Nelly Sigaut. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 377
Descripción
Una pareja, formada por san José y la Virgen María, extiende sus manos derechas hacia el sacerdote que va a consagrar su unión matrimonial. José se ve como un hombre joven, de barba y cabello castaño claro, extiende una de sus manos hacia el centro geométrico de la composición, mientras que con la otra sostiene la vara que floreció para distinguirlo como el elegido y sobre la que vuela la paloma blanca, el Espíritu Santo. Frente a él está María, de piel clara y mejillas sonrosadas, que repite el gesto de José y extiende su mano derecha sostenida por Zacarías, el sumo sacerdote. Éste se encuentra en el centro del cuadro, de pie como los esposos, y sostiene con sus manos las de José y María, para celebrar la unión conyugal. Ángeles altos y rubios rodean a la pareja, mientras que otros, más pequeños, arrojan flores desde el cielo, abierto con una intensa luz dorada, en cuyo centro se encuentra el tetragrama, el nombre de Dios escrito en caracteres hebreos. Toda la escena destila armonía y riqueza, tanto por la simetría de su estructura compositiva como por las delicadas texturas de las finas telas del trío protagónico, aderezado con joyas, galones y cadenas de oro y piedras preciosas. En el ángulo inferior izquierdo de la escena, cerca del pie de san José, sobre un papel, se encuentra la firma de Sebastián de Arteaga.
Comentario
Aunque los evangelios canónicos no hacen referencia a esta escena, las necesidades narrativas del cristianismo impulsaron a usar los evangelios apócrifos como fuente: el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio del Pseudo Mateo, el Evangelio de la Natividad de María y el Evangelio Armenio de la Infancia, de los cuales se realizó una síntesis, a partir de la cual se puede encontrar gran cantidad de variantes. María, doncella de la casa de David, a una edad que oscila entre los doce y los quince años, y después de haber pasado diez en el templo, fue elegida con otras vírgenes para salir del mismo y casarse. María se negó porque había decidido consagrar su vida y su virginidad a Dios, pero el sacerdote Zacarías le dijo que había tenido una revelación durante la cual un ángel le había dicho que reuniese a todos los hombres solteros y viudos y que les hiciese dejar una vara en el templo durante la noche. Al día siguiente, una señal le indicaría quién entre los candidatos había sido elegido para casarse con María. A la mañana siguiente se vio que la vara de José, un anciano carpintero de Nazaret, había florecido y que sobre ella volaba una paloma. A pesar de las negativas de José al matrimonio, debido a su muy avanzada edad y al temor de convertirse en objeto de burlas por la extrema juventud de María, se realizó la unión. Las tradiciones iconográficas se dividen en este tipo de representaciones donde José es un anciano (como en la Serie Je la vida de la Virgen de Durero) y otras donde es un joven, casi de la misma edad de la Virgen (como en la tabla de Rafael, de 1504, Pinacoteca Brera, Milán). A diferencia de la línea rafaelesca, donde la escena se desarrolla en el exterior y frente al templo, ésta transcurre en un interior, evidente por la luz, por el tapete que se encuentra en el piso y por las líneas arquitectónicas que se dibujan en el fondo de la composición y que enmarcan la silueta de Zacarías. Si entre los judíos el matrimonio era un contrato civil y no un rito religioso, la escena se occidentalizó ¿como observó Reáu hace muchos años¿ a partir del gesto simbólico de la conjunctio manuum, propia del derecho romano,1 unido a la antigua tradición grecorromana del uso del anillo como autoridad y cesión de la misma, motivo por el cual se representa el preciso momento en el que José va a colocar el anillo en el dedo de María durante la ceremonia.
De los evangelios apócrifos también derivan los colores con los que va vestida María, pues fue elegida para tejer un velo para el templo y los colores asignados fueron púrpura y escarlata. Siguiendo la moda de principios del siglo XVII, va vestida con saya rosa de fina tela adornada con guarniciones de oro, piedras preciosas y perlas y un broche que marca la unión del cuerpo, que termina en una punta, con la falda. El manto que la envuelve y que cae desde los hombros, también de tela rica, es azul por fuera y por dentro, pero en un tono más claro. Las texturas de las telas de Los Desposorios están pintadas con gran habilidad y demuestran la pericia que alcanzaban los pintores para resolverlas.
Los Desposorios plantean un problema muy interesante en relación con la obra de José Xuárez y Sebastián López de Arteaga. Cuando Manuel Toussaint conoció la Adoración de los magos que existía en el Museo de Davenport se la adjudicó a Arteaga, por sus características de "un dibujo extraordinariamente fino, paños explotados ricamente que ofrecen la sensación de realidad hasta en la diversa calidad de las telas empleadas en las vestiduras de los personajes". Pero en una frase clave para este problema, afirmó "que el autor de esta Adoración de los reyes es el mismo pintor a quien debemos Los Despo .¿» 2 Martín Soria pudo ver la Adoración del Museo de Davenport antes de que decidieran venderla y señaló que estaba firmada por José Xuárez "en la parte inferior derecha". Pero además, según Soria, el cuadro que representa Los Desposorios, a pesar de estar firmado, difiere "radicalmente ¿en espíritu, técnica, composición, iluminación, tipos y colores¿ de los trabajos conocidos de Arteaga" y en cambio señaló las relaciones de las figuras con las de JoséXuárez.3
Cuando Toussaint escribió sobre esa Adoración de los magos, hoy desaparecida, la consideró como obra de Arteaga, no sólo por sus características, sino también porque recordaba que Couto había oído hablar de una obra del mismo tema de Arteaga. Es posible que Toussaint no viera la firma de Xuárez en esa obra, pero tuvo en cuenta el problema que significa la presencia de Arteaga en nuestra pintura y por lo tanto se limitó a afirmar que el autor de esa Adoración que fue de Davenport es el mismo que el autor de Los Desposorios. Ya se ha planteado que en la década de 1640 confluyeron en Puebla, y quizá también en México, cuatro pintores que representaban diferentes corrientes: la itinerancia de Pedro García Ferrer por diversos centros artísticos peninsulares antes de su viaje a México ¿Valencianoledo¿ hace que su figura resulte particularmente interesante como representante del eclecticismo propio del siglo xvn; Sebastián López de Arteaga, formado en Sevilla; el flamenco Diego de Borgraf, joven pintor heredero de una tradición flamenca de larga estirpe, pues su padre y abuelo también fueron pintores, y el criollo José Xuárez, representante de una tradición local. Además, Arteaga y Xuárez tuvieron sucesivamente al mismo oficial, Bernabé Sánchez, y la restauración reciente de una obra tradicionalmente atribuida a Borgraf permitió ver que está firmada por Gaspar Conrado, quien tiene deudas formales muy claras con José Xuárez.5 Los ángeles que rodean a la pareja a derecha e izquierda tienen una clara deuda con José Xuárez. A esta red de relaciones se debe agregar el problema del modelo grabado que se usó para la composición de esta obra. Parece que Arteaga usó uno diferente al que ya se había establecido como tradición en la Nueva España. Rogelio Ruiz Gomar dio a conocer dos obras de este mismo tema, una atribuida por él mismo a Luis Xuárez (sacristía de la parroquia de Atlixco, Puebla) y otra que atribuye a Echave Orio (no localizada por el momento). En ambas composiciones aparece una nota iconográfica precisa: las dos manos que salen de las nubes y que se apoyan sobre los hombros de los desposados, y que fuera repetida a fines del siglo XVII por Cristóbal de Villalpando. La obra de Arteaga se acerca pero también se aleja de todas estas composiciones novohispanas y no solamente por la misteriosa aparición de las manos celestiales, sino en cuestiones plásticas: desde la parte superior de la composición, donde los angelitos crean con su disposición en el espacio un nicho profundo que cobija toda la escena, hasta la peculiar manera de pensar y pintar los cuerpos cubiertos por los lujosos ropajes, en los cuales la calidad de la tela no mata a la figura humana, sino que la cubre generando volúmenes que permiten entenderla. Esa forma de tratar la composición y la relación cuerpo-forma es una de las pautas que diferencian la obra del sevillano Arteaga, a pesar de las observaciones señaladas por Toussaint y Soria. Hasta ese momento en la pintura novohispana (con el riesgo que suponen las generalizaciones), el movimiento se daba en superficie y no en profundidad, por dos motivos que considero fundamentales: la poca sofisticación en la construcción geométrica del espacio y el desconocimiento de los secretos constructivos de las proporciones de la anatomía humana ¿procedimientos bien conocidos por los italianos, medianamente usados por los españoles y mayoritariamente desconocidos por los pintores novohispanos.
La complejidad de las relaciones plásticas hace evidente que en el territorio de la Nueva España había espacios culturales dinámicos interactuantes, tal como en otros reinos del imperio de los Austria. Esta complejidad, durante décadas, ha sido motivo de atribuciones y cambios de atribuciones de pinturas y se constituyó en uno de los quehaceres más espinosos de los historiadores de arte. Propongo este cuadro como uno de los modelos de las relaciones formales que contribuyeron a configurar la identidad de la plástica novohispana, pues se atiene a la tradición vigente en la Nueva España, pero utiliza los recursos visuales que traía desde Sevilla a los que, sin embargo, suaviza de acuerdo con la tradición local.
Procedente de algún convento novohispano, ingresó al conjunto reunido en la Encarnación de donde salió en 1861 para la Academia Nacional de San Carlos. En el inventario levantado en 1917, aparece en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde además figuran dos tablas del mismo tema que por el momento no se han podido identificar y quizá como tantas otras estén irremediablemente perdidas