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Antigüedades mexicanas




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Antigüedades mexicanas

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Antigüedades mexicanas

Artista: CASIMIRO CASTRO   (1826 - 1889)

Fecha: ca. 1855 - 1856
Técnica: Litografía con color
Tipo de objeto: Estampa
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Casimiro Castro dibujó y litografió esta estampa en la que reprodujo, apiñadas, las más celebres piezas prehispánicas conservadas en el Museo Nacional.

Las llamadas ¿Antigüedades mexicanas¿ se exhibían a mediados del siglo XIX en una reducida sección de la antigua Universidad de México: un tosco y enorme edificio que hasta 1910 existió en el lado sur del Palacio Nacional, colindado su alzada principal con la plaza ¿del Volador¿. Los vestigios de las culturas mesoamericanas se encuentran apilados en una reducida habitación de dicha institución educativa para que, con singular detalle, fueran copiados por el dibujo educado de Castro, quien parece haber intervenido en el acomodo de tal forma que la composición fuese equilibrada: ahí están los dos grandes monolitos en los ángulos superiores, la escultura vertical al centro con las lanzas a los flancos; y un grueso de pequeñas piezas a todo lo largo del primer plano, logrando una perspectiva ¿caballera¿ (escalonada). Un carcaj con flechas y un chimalli (escudo), cuelgan del muro que sierra la sala; estancia en la que se logra, en su recreación, la sensación de especialidad entre las piezas del primer plano y las de hasta el fondo.

Los objetos de tan singular estética que incluyen rostros, están colocados de tal forma que producen entrecruzadas diagonales intangibles, orientándose las miradas en dirección a los ángulos inferiores y no de frente, por lo que, aunque los hallazgos producen la incomoda sensación de estar arrumbados y amontonados, fueron agrupados de acuerdo a la idea preestablecida del artista.


Víctor T. Rodríguez Rangel. Archivo del Departamento de Documentación del acervo

La presente imagen forma parte del álbum llamado México y sus alrededores. Colección de monumentos, trajes y paisajes, editado por Navarro y José A. Decaen en 1855-1856. Distribuidas las láminas y sus descripciones por entregas a los suscriptores, se conocen nueve reediciones hasta 1878, algunas de ellas integran novedosas ilustraciones y que en total suman 40 dibujos realizados y llevados a la plancha litigráfica por un cuerpo de artistas: Juan Campillo, L. Auda, G. Rodríguez, M. Serrano y Casimiro Castro, quien fue el más aventajado en ese quehacer artístico.                                                                                

El investigador José E. Iturriaga, en un estudio a manera de prefacio para un facsimilar de la publicación decimonónica[1], acertadamente agrupó las litografías en cuatro categorías: las referentes a la ciudad de México y sus principales plazas y edificios; las de los alrededores de la capital; las de los trajes mexicanos del abanico social; y  las de temas diversos, en ese orden de importancia desde el ojo analítico del historiador del arte. A la última sección pertenece Antigüedades mexicanas, junto con Ataque a una diligencia, puebla, Orizaba, Veracruz y los Indios Kikapoos.  En conjunto, las láminas constituyen una manera de crónica visual del México decimonónico y sus gentes; son vistas exteriores de lo que fueron las entrañas de la ciudad capital (conservándose algunos edificios hasta la fecha); vistas panorámicas de otras poblaciones; y un compendio de gentes, costumbres y sus atavíos. En general, una exaltación de lo mexicano y sus fisonomías. Fuera de este patrón, Antigüedades mexicanas es distinta, no hay paisaje ni tipología, sin embargo, la relevancia de su temática la he orientado en el sentido del significado ideológico que los grupos hegemónicos y el resto de la sociedad les dieron a estas piezas de origen azteca, como podemos comprobar en la estampa litográfica. En ella está registrado el afán de una época por la valoración estética de los objetos prehispánicos en la búsqueda de nuestras raíces.

La conquista de lo que hoy es México por parte de los españoles trunco el desarrollo cultural y la visión del universo de las civilizaciones indígenas establecidas en el territorio; drásticamente se modificaron los aspectos políticos, económicos, religiosos y culturales de aquellas sociedades, y aunque pervivieron una serie de creencias y costumbres de aquel mundo, no volvió a ser igual. La concepción de la estética y la función de las artes en la comunidad se modificaron; por imposición dominaron las expresiones estilísticas de occidente ¿sobre todo las sacras- y se etiquetaron los vestigios artísticos prehispánicos como monstruosos ejemplos de los ritos idólatras de aquellos pueblos[2].

