Museo Nacional de Arte

Cristo en la cruz




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Cristo en la cruz

Cristo en la cruz

Artista: SEBASTIÁN LÓPEZ DE ARTEAGA   (1610 - 1652)

Fecha: s/f
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego.
Descripción

Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 47

 

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 361

Descripción

Sobre un denso fondo oscuro se recorta con nitidez la figura de Cristo clavado en una cruz formada por troncos de árbol en los que se observan algunas partes sin corteza. Tiene la cabeza levantada y la mirada hacia lo alto; el torso, en el que se marcan los músculos del abdomen y las costillas, sigue un suave movimiento ondulante; presenta un solo clavo para ambos pies, quedando el pie derecho sobre el izquierdo. Cubre su desnudez un paño blanco que pasa por la entrepierna y se anuda por debajo de la cadera hacia el lado derecho de la figura, lado por el que se levanta un poco y se agita por el viento un extremo del mismo. En la parte alta del madero se advierte clavada una tira de tela, igualmente blanca y agitada por el viento, con las habituales iniciales de "INRI", que corresponden a la inscripción latina que, de acuerdo con la tradición, Pilatos mandó colocar para señalar por qué se le castigaba: lesus Nazarenus Rex ludeorum (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos). A la altura de los pies se recorta un fondo urbano, que pretende ser el perfil de la ciudad de Jerusalén, constituido por agujas y varios macizos geométricos, así como la ondulación de unas colinas que ascienden lentamente hacia el lado derecho. El madero queda asentado al piso, en la parte baja, mediante piedras y una cuña de madera.

Comentario

Fue hasta el siglo V de nuestra era que para la representación del tema central del cristianismo, que es el de la Crucifixión, los artistas convinieron en la representación de Jesús clavado en la cruz entre los dos ladrones, ya que con anterioridad, en el arte paleocristiano, se evadió la representación de la figura de Jesús por considerar que la muerte en la cruz era una muerte ignominiosa. A partir del siglo VI se gustó de representar a Cristo siempre vivo y triunfante, coronado con diadema real y no con la corona de espinas, y esta fórmula se extendió hasta el siglo XI en que se le empezó a representar muerto.1 Por lo mismo, llama la atención el que para la ejecución de este cuadro el pintor Sebastián López de Arteaga haya preferido representar vivo a Jesús, por más que lo ha hecho ya en clave barroca, pues ha aprovechado el dinámico contorneo del cuerpo y el violento juego de luces y sombras para subrayar el papel de Jesús como el cordero o la víctima del sacrificio. Y es que la intención no es la de glorificar a Cristo, sino, más bien, la de acentuar su humanidad; para conseguir este objetivo y así conmover a los fieles, ha buscado estirar los miembros hasta la distensión y enflaquecer el cuerpo hasta posibilitar que se cuenten sus huesos. Pese a haber acentuado el espectáculo de los padecimientos de Cristo, pareciera que Arteaga no se ha separado de las narraciones evangélicas. 

  Ahora bien, esta pintura, que fue realizada hacia los primeros años de la década de 1640, encierra una gran importancia en el desarrollo de la pintura creada en la Nueva España, por cuanto que introdujo algunas novedades en el tratamiento que se venía haciendo del tema de Cristo en la cruz. Hasta ese momento (hay incluso ejemplos del siglo XVI en la decoración mural de los conventos), se habían realizado numerosas pinturas con la escena de la Crucifixión, pero casi siempre Cristo aparecía ya muerto, y es que, o bien eran las típicas representaciones del Calvario, en las que Cristo quedaba en medio de los dos ladrones, y en la parte baja se veían soldados, sacerdotes judíos y grupos de personas, entre los que destacaban la Virgen, san Juan y la Magdalena, o bien eran obras en que se mostraba a Cristo flanqueado únicamente por su Madre y su discípulo amado, y a quienes algunas veces se agregaba la dolorida imagen de la Magdalena abrazada al madero. En cambio, en el cuadro de Arteaga vale la pena reparar que se trata de un Cristo vivo y sin ninguna compañía, pero más aún que su alargado cuerpo luce limpio de sangre. Esto es, la nota de mayor interés en el cuadro que nos ocupa radica en que, lejos de ser una representación más de la Crucifixión, pareciera que lo que en realidad se pretendía mostrar era la tremenda soledad que experimentó Cristo estando en la cruz: Jesús aparece, al igual que en las representaciones habituales, sometido a un infamante e inmerecido castigo, a fin de limpiar las culpas de toda la humanidad, pero ahora está completamente aislado, abandonado por todos, efecto al que mucho contribuye el que se le haya dispuesto en un encuadre que se centra en su figura, y que a ésta se la ilumine violentamente en buscada contraposición con el fondo de densa oscuridad. Al hecho de estar vivo se debe que no presente aún la herida que habrá de producirle la lanzada de Longinos en el costado, pero el artista pareciera haber evitado deliberadamente toda huella de dolor físico; en efecto, adviértase que no hay prácticamente ni heridas ni moretones ni ¿salvo los hilillos bajo las heridas de los clavos¿ sangre escurriendo por el rostro, por el torso o por las extremidades. Y sin embargo, la imagen resulta tremendamente dolorida, gracias a lo exagerado en el tratamiento de la anatomía del torso y al efecto dramático que resulta del ondular del mismo, gesto que culmina con la fuerza de la cabeza echada hacia atrás, como buscando en el cielo el consuelo y la fortaleza que requiere para soportar el difícil trance por el que pasa. Asimismo, esa cabeza se siente cargada de una notable tensión expresiva, no obstante que la misma está conseguida mediante el empleo de viejas pero eficaces fórmulas, como puede ser el manejo anguloso de las cejas, el intenso sombreado que acentúa los ojos hundidos, la mirada fija en lo alto o la boca entreabierta.

  En otro lienzo realizado en 1643, el propio Arteaga se ocupó del mismo tema de Cristo en la cruz, el cual presidía el Tribunal del Santo Oficio (cuadro que ahora se conserva en el Museo de la Basílica de Guadalupe).2 Pero sólo porque los dos cuadros ostentan la firma del artista sabemos que salieron de su pincel, pues ambos resultan muy diferentes entre sí. Mientras que en el que aquí comentamos prima el tono dramático, en el que hizo para la Inquisición el artista parece haberse dejado seducir por una belleza más serena, casi derivada de un modelo de Guido Reni, y ha preferido dar cauce a una devoción menos afecta al drama. Con todo, a primera vista se podría afirmar que los dos Cristos de Arteaga son impensables sin el antecedente de los varios que con similar planteamiento hiciera Francisco de Zurbarán en Sevilla, con cuya grandiosa tranquilidad dotó de nueva vida a la seca fórmula de los Cristos de Francisco Pacheco. Ahora bien, mucho se ha insistido en que Arteaga, quien llegó a Nueva España hacia 1640 procedente precisamente de la ciudad de Sevilla, introdujo en México el lenguaje pictórico de Zurbarán. Este Cristo, más que el otro que hemos mencionado, parecería confirmarlo. Sin embargo, un estudio cuidadoso revela que entre éste de Arteaga y los realizados por el maestro extremeño hay más diferencias que similitudes. Y es que, salvo quizá el encuadre compositivo que aísla la figura de Cristo, el realismo en el trabajo del paño de pureza y el empleo del violento juego de luces y sombras, para destacar el cuerpo de Cristo del fondo oscuro, que aparece en la obra de ambos artistas, la verdad es que Arteaga desembocó en una figura más vital y efectista, cuya mayor tensión dramática se acentúa al hacer ondular el cuerpo de Jesús, apartándose así de ese hieratismo que caracteriza a los hechos por Zurbarán, y que deriva de su insistencia por poner énfasis en el eje vertical que sigue el cuerpo rígido de Jesús y que remarca el madero de la cruz. El cambio señalado obedece a que mientras Zurbarán optó por la solución de asignar a cada pie un clavo, haciéndose eco de las disposiciones de representar a Cristo con cuatro clavos que circulaban en el ambiente sevillano y que poco después recogería en su tratado Francisco Pacheco, Arteaga prefirió seguir la tradición de usar tres clavos, uno solo para ambos pies. Como ello implicaba encimar un pie sobre el otro, necesariamente se produce en el cuerpo un desequilibrio o elevación asimétrica en la cadera, pero ese dinamismo se extiende en Arteaga al exagerado y ondulante torso, así como al agitado movimiento que anima a su expresión, e incluso llega al paño de pureza y a la cartela del INRI. Por otro parte, los Cristos de Zurbarán respiran un tono de concentrada serenidad y majestad, a causa de la mayor suavidad y corrección en el tratamiento de la anatomía, lo que no ocurre con éste de Arteaga, en el que el tono dramático se intensifica, como consecuencia de lucir piernas más delgadas y largas y de haber echado para adelante el pecho y la cabeza para atrás, así como el haber exagerado los músculos y costillas en el torso y los nervios y tendones del cuello. Así, más que copiar a Zurbarán, cuya obra debió conocer, tenemos que Arteaga echó mano de las mismas soluciones en que había abrevado Zurbarán, tanto pictóricas como escultóricas (recuérdese las prestigiosas imágenes procesionales que salían en los "pasos" de Semana Santa), y que en el campo específico de la pintura venían siendo utilizadas eficazmente por otros artífices activos en Sevilla desde las primeras décadas del siglo XVII, como son Francisco Pacheco, suegro y maestro de Diego Velázquez, y Juan de Roelas, e incluso aprovechando otros modelos, como el de la

Crucifixión de José de Ribera que llegó hacia 1627 a la Colegiata de Osuna, y cuya solución, a su vez, estaba inspirada, probablemente, en el dibujo hecho por Miguel Ángel para Vittoria Colonna y que tan amplia difusión tuvo por medio de grabados y copias.

Las diversas pinturas que copian de manera literal o que repiten con ligeras variantes el cuadro que nos ocupa son prueba de la repercusión y buena recepción que éste debió tener en el medio artístico y en la religiosidad novohispanos. Este lienzo de Cristo ingresó a las colecciones de la Academia de San Carlos en el importante lote de cuadros que se había reunido en el convento de la Encarnación, tras la aplicación de las Leyes de Reforma, y que fue entregado en el mes de marzo del año de 1862. El Cristo de Arteaga encabeza el inventario correspondiente.

  En 1866 fue trasladado junto con otros cuadros de dicha Academia para decorar Palacio durante las festividades del Corpus.