Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 181
Descripción
Sobre un fondo neutro y oscuro, destaca la imagen de un pintor que, visible hasta casi la cintura, trabaja en un cuadro del que sólo percibimos el bastidor. Sujeta con firmeza el pincel en la mano derecha, misma que descansa en el tiento que, a su vez, queda apoyado sobre el borde del lienzo. Se trata de un hombre de mediana edad, dispuesto de tres cuartos, en perfil derecho, con la mirada dirigida hacia el frente pero sin encontrar la mirada del espectador. De rostro cuadrado, luce ya poco cabello, el cual, aunque oscuro, sólo le cubre la parte superior de la cabeza y las sienes, pero en la nuca queda más largo y unido, a manera de coleta. Tiene frente amplia, orejas grandes, ojos café oscuro bajo cejas pobladas, amén de pómulos bien marcados y una recia nariz de grandes aletas; su boca de labios regulares queda enmarcada por el bozo que corre por la zona del bigote y que cubre casi toda la barbilla y las mandíbulas. Viste un saco café oscuro del que asoma por el cuello lo blanco de la camisa o de un pañolón que se anuda al frente a manera de corbata. Un pálido resplandor por el lado derecho aísla su cabeza de lo oscuro del fondo.
Comentario
Por mucho tiempo, este cuadro se tuvo como el Autorretrato del célebre pintor oaxaqueño Miguel Cabrera y de un tiempo a la fecha como el del igualmente famoso José de Ibarra. Con base en el registro que aparece en un inventario de los bienes de la Academia de San Carlos, levantado hacia fines del siglo XIX, fue que se empezó a considerar como el autorretrato del primero. Hubo que esperar hasta mediados del siglo XX, con Abelardo Carrillo y Gariel, para que, mediante una escueta frase, se reorientara la discusión: no era el rostro de Cabrera, el pintor oriundo de Oaxaca, el que se veía en él, sino la faz de Ibarra, el nacido en Guadalajara, capital de la Nueva Galicia. Y aunque el oportuno señalamiento de Carrillo y Gariel se conoce desde 1946, la costumbre de ver en él a Cabrera arraigó tanto que ha sido muy difícil vencer la inercia. Pero en lo que se equivocó Carrillo y Gariel, y con el todos los que le han seguido, es en decir que se trata de un "autorretrato". Así, aunque expresó, refiriéndose a este cuadro que "los informes documentales de fines del siglo XVIII, indudablemente fundados en las noticias de algunos contemporáneos de Cabrera, [le] identificaban plenamente como autorretrato de Ibarra", veremos a continuación que esto último no es cierto.
En el mes de agosto de 1790, el pintor Rafael Joaquín Gutiérrez elevó ante las autoridades de la Real Academia de San Carlos su solicitud para que le fuese concedido el grado de Académico de Mérito en el ramo de pintura. Para reforzar su petición, indicó haber colaborado en la institución por casi seis años, como maestro corrector, así como el haber presentado dos cuadros en cumplimiento a lo establecido en el artículo 28 de los Estatutos de la misma: una Alegoría, de su invención, que representaba a san Carlos Borromeo como patrono de las artes y un San Juan Bautista "de a vara". Pero lo que aquí nos interesa es lo que agrega a continuación, pues dice haber regalado algunas pinturas para el adorno de las salas de la Academia: "el lienzo de cabezas del apostolado del indio Joseph, el retrato de don Joseph Ibarra hecho por Contreras y el de Juan Rodríguez Xuárez por sí mismo". En ese gesto de calculada generosidad podemos ver su deseo de quedar bien con la institución y de conseguir el reconocimiento solicitado, así como, por qué no, el de quedar asimilado en ella como maestro, tal y como poco antes lo había hecho José de Alzíbar. Consiguió esto a medias, pues si bien es cierto que fue uno de los pocos pintores nacidos en México que fueron convocados por Gerónimo Antonio Gil para formar parte del equipo que le ayudó en los primeros años de la institución, no fue de los más pocos aún que quedaron incorporados totalmente a la misma, aunque sí de los que por algún tiempo colaboraron en ella desempeñando diversas tareas, pero acaso sin sueldo fijo, o cuya paga había que tramitar de vez en vez, tal y como se desprende del hecho de que su nombre figura entre los de los pintores para los que el propio Gil solicitó ¿primero en 1785 y luego en 1789¿ una gratificación, por haberle ayudado a "corregir y dirigir" en la Academia, lo que los orilló a requerir se les extendiera una constancia (mayo de 1788) de que llevaban cinco años trabajando horas extras, corrigiendo dibujos.
Se ignora el momento preciso en que se llevó a cabo la donación de Rafael Joaquín Gutiérrez, pero es obvio que fue antes de finalizar el año de 1786, pues dos de los cuadros que regaló ya son mencionados en el inventario de los bienes que poseía la Academia de San Carlos, levantado en diciembre de ese año; ambos estaban ubicados en la sala tercera: Retrato de Ibarra, Pintor, e inmediatamente después el Retrato de [Juan] Rodríguez [Xuárez], Pintor. Sea como fuere, todo parece indicar que se terminó perdiendo la noticia de quién era el personaje representado en el cuadro que nos ocupa, y, acaso por disfrutar de mayor fama Miguel Cabrera, en algún momento del siglo XIX se perpetró la sustitución, habida cuenta de que para el inventario que se levantó de dichos fondos en 1879, ésta ya se ha consumado, pues ahí, entre los cuadros que figuraban en la Segunda Galería de Escuela Antigua Mexicana, se le consigna expresamente como retrato de Miguel Cabrera pintado por él mismo.
Pero más allá de la discusión que se ha generado en relación con el punto de a quién de los dos pintores corresponde realmente el rostro de amable presencia en él representado, este cuadro puede ser entendido como un alegato a favor de la nobleza del arte de la pintura. El hecho de que el personaje sea un pintor, y que deliberadamente se le vea trabajando en un cuadro, es prueba de que a dicho artífice se le ha encontrado digno de ser retratado, pero también es claro testimonio de lo mucho que ha ido ganando terreno la idea de que tanto la pintura como sus creadores merecían respeto y reconocimiento. Muy significativo resulta, además, el hecho de que este personaje se muestre, sin reticencia ni pudor, con el pincel en la mano, entregado a la práctica de su arte, con una actitud franca y natural, en la que cabría incluso hablar de orgullo. Abundando en lo anterior, es preciso caer en la cuenta de que justo por esos tiempos, los pintores novohispanos estaban librando batallas desde diferentes frentes para elevar la dignidad de su arte, por ejemplo, al buscar separarse de la estructura gremial y de agruparse en torno a una academia, o al pretender ser reconocidos no ya como "maestros" (que era la denominación propia del mundo gremial), sino como "profesores en el nobilísimo arte de la pintura". El empleo de esta fórmula no sólo se va haciendo cada vez más común en la documentación de la época, sino que aparece en algunas obras, como ostentosamente lo haría en tres retratos precisamente de José de Ibarra ¿en los papeles que tienen en sus manos dos virreyes y un oidor detalle que, bien mirado, debe tomarse también como una abierta declaración de principios en favor de la dignidad del arte de la pintura, pues establece un claro vínculo entre el que retrata y el que es retratado.
Como ya se dijo, el cuadro que nos ocupa ha venido siendo considerado como un "autorretrato". Esto se debe, en buena parte, al hecho de que el personaje está representado con la mirada dirigida hacia el frente, actitud que inmediatamente se relaciona con la que tendría el artista que se mirara en el espejo situado frente a sí, en el plano exterior del cuadro. Ya sabemos que no es así, pero la idea de que se tratara de un "autorretrato" de José de Ibarra, no tendría nada de rara, máxime si aceptamos que, por haber estado como oficial en el taller de Juan Rodríguez Xuárez, debió conocer los dos autorretratos que, hechos con claros tintes de orgullo y elevada autoestima, conocemos de éste, especialmente uno de ellos, el que hizo con carácter autónomo, ahora en el acervo del Museo Nacional de Arte (inv. 3174), pues el otro queda inmerso en el gran lienzo de La Adoración de los reyes que realizó hacia 1719 para el retablo de los Reyes, en la catedral de México. No se antoja descabellado pensar, pues, que el propio Ibarra hiciera otro tanto. Sin embargo, el dato que arroja el documento citado es contundente: es un retrato de "don Joseph Ibarra", pero "hecho por Contreras". No se trata, pues del propio pintor quien está en plena labor de autocomplacencia, pero nada impide pensar que sea el trabajo de un colega, que ha echado mano del recurso del retrato ¿género reservado en la época para quienes gozaran de cierto prestigio social, ocuparan cargos importantes o se hubiesen distinguido en el ejercicio de su actividad¿, para así preservar la faz y el recuerdo del afamado maestro, acaso su propio mentor. Pareciera, pues, que asistimos al momento en que el discípulo está retratándole (pero más aún, es tal el efecto de naturalidad o espontaneidad con que le ha captado, que, amén del cariño y respeto que le tiene, bien pareciera que ha buscado pillarle trabajando en su taller en el cuadro que tiene frente a sí, y ha esperado a que levante la mirada, a fin de darle vida a su expresión), lo que, de alguna manera, remite al tópico de la visita al artista en su taller, pero también a lo ya señalado, pues igualmente es una especie de testimonio que deviene en un claro reconocimiento para el pintor representado y para el arte pictórico en general, "dignos ambos de ser reverenciados y guardados en la memoria".
Por lo que toca al tal "Contreras" que se menciona como autor de este retrato, se antoja pensar que se trata de Miguel Rudecindo Contreras, oscuro pintor que estuvo activo en la ciudad de México hacia mediados del siglo XVIII, de quien, salvo dos meras menciones, lo único que sabemos es que figura, al lado de varios de los más prestigiosos artífices de esos años, en el proyecto para echar a andar una Academia de pintura. En efecto, su nombre ("don Miguel de Rudecindo de Contreras") aparece en tres de los cuatro interesantes documentos que, datados entre 1754 y 1755, fueron localizados por el investigador Heinrich Berlín en el Archivode Notarías de la ciudad de México, y dados a conocer por Xavier Moyssén en un revelador estudio.13 Se ha venido concediendo a Miguel Cabrera casi todo el peso y mérito en la organización de dicha Academia desde que Couto asentó que éste fue designado su presidente perpetuo;14 sin embargo, la lectura atenta de los documentos mencionados deja en claro que el verdadero motor y alma de aquélla fue José de Ibarra, a quien se le menciona como "decano en el Nobilísimo Arte de la Pintura y presidente de la Sociedad y Academia de ella". Lo cual tampoco nos debe sorprender, pues, quién mejor que Ibarra, que había sido testigo y joven actor de un similar intento anterior, para tratar de sacar adelante ese proyecto, pues él había formado parte del grupo de pintores que, antes de finalizar la década de 1730 y encabezados por los Rodríguez Xuárez, también habían pretendido organizarse en una especie de Academia. De tal suerte que, si como se ha propuesto, es el rostro de Ibarra el que ha sido representado, podemos ver en este retrato el respeto que dicho maestro alcanzó entre sus pares. Y ello merece subrayarse, por cuanto que hasta ahora Ibarra ha ocupado un lugar secundario en el estudio de la pintura del siglo XVIII, siempre un paso atrás, eclipsado por Miguel Cabrera. Pero más aún, vendría a poner en evidencia que su condición étnica no fue obstáculo para ello, pues según noticias recientemente publicadas Ibarra era mulato,15 lo cual explicaría, de paso, que hubiese iniciado su carrera en el taller de Juan Correa, quien, como es sabido, también fue mulato.
Dos cuestiones hay, sin embargo, que parecen contradecir el que se trata de un retrato de José de Ibarra. En primer lugar está el hecho de la edad. Para mediados del siglo XVIII, que es la fecha en que, de acuerdo con lo ya dicho, y a que José de Ibarra murió en el año de 1756, pudo haber sido elaborado este retrato, Ibarra ¿que había nacido en 1685¿ ya sumaba poco más de 60 años, y el rostro representado en este cuadro, lejos de reflejar esa edad, es el de un hombre que aparenta casi veinte años menos. Y, en segundo lugar, está el problema de la condición étnica, ya que tampoco este rostro se antoja el de un mulato. La tez del mismo y la construcción facial que exhibe se relacionan más con las características de un hombre español, y casi se diría que con las de un andaluz.
Ahora bien, ¿cómo es que los retratos de esos dos célebres maestros habían ido a parar a manos de Rafael Joaquín Gutiérrez? No hay forma de probarlo, pero se antoja lógico pensar que eso fue posible gracias a que ambos cuadros, que no habían sido producto de un encargo, ni salieron al mercado del arte, se habían mantenido guardados en el ámbito casi doméstico del taller. Así, es posible pensar que cuando José de Ibarra heredó el taller de Juan Rodríguez Xuárez, conservó el
Autorretrato de aquél; y que cuando poco después Juan Patricio Morlete Ruiz quedó a la cabeza de ese mismo taller, ya también formaba parte de éste el Retrato de Ibarra hecho por Rudecindo Contreras ¿quien seguramente fue otro miembro del mismo¿; y así, pasando de mano en mano, Gutiérrez pudo haberlos heredado junto con el taller, a fines del XVIII.
A juzgar por la calidad que exhibe este cuadro, se puede reconocer, finalmente, que el tal Rudecindo Contreras era un pintor bastante estimable. Por desgracia, para intentar conocer o aquilatar su trabajo sólo contamos con esta obra y con un Apostolado que se guarda en la iglesia de la Santísima Trinidad en la ciudad de México. Pero ocurre que este conjunto formado por doce cuadros ovales con las escenas de los martirios de los discípulos de Cristo, no ha sido fotografiado ni estudiado, debido a que fueron embodegados o quedaron fuera de la vista de los fieles tras los sismos de 1985 , pero varios de ellos tenían el interés de exhibir un lenguaje plástico muy atractivo, en el que había cabida para dinámicas composiciones, para figuras en valientes escorzos y para desnudos bien resueltos, con vigorosas musculaturas.