            Algunas civilizaciones como la Maya,  produjeron arquitectura, pintura, escultura y escritura que, a partir de los descubrimientos arqueológicos del segundo cuarto del siglo XIX en adelante[3], fueron estudiadas y apreciadas esas expresiones por el mundo occidental, siendo por sus características, más del gusto europeo y norteamericano y menos ¿grotescas¿ que los hallazgos aztecas. Las piezas en esta litografía son en su mayoría de origen mexica o azteca[4],  y aun, hoy en día, luego de tantos estudios y la amplia divulgación visual como parte de la construcción oficial de la identidad mexicana, son motivo de polémica entre los que las consideran burdas y feas, y quienes logran ver en ellas cierto interés y belleza. Esto depende del cristal con que se miren. Lo que está claro es que son impactantes y distintas de las llamadas artes nobles y las artes aplicadas de influencia europea, por lo que esta lámina es todavía más atractiva.

            La controversia desde finales del siglo XVIII y sobre todo a lo largo del siglo XIX, ha sido el atesorar los monumentos y objetos del México antiguo, sobre todo los de la cultura azteca, y elevarlos a la condición de elementos alegóricos de la identidad nacional y punto de partida de la grandeza de la historia patria[5].

            Los liberales, en las décadas posteriores a la Independencia de México, propugnaron por políticas culturales que exaltaran los monumentos arquitectónicos y los objetos precolombinos; a la vez que se requería que el Estado se hiciera cargo de proteger ese patrimonio: custodiando, estudiado e interpretando las más significativas antigüedades mexicanas, así como su adecuada exhibición.

            Para esta valoración, el siglo XIX contó con connotados personajes ligados o afines al ideario republicano en el terreno de la política, la literatura, las artes y la economía. En este sentido, tenemos casos como el de Altamirano o Riva Palacio: ¿Una de la inquietudes de Vicente Riva Palacio [en un tiempo secretario de Fomento, Colonización, Industria y Comercio de México en la República Restaurada] tanto en su obra literaria como en su quehacer de historiador, fue recuperar y enaltecer el pasado prehispánico, cuyos grandiosos monumentos Ignacio Manuel Altamirano proclamaba equiparables a las más famosas ruinas del mundo antiguo.¿[6]

            En el terreno de las artes, significativo fue el patrocinio del licenciado mexiquense Felipe Sánchez Solís a la ejecución de pintura de historia de episodios del México Prehispánico en la segunda mitad del siglo XIX, encomendado a artistas académicos de la Escuela Nacional de Bellas Artes (Academia de San Carlos) de la talla de Rodrigo Gutiérrez, José Obregón, Santiago Rebull y José Salomé Pina, una serie de lienzos para decorar el gabinete de antigüedades mexicanas que tenía instalado en su domicilio[7].

Por su parte, el connotado dibujante, pintor y litógrafo Casimiro Castro y su suegro, el impresor francés José Decaen, comulgaban hasta cierto punto con los ideales del partido liberal y la exaltación de los elementos pintorescos y emblemáticos de la cultura mexicana. En las obras de Castro, sobre todo en las más brillantes como aquellas que ilustraron los álbumes de La ilustración mexicana (1852), México y sus alrededores (1856-1857) y el Álbum del Ferrocarril Mexicano (1877), supo reproducir con maestría, bajo la modalidad evocativa de la vertiente ¿romántica¿, los más populares tipos mexicanos y sus trajes, las escenas costumbristas, los monumentos arquitectónicos que ejemplifican las mentalidades de nuestra historia, y los avances tecnológicos impulsados por los ímpetus progresistas de los gobiernos republicanos.  Bajo toda esta concepción de lo que es México: de sus individuos y de los objetos históricos que son el imaginario de la identidad, es lógico que Castro haya dibujado y litografiado las piezas arqueológicas del Museo Nacional y que el editor Decaen decidiera incluir la estampa en la más importante publicación impresa en su taller litográfico, México y sus alrededores.

Respecto a los temas del México antiguo en la misma rama de la gráfica comercial, ¿vehículo de divulgación de la imagen a amplios sectores de la población- un antecedente significativo a esta lámina fue la serie de ilustraciones que se incorporaron a la edición traducida del inglés al español de William H. Prescott, Historia antigua de México y la de su conquista, impreso por Ignacio Cumplido, 1846, y con dibujos litografiados de Joaquín Heredia. Para este libro se recrearon escenas idealizadas de los sucesos que dieron pie a la conquista de Tenochtitlan y una serie de copias de algunos fragmentos de los códices conservados precisamente en el Museo Nacional y que abordaban referencias al enfrentamiento militar hispano-azteca[8].

            Al ver los objetos de la estampa aquí comentada, automáticamente los visualizamos en el sitio actual en el que se ubican y se exhiben, el Museo Nacional de Antropología en Chapultepec. Son algunas de las mejores piezas que engalanan la Sala Azteca y que podemos entender que desde mediados del siglo XIX son prácticamente las mismas. Ahí están representadas, por ejemplo, la Coatlicue, en el ángulo superior izquierdo, deidad materna de todos los dioses y representación de la tierra, ostenta el número 1 (todas las piezas aparecen numeradas en la lámina[9]). Es un inmenso monolito de basalto con una tétrica apariencia conformada por las cabezas de dos serpientes que se encuentran de frente y producen la sensación óptica de crear un monstruoso rostro; un tórax con garras, manos y corazones, un cinto con un Mitlantecutli (cráneo, representación del dios de la muerte) y la falda de serpientes.

         A la derecha de la Coatlicue, una piedra circular de pórfido basáltico con una oquedad en su centro, es el típico marcador del juego de pelota. La función de este monolito consistía en que por el orificio debía de pasar una bola de hule golpeada por la cadera o los hombros de los participantes de este ejercicio ceremonial. Al centro, una enorme estatua de basalto reproduce a un guerrero con báculo, con braga o Maxtli y con bolsa colgada en la mano izquierda; nos recuerda a las esculturas del Templo Mayor, los Xiuahtecutlis, y que son los dioses del fuego, o las cuatrocientas estrellas del sur hermanos de la luna, la Coyolxauqui. Al lado derecho de la anterior, en el ángulo superior, se ubica la famosa ¿piedra de Tizoc¿: inmenso monolito redondo con oquedad al centro y protagonista de la Sala Azteca del actual Museo Nacional de Antropología. Por una serie de estudios de un tiempo a la fecha, se sabe que en su cara principal representa al sol y en sus laterales, están pictografiadas al relieve las conquistas del séptimo Hueytlatuani, de México, Tizoc, Esta pieza, como lo informa en la descripción José F. Ramírez, en un principio se pensó, desde su descubrimiento en 1791, que era una piedra gladiatoria donde el cautivo se tenía que enfrentar a nueve guerreros aztecas para salvar su vida del sacrificio, y así lo creyó León y Gama, Clavijero, Humboldt y el explorador y dibujante Waldeck, quien reprodujo una serie de pinturas al respecto.

         En el ángulo inferior derecho, asemejando una columna labrada, se ubica una pieza que es un cilindro de basalto tallado en forma de un haz de varas. Este objeto simboliza la ¿Ceremonia del Fuego Nuevo¿ de la renovación del universo, cuando a un fogón eran lanzados amarres de 52 ramas representando la culminación del calendario civil precisamente de ese número de años, y la llegada de un nuevo ciclo. Una considerable cantidad de estos objetos se exhiben en una de las últimas secciones de la Sala Azteca del  museo ya citado[10].

            La diferencia es que ahora estas fábricas de la cultura azteca se exponen en una sala adecuada y espaciosa; museográficamente bien resuelta, en contrate con la situación que guardaban a mediados del siglo XIX, y sobre ello hay una serie de documentos escritos y visuales que nos indican como se concibió la idea de formar un Museo Nacional y las condiciones de resguardo y exhibición de los vestigios.

            Una manera distinta, digamos más ¿ilustrada¿ de acercarse a las artes mexicas, se dio a finales del ¿siglo de las luces¿ (XVIII), cuando en el año de 1790 fueron descubiertas en la Plaza Mayor de México dos enormes monolitos: la Piedra del Sol y la Cuatlicue, siendo estudiados por el historiador Antonio León y Gama y publicados los resultados en la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras...[11].

            La fascinación que el científico alemán Alejandro Von Humboldt profesó por la Cuatlicue en su estancia en México (1803-1804), dio pie a que se tomará la decisión virreinal de que la segunda Real y Pontificia Universidad de México, fundada en el siglo XVII y ubicada en el sitio ya mencionado en la descripción, custodiara y exhibiera la pieza en el patio grande de la institución. Otras piezas aztecas se incorporaron a la Universidad en 1825, cuando se fundó en un par de salas de ese inmenso edificio el Museo Nacional[12] y de ahí no se movieron hasta que por decreto imperial del efímero gobierno de Maximiliano de Habsburgo (1865), se fundó el nuevo Museo Nacional de Historia Natural, Arqueología e Historia en la remodelada, para tal efecto, antigua Casa de Moneda ubicada en la calle del mismo nombre, junto a Palacio Nacional[13].

            Es por lo anterior, que para mediados del siglo XIX las piezas se encuentran en la segunda Universidad en el momento en que Castro las reprodujo, y esta sensación de abandono y descuido que inspiran en el dibujo, es precisamente el estado que guardaban en esa universidad. Sobre esto, la Marquesa Calderón de la Barca, la esposa escocesa del primer embajador de España en México, describió: ¿El Museo, establecido en la misma Universidad, que ve a uno de los lados del Palacio, en la plaza llamada del Volador, contiene muchas obras raras y valiosas, profusión de curiosas antigüedades indias; pero muy mal dispuestas.¿[14]

            El arqueólogo Ignacio Bernal escribió, sobre la condición del Museo Nacional en sus primeras décadas, que: ¿Siguen las colecciones en dos cuartos misérrimos de la Universidad, mal cuidadas y mal atendidas. Las piezas mayores estaban en el patio. Así lo ven numerosos visitantes del siglo XIX que han dejado descripciones bastante críticas¿¿[15]

            Pero para el año en que Castro dibujó las piezas, según las fuentes, el Museo había experimentado una sutil mejoría, desde que el conservador José F. Ramírez, el mismo de la descripción a la lámina, se ocupó del establecimiento. Orozco y Berra lo constata en 1855: ¿[¿] En 1854 ha tenido una verdadero y científico arreglo, debido al trabajo personal y a la inteligencia de su actual conservador, D. José Fernando Ramírez.¿[16]

           

 

 

OBSERVACIONES: Donación del Patronato del Museo Nacional de Arte, A.C., 1992. La presente estampa es constantemente utilizada para la rotación de gráfica de la sala 22: Retrato del México Independiente; fue desprendida del álbum México y sus alrededores; colección de vistas, trajes y monumentos. México, Taller Litográfico de Decaen, 1855-1856.

 La litografía integró desde su impresión dos tintas: negra y sepia, proceso que se llama de ¿camafeo¿ o ¿duotono¿, utilizando tres piedras litográficas, la fundamental y las de las dos tintas.

Las piezas reproducidas en esta lámina se exhibían a mediados del siglo XIX en dos reducidas salas y en uno de los patios de la antigua Universidad de México: un tosco y enorme edificio que hasta 1910 existió en el lado sur del Palacio Nacional, colindado su alzada principal con la plaza ¿del Volador¿.



[1]  México y sus alrededores. Facsimilar de la segunda edición (1864). México, Inversora Bursátil, 1989: p. 13.

[2]  Véase a Manuel Toussaint,  Arte Colonial en  México. México, UNAM, 1974.

[3] Los llamados ¿artistas viajeros¿, una rama de los estudios de la historia del arte mexicano del siglo XIX, fueron una serie de dibujantes, pintores y litógrafos, en su mayoría de origen europeo, quienes a través de su producción artística divulgaron vistas y gentes de México en su continente. Interesantes publicaciones reprodujeron sus trabajos, entre ellas, las que recreaban las exóticas ruinas mayas: del inglés William Bullock, Seis meses residiendo y viajando por México, Londres, 1824; del alemán Karl Nebel, Viaje pintoresco y arqueológico sobre la parte más interesante de la República Mexicana...,1836; del inglés Frederick Catherwood, Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán, 1841 y Vistas de los monumentos antiguos de Centro América, Chiapas y Yucatán, Londres 1844; y del austro-húngaro Frederick de Waldeck,  Viaje pintoresco y arqueológico a la península de Yucatán de los años de 1834 a 1836, París, 1838.

[4] De todas las piezas sólo una no es azteca, procede de la cultura Zapoteca según José Fernando Ramírez, conservador del Museo Nacional. Descripción a la estampa ¿Antigüedades mexicanas¿ en México y sus alrededores¿, México, taller litográfico de J. Decaen, 1856-57.

[5] Véase para conocer los proyectos culturales en la República Restaurada y en el Porfiriato y la respectiva valoración del mundo prehispánico con especial interés en la grandeza del Señorío Azteca, el libro: Los Pinceles de la Historia. La Fabricación del Estado, 1864-1910. México, MUNAL-INBA, 2003.

[6] Clementina Díaz de Ovando, ¿Vicente Riva Palacio y la arqueología (1878-1880)¿ en Anales. Núm. 58. México, Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM, 1987: p. 181.

[7]  Rodrigo Gutiérrez pintó El senado de Tlaxcala (1875); José Obregón, El descubrimiento del pulque (1869); y en proyectos inconclusos se quedaron los temas prehispánicos de Rebull y Pina. Alfonso Sánchez Arreche, ¿Vida secreta de dos cuadros: El descubrimiento del pulque y El senado de Tlaxcala¿ en Memoria; revista del MUNAL. Núm. 7. México, 1998; y en Fausto Ramírez, ¿El senado de Tlaxcala¿  en  Catálogo comentado del Museo Nacional de Arte. Pintura siglo XIX. Tomo I. México, MUNAL, INBA y la UNAM, 2002: p. 296-307.

 

 

[8]  En las litografías que ilustran esta obra, se aprecian armas y monolitos inspirados en las piezas del Museo Nacional y que aparecen en la lámina de Casimiro Castro. Para ver estas escenas, veáse Eduardo Báez, ¿Litografía y vida militar¿ en Nación de imágenes¿, México, MUNAL-INBA, 1994: p. 71-84.

[9]  Las piezas en la ilustración contienen una numeración para ser cotejada con los comentarios descriptivos a la lámina por el especialista José F. Ramírez, quien con seriedad y documentación, refiere a la naturaleza de los vestigios y los estudios al respecto hasta ese momento. El señor Ramírez fue invitado a participar en la publicación para comentar Antigüedades mexicanas, ya que él era en ese momento, conservador del Museo Nacional. México y sus alrededores. Facsimilar,  op. cit.

[10] Apoyado En la descripción del señor Ramírez a la lámina y de mi propia observación en la ¿Sala Azteca¿ del Museo Nacional de Antropología.

[11] El ¿Calendario Azteca¿ y la Coatlicue fueron encontradas como parte de los trabajos de nivelación de la calle frente al Palacio Virreinal (Nacional) en tiempos del Virrey ¿ilustrado¿ Revillagigedo (1790), la confrontación de la máxima autoridad civil con el Arzobispo, llevó a que el emisario del Rey, en clara muestra de su autoridad, ordenara la colocación del ¿calendario¿ en la base de una de las torres de la Catedral Metropolitana, sitio en el que permaneció casi 100 años (1885) antes de pasar al Museo Nacional en la antigua Casa de Moneda. El historiador Antonio León y Gama estudió ambas piedras y sus reflexiones y conclusiones quedaron registradas en su libro Descripción histórica y cronológica de las dos piedras..., México, 1792. Ignacio Bernal, ¿Los ilustrados (1750-1825)¿ en Historia de la Arqueología en México, México, Editorial Porrua, 1979.

[12]  El 18 de marzo de 1825, Lucas Alamán consigue del presidente Guadalupe Victoria un acuerdo dirigido al rector de la Universidad, por el cual se crea el Museo. El acuerdo dice: ¿Su excelencia, el Presidente de la República, se ha servido resolver que con las antigüedades que se han traído desde la Isla de Sacrificios y otras que existen en la capital, se forme un Museo nacional y que ha este fin se destine uno de los salones de la Universidad¿¿  Luis Castillo Ledón, El Museo Nacional de Arqueología. México, 1924: p.59.

[13]  Castillo Ledón, íbidem.: p. 69.

[14]  Madame Calderón de la Barca, La vida en México (1839-1842), México, Porrúa, 2000: p. 110.   (Sepan Cuantos¿  núm. 74)

[15]  Ignacio Bernal, Historia de la Arqueología en México, México, Editorial Porrua, 1979: p. 128.

[16]  Manuel Orozco y Berra ¿Noticias de la ciudad de México¿ en Diccionario Universal de Historia y Geografía. México, 1855: p. 778. Cita tomada de Ignacio Bernal, íbidem.