Descripción
Merced a la división de esta obra en dos planos espaciales quedan sugeridos otros tantos episodios temporales, significativos en la vida de este personaje mitad evangélico y mitad legendario: su conversión y su retiro a la vida eremítica y penitencial. En un aposento privado aparece la Magdalena con una rica indumentaria cortesana a la usanza del siglo XVII. Pálida, ojerosa y con la cabellera suelta, enjuga sus lágrimas con un gran paño al tiempo que renuncia al mundo de las vanidades, señalado negativamente por un espejo y el retrato de un galán y que, sin duda, alude a sus amoríos carnales. En este contexto, los hilos de perlas, las alhajas, los afeites y perfumes, un peine, un cepillo, un arcón y otras prendas, caen al suelo en el instante mismo en que una ráfaga de luz irrumpe tras del cortinaje plegado.
Una pilastra separa el segundo plano, que nos brinda la vista de un huerto irrigado por arroyos y fuentes, poblado de flores y pájaros y, al fondo, la boca de una gruta que sirve de retiro a la Magdalena, ahora pobre, desnuda y penitente; yace sobre una estera y se acompaña de un crucifijo, una calavera y un libro para resaltar el valor de la meditatio y la ascesis. El paisaje idealizado y lontano está recortado por varios arbustos y para nada evoca el ambiente desértico en que supuestamente se desarrolló su vida eremítica.
Comentario
Una de las imágenes paradigmáticas de la religiosidad barroca es sin duda la mujer de vida pública que, arrepentida por un golpe de gracia, termina convertida y alcanza la santidad. El contraste y la fascinación entre el mundo sensual y la vida ascética encarnó en la figura de María Magdalena, como en ninguna otra, esa expresión paradójica del mundo barroco y fue un tema recurrente en innumerables cuadros cargados de teatralidad y efectismo; sobre todo cuando se retrataba el momento mismo de la conversión y la consecuente renuncia a las vanidades del mundo. Pero, de hecho, este pasaje es una reelaboración literaria, sin sustento preciso en la escritura ni tampoco en las narraciones legendarias de Jacobo de la Vorágine.
Debe recordarse que en el Evangelio según san Lucas (7, 48 - 50) , María Magdalena escuchó la predicación del Salvador y, embelesada por sus conceptos, cayó a sus plantas envuelta en llanto para luego derramar sobre "su maestro" un valioso perfume y limpiar con sus propios cabellos los pies de Jesús.
Correa, como muchos otros artistas barrocos, ha preferido realizar una abstracción de este pasaje para señalar didácticamente que el cambio de vida obedece también a una transformación interior. Sin embargo, en esto parece ser que seguía una estampa, habida cuenta de otra versión idéntica de Juan Maldonado que se localiza en la colección Morgenstern de Miami.1 Es menester recordar que las escenas de conversión eran un punto privilegiado por la hagiografía barroca: el quiebre con el mundo y la carne, el encuentro de la vocación religiosa, la revelación de la voluntad de Dios o el inicio de un camino de perfección espiritual. Todos estos momentos decisivos planteaban visualmente un verdadero gozne entre un "antes" ciego, inconsciente y sin sentido, y un "después" lleno de certidumbre y luminosidad. No en balde De la Vorágine daba al nombre de la Magdalena la equivalencia de un vocablo cualitativo: "la iluminada". Las "conversiones" que incluyen la representación de un hecho violento o patético (en este caso el don de lágrimas) fueron muy del gusto de la pintura novohispana a partir de la emergencia de sus pintores barrocos y, en algunos casos, formaron series narrativas para estimular a los internos de las casas de ejercitantes.
Ha sido ponderada como una de las obras más características de su autor. Fue adquirida en 1929 por la Secretaría de Hacienda y donada entonces a las colecciones de la Academia.5 Procedente de la Pinacoteca Virreinal de San Diego, ingreso como acervo constitutivo del Museo Nacional de Arte en 1982.
Inscripciones
Conrerpon de S[an]ta. Mar[í]a. magdalena
Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 153
Descripción:
"Preguntémonos dónde, cómo y porqué se oculta el cuerpo en el arte mexicano. Para empezar, ¿quién se desnuda? Antes del siglo XIX, casi nadie, fuera de algunos arquetipos bíblicos: Adán y Eva expulsados del paraíso, las ánimas del purgatorio, María Magdalena… Cristo también y algunos santos (san Sebastián), pero siempre conservando un paño en la cintura. En la iconografía colonial fundamentalmente religiosa, la desnudez es la manera inmediata de señalar el pecado original, en alegorías destinadas a conmover y convencer a los fieles. "Si la Edad Media ha figurado la desnudez –advierte Georges Bataille en Las lágrimas de Eros– es para que se le coja horror." Los cuerpos apiñados que vemos entonces son de criaturas conscientes de su culpa, echadas al infierno o prometidas a tinieblas eternas, y que enseñan su anatomía por castigo divino; en cambio, la efigie de Cristo crucificado justifica el desnudo porque simboliza el Verbo encarnado, inaccesible al dolor y a la muerte.
Eva es la fuente del desnudo femenino en la pintura occidental. Por extensión, el prototipo de la mujer galante en la Colonia es María Magdalena. En el lienzo, no aparece forzosamente desnuda, pero sí rodeada de fasto, engalanada de joyas y de brocados (Juan Correa, La conversión de santa María Magdalena; fig. 121), y a veces luciendo un generoso escote que de pronto deja un seno al descubierto. Es la santa penitente, cuya lujuria es signo de pecado; sin embargo, el argumento teológico resulta ser un tapujo: lo que deja ver su representación complaciente, en los casos extremos, son los pechos al aire acariciados por alhajas de una mujer embellecida por los afeites, acompañada de pericos, changos y gatos, "símbolos comunes del temperamento libidinoso". y que sostiene un espejo en la mano. De este último objeto, cabe aclarar que se afirmaba en Europa desde la Edad Media que era "el auténtico culo del diablo por incitar a la vanidad, a la sensualidad y al orgullo". Se repetirá, por cierto, esta equivalencia entre seducción y vocación demoniaca en el siglo XIX, en el culto a la mujer perversa."
(Navarrete Bouzard, Sylvia, 1998, p. 152)