Museo Nacional de Arte

La Virgen del Apocalipsis




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La Virgen del Apocalipsis

La Virgen del Apocalipsis

Artista: MIGUEL CABRERA   (ca.1695 - 1768)

Fecha: ca.1760
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego
Descripción

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 113

Descripción

Sobre un amplio celaje, de pie y al centro de la composición, siguiendo el eje vertical, se encuentra, con el par de alas de águila y el Niño en brazos, la Mujer de la que habla san Juan en el capítulo 12 de su libro del Apocalipsis, y a la que describe parada sobre la luna, vestida con el sol y coronada por doce estrellas. Hacia la parte izquierda de la composición asistimos al final de la batalla que han librado el ejército celestial, encabezado por el arcángel san Miguel, y las fuerzas del mal, comandadas por la bestia bermeja de las siete cabezas que con su cola arrastra unas estrellas, pues aunque Miguel aún blande amenazador su flamígera espada, parece que ya se ha levantado con la victoria, toda vez que pisa el lomo de la bestia que, derrotada, está siendo arrojada del cielo en compañía de sus secuaