al centro, otro hombre de pelo y barba canosos que un tanto agazapado parece hacer lo propio con los pies de Cristo, y el grupo de la Virgen María y de la Magdalena; la primera vestida a la manera tradicional de rojo y azul, pero con el rostro cargado de aflicción, y la segunda, con la cabeza de perfil y las manos entrelazadas a la altura del vientre. En el extremo izquierdo se encuentran dos hombres de perfil, uno tocado con un sombrero y el otro, más joven, acaso el apóstol san Juan, cuya cara queda casi cubierta por el brazo que sostiene en alto una antorcha. En la parte baja se asoma un niño que sujeta una cesta con algunos de los instrumentos de la pasión, misma que se encuentra sobre una especie de basamento. En el piso se adivina la cartela con el INRI, un hacha y un ánfora.

Comentario

Si aceptamos que el lienzo de La Adoración de los reyes (Museo de Davenport, Iowa) fechado en el año de 1659 es la primer obra conocida de Baltasar de Echave Rioja, el cuadro que ahora nos ocupa, datado sólo seis años después, resulta ser una obra relativamente temprana dentro de su producción. En ella, el artista ha empleado una composición efectista con la que nos permite advertir su afición por los contrastes de luces y sombras y por los rostros expresivos. Ha querido representar el momento en que un reducido grupo de seguidores de Jesús, después de haber bajado de la cruz su cuerpo sin vida, y de haberle limpiado, se disponen a depositarlo en el sepulcro. Por los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas sabemos que al caer la tarde, una vez muerto Jesús, un hombre rico llamado José, natural de Arimatea, que no obstante ser miembro distinguido del sanedrín era bueno y justo, obtuvo el permiso de Pilatos para bajar el cuerpo del maestro y que tras envolverlo en una sábana limpia lo puso en un sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca (Mt 27, 57-60; Mc 42-46, y Lc 50-53). El evangelista Juan introduce una ligera variante al señalar que también asistió Nicodemo con treinta kilos de una mezcla de mirra y áloe, y que entre los dos se llevaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas de lino bien empapadas en dicha mezcla, siguiendo la costumbre judía de sepultar a sus muertos, y que le enterraron en un sepulcro nuevo ubicado en un huerto cercano al lugar en que Jesús había sido crucificado (Jn 19,38-41). Y no obstante que ninguno de ellos registra la presencia de la Virgen ni la de Juan el Evangelista ¿los tres primeros sólo consignan a las mujeres de Galilea¿, los artistas acostumbraron representarlos en este pasaje como parte del dolido y reducido grupo de los más cercanos seguidores de Jesús. Con la representación de este pasaje, la Iglesia católica buscaba recordar a los fieles que el trance de la muerte física de Cristo fue real, que como hombre verdaderamente murió y fue enterrado, pero que dicho trance era el paso previo y necesario para el cabal cumplimiento del programa de la redención del género humano, a fin de poder esperar y alcanzar la resurrección y la vida eterna, gracias a la resurrección del Hijo de Dios, que habría de verificarse tres días después.

Cabe destacar el buen oficio en el dibujo y en la aplicación del color, así como en el manejo expresivo de los rostros que alcanzó Echave Rioja en este cuadro; pero mejor aún el teatral uso de la luz, por más que no resulta creíble la sugerencia de que la antorcha que sostiene el personaje del extremo izquierdo sea la fuente de luz que ilumina toda la escena, pues la luz baña de manera casi igual a todos los rostros y cuerpos, y no con la mayor o menor intensidad que debería tener según la ubicación que guardan respecto a dicha tea. Por ello, no parece estar de más llamar la atención sobre cómo parece jugar el pintor con la idea de que es del cuerpo de Jesús del que se desprende la intensa luminosidad. Es de tal fuerza el manejo claroscurista que exhibe esta cuadro, que se le ha utilizado para reforzar la idea de que Echave Rioja fue uno de los más destacados actores de la supuesta "etapa claroscurista" que se habría de extender por casi toda la segunda mitad del siglo XVII en la Nueva España. Pero no está de más precisar que fue en muy pocas obras ¿entre las que se encuentra ésta, la del Martirio de san Pedro Arbués, igualmente en el Munal, y el par de ya tardíos cuadros con los pasajes de El lavatorio y de la Ultima Cena (1680) que se guardan en la iglesia del convento de Izúcar de Matamoros, en el actual estado de Morelos¿ en las que Echave utilizó ese expediente, y que, en el caso que nos ocupa, ese tratamiento está condicionado por el tema mismo, pues por tratarse de un pasaje nocturno requería una iluminación artificial.

  Por otra parte, no está de más observar que en contra de esa extendida creencia de que los artistas de la Nueva España se distinguieron por plasmar Cristos de sangrantes cuerpos, en este caso Echave se apartó totalmente de ese expediente al presentar la anatomía de Jesús prácticamente sin heridas;1 en efecto, la llaga del costado apenas se ve, lo mismo que las heridas provocadas por los clavos y por la corona de espinas; es tan sólo en el codo y en la rodilla que se advierten tenues señales del intenso sufrimiento físico que de acuerdo con las Escrituras le fuera infringido a Jesús, antes de crucificarle. Pero más que una inclinación de parte del artista por pintar un cuerpo limpio y bello, hay que convenir que Echave debió concretarse a satisfacer la petición expresa del cliente en ese sentido.

  En cambio, sí es un logro atribuible al pintor el tono dramático que anima la escena y que se acentúa con la variedad de emociones que dejan traslucir los actores que participan en ella: la palidez y mansedumbre que refleja el rostro de Jesús contrasta con la vivacidad y rubicundez de los personajes que lo rodean; expresiones que van desde la aflicción de la Madre que extiende sus brazos y vuelve su rostro ante el espectáculo de su Hijo muerto,2 o el insuficiente acopio de fuerzas que trasluce la Magdalena en el recio perfil de su cabeza con el mentón adelantado y con el gesto de las manos entrelazadas, hasta la atención que hace mantener los ojos y la boca abiertos al hombre joven que se asoma por encima del grupo, y al anciano que queda debajo de la Virgen. Una presencia inquietante o al menos inesperada es la del niño en el extremo izquierdo que, pese a lo inexpresivo de su semblante, tampoco pareciera querer perderse nada de lo que ocurre; al parecer es el encargado de cuidar la cesta en la que se ha recogido algunos de los instrumentos de la pasión (clavos, tenazas, martillo y cordeles).

  El cuerpo sin vida de Jesús corría el riesgo de resultar muy duro, a causa de los ángulos que parecían definir el recorrido en zigzag del tronco y de las piernas, pero Echave eliminó ese peligro con la inclinación de su cabeza, que cierra la suave curva señalada por los músculos del torso y con la curva que sigue el brazo izquierdo. Otro detalle que habla bien del pintor es el admirable trabajo que hizo en la mano derecha de Cristo, la cual, amén del buen dibujo que exhibe, presenta una sabia iluminación interior, notas que permiten que quede eficazmente recortada sobre el paño blanco que tiene de fondo. Por el contrario, el cuadro también adolece de trozos poco afortunados, como, por ejemplo, el dibujo que hace que se vea extremadamente corto el brazo derecho de la Virgen, o la solución del brazo con la antorcha en el extremo izquierdo de la composición; y es que no sólo no queda claro a quién corresponde ese brazo, si al hombre con una especie de capucha o al joven más iluminado que se asoma por debajo, sino que innecesariamente oculta el rostro del segundo de ellos, el cual, por ser un hombre joven y vestir de rojo y verde pudiéramos identificar con san Juan Evangelista. Así, aunque pudiera decirse que hay trozos mal resueltos y que en general hay un descuido en el dibujo, ello se compensa con la fuerza y expresividad en los rostros y los gestos corporales. Asimismo, en pocas ocasiones como ahora consiguieron los pintores virreinales imprimir cabezas tan vigorosas como las que exhiben los tres hombres de más edad, en los que las arrugas de sus frentes y sus cabelleras y barbas quedan trabajadas con enérgicas pinceladas.

  Es casi seguro que para la composición de esta escena el artista contó con un modelo, probablemente un grabado, que le dio la disposición del cuerpo de Cristo y acaso también la de los demás actores en el escenario. En una obra temprana de Luis Lagarto (1612), que como bien observó Xavier Moyssén sigue muy de cerca un grabado de Sadeler, ya se encuentra dada la postura del cuerpo de Cristo;3 pero en todo caso Echave Rioja no siguió el grabado sino a Lagarto, pues mientras en aquél la cabeza de Cristo queda violentamente echada hacia atrás, Lagarto ya la colocó vuelta sobre su hombro, tal y como habrá de disponerla Echave. Ahora bien, como en el cuadro de Echave la figura de Cristo presenta sensibles cambios respecto al modelo de Sadeler pero también del de Lagarto, al ocultar las piernas y al colocar el brazo izquierdo más en alto, y variar totalmente la colocación del resto de las figuras de la escena, parece obligado concluir que Echave o introdujo muchas modificaciones a la versión de Lagarto o dispuso de otro modelo. Sin poder determinar, por ahora, qué camino tomó, conviene señalar que el problema se extiende a otros dos cuadros más, los cuales si bien repiten con ligeras variantes el mismo esquema para la figura de Cristo que vemos en Echave, lo curioso es que tanto en ella como en otras partes de la composición se advierte la combinación de detalles extraídos del grabado de Sadeler y de la versión de Lagarto, pero también de la de Echave: el primero está firmado por Antonio de Santander en 1681, en el convento franciscano de Cholula, y el segundo, acaso también del mismo Santander, por más que ostenta la firma ¿seguramente sobrepuesta¿ de Juan Correa, en el Museo de la Basílica de Guadalupe.

  El intenso manejo claroscurista que exhibe esta obra ha desempeñado un papel importante en la aceptación de que Echave Rioja fue "discípulo" del sevillano Sebastián López de Arteaga. Sin embargo, convendría señalar que se ha exagerado al relacionar el empleo de ese expediente con Arteaga, pues su uso en el cuadro que nos ocupa obedece más a la índole del tema representado ¿ que por ser una escena nocturna requería un tipo de iluminación artificial¿, y no tanto al influjo del sevillano; de cualquier manera, no hay nada en este cuadro que se pueda relacionar con el lenguaje artístico de aquél. Fue hasta hace muy poco que su puso en claro que no obstante ser hijo del pintor Baltasar de Echave Ibía, mejor conocido como "el Echave de los Azules", Echave Rioja no alcanzó a formarse con su padre, pues éste murió en 1644, cuando Echave Rioja tenía sólo doce años. Y aunque no podemos descartar del todo su paso por el taller del sevillano, pues cronológicamente la actuación de Arteaga en el medio novohispano se dio aproximadamente entre 1640 y 1652, tiempo, precisamente en el que Echave Rioja llevaba su formación, es necesario convenir en que es con el estilo de José Xuárez con el que se puede relacionar mejor la obra de Echave Rioja; cercanía que está avalada documentalmente por la mención que hizo Xuárez en su testamento, en 1661, de que Echave le debía dinero y que se lo estaba pagando con obra, de lo que parecería desprenderse que para ese tiempo Echave Rioja estaba como oficial en el taller de Xuárez.

  El cuadro pertenecía al Hospital de Jesús Nazareno de Texcoco, cuya cofradía o hermandad lo cedió a mediados del siglo XIX para engrosar la colección de pintura colonial que se empezaba a formar en la Academia de San Carlos. Hay poca información sobre este hospital, pero habida cuenta de la importancia de la población5 y de que ésta se mantuvo preferentemente como "república de indios", en la que la nobleza antigua sobrevivió hasta el siglo XIX, aquél era seguramente un establecimiento para indios. Precisamente, al hablar del origen de diversos hospitales de indios, Josefina Muriel señala que mientras para algunos la información con que se cuenta es vaga y escasa, para otros "una vieja capilla o una imagen son índices evidentes de su lejana presencia", y que tal es el caso de "la capilla del Señor del Hospital de Texcoco, con su antigua imagen de Cristo yacente", la que le hace pensar que dicho hospital era de indios y que debió estar dirigido por los franciscanos. Esto parece confirmarse con la breve referencia dada por fray Agustín de Vetancurt, quien se concreta a señalar que entre las 24 capillas y ermitas que existían para fines del siglo XVII estaba "el Hospital donde está el Santo Sepulchro, llamado Hueicalco". Amén de estas noticias, nos contentamos con una apresurada referencia que nos deja saber que para fines del siglo xix el inmueble se conservaba con vida y remozado seguramente al gusto neoclásico: "La iglesia del Señor del Hospital es alegre y está muy adornada, con sus altares estucados, de bonita y moderna apariencia; en el mayor está un Señor recostado."Y aunque no se puede descartar la idea de que se tratase de una de esas imágenes de Cristos articulados que tras bajarles de la cruz les depositaban en una urna, por las escasas referencias que hemos recogido parece quedar en claro que la imagen titular era un Cristo yacente, y que el cuadro de Echave era una clara alusión a dicha imagen y a su devoción.

Convendría recordar que, más allá de los vaivenes políticos internos y de los conflictos internacionales que México vivía por esos años, el cuadro de Echave Rioja llegó a la Academia de San Carlos en circunstancias muy difíciles. El traslado se verificó el 11 de abril de 1857, en "una canoa de granos" protegido sólo "con unas quince o dieciséis tablas clavadas en el marco", mismas que se solicitaba se regresaran pues eran nuevas y las reclamaba el carpintero que las había prestado.Ello ocurrió tan sólo dos días después de que se suscitó el escándalo al no salir a recibir el arzobispo a las autoridades de la ciudad en la ceremonia del Jueves Santo en la catedral metropolitana, pero conviene no olvidar que este incidente se dio dentro del malestar que existía en los amplios sectores conservadores como consecuencia de la jura de la nueva Constitución, de franca orientación liberal, a principios de ese año (5 de febrero), cuya aplicación no pudo verificarse sin la oposición de la jerarquía eclesiástica y los desórdenes, motines y escándalos en la sociedad, y que la situación se agravó todavía más con la promulgación, ese mismo día 11 de abril, de la "Ley Iglesias" (de José María Iglesias) sobre derechos y obvenciones parroquiales, todo lo cual no fue sino preámbulo del golpe de Estado que se dio el presidente Ignacio Comonfort y de la guerra civil que habrían de librar liberales y conservadores (guerra de Reforma), misma que terminaría con el triunfo liberal en 1860.


El entierro de Cristo, de Baltasar de Echave Ibía, muestra el dolor de los más cercanos apóstoles y discípulos de Jesús. LA escena representa el sepulcro cedido por José de Arimatea donde fue conducido el cadáver divino, mientras María entabla un doloroso diálogo con María Magdalena; las arrugadas pieles de los apóstoles fueron trabajadas con empastes de óleo, sus miradas dirigen al cuerpo inerte de Cristo, cuyo peso dificulta el traslado; finalmente un niño exhibe las armas christi, símbolos de la Pasión.

                En el siglo XVII, el negro se obtenía del grafito o de la pirolusita; también de caronizar ramas, cáscaras o semillas de frutos, cuyos residuos, mediante el agua, se pulverizaban. Sin embargo, el negro de humo, el hollín de los combustibles quemados en lámparas, era el más fino de estos pigmentos. Hoy día, Bosco Sodi aún emplea residuos de maderas quemadas como la base orgánica del negro. El árido paisaje de su pintura, donde el aserrín, el pegamento y los pigmentos conviven, pareciera un trozo arrancado de un duelo muerto y lúgubre, como la tierra resquebrajada de los evangelios, tras el asesinato sagrado.

  Sin embargo, según los mitos cristianos, este difunto divino venció a la Muerte y al tercer día resucitó. Al ascender de los infiernos, Jesús se presentó ante sus discípulos en Emaús, ante María de Magdala y frente a los once apóstoles, en Galilea. Tomás,  que no estaba con los apóstoles, dudó del milagro y ante él se apareció Jesús diciendo: “Acerca aquí tu mano y métodos en mi costado y no seas incrédulo…”, según relata Juan y como pintó el propio López de Ateaga en una de sus más tempranas pinturas realizadas en Nueva España. Como un tríptico que va de la agonía, al mundo ciento, abandonado por Dios, y culmina en los testimonios de resurrección, el diálogo entre López de Arteaga y Sofi propone una mirada hacia la materia oscura y esperanzadora del arte.

(3 páginas adelante)

Retrato de una Dama de Baltasar Echave Orio representa a una mujer en actitud devota, postura usualmente reservada a los donantes de obras pictóricas para la iglesia. Es la única pieza de este tema en la colección del Museo Nacional de Arte, además de ser de las más antiguas del acervo. La vestimenta de la dama es característica de la corte filipina, moda que consistió en trajes negros adornados con botones de oro y gorguera blanca que rodeaba los puños y cuello, además de tocados negros y blancos sobre la cabeza. En este caso, el tocado blanco transparente está sujetado con una cadena de oro con perlas que caen sobre su frente. El artista utiliza tonos ocres para lograr la apariencia detallada del oro y la joyería de piedras preciosas que manifiestan la riqueza y benevolencia de la donante.

Las rocas volcánicas intervenidas por Sodi y asociadas a ésta obra, han atravesado por diversos tratamientos para lograr la apariencia que ahora tienen. Tras un proceso de pintura cerámica y cocción, son posteriormente bañadas por una delgada capa de oro para otorgarles una apariencia sintuosa.  

El conjunto de piezas se relaciona desde las diferentes visiones y recursos de cada artista para manifestar los objetos de deseo: el pintor del XVII resalta los detalles de orfebrería por medio del uso del dorado, un pigmento generalmente empleado entre los artistas novohispanos, cuyo propósito es enteramente pictórico. Bosco Sodi transforma elementos minerales comunes, que han sido frecuentemente utilizados como materiales de construcción más que como objetos artísticos para convertirlos en piedras preciosas, como símbolo de riqueza artificial que buscan dar una sensación de tesoro. El retrato plantea una vinculación entre la devoción y una clase con poder adquisitivo que contribuyó económicamente con las instituciones eclesiásticas, con esto se pretendió perpetuar el reconocimiento del retrato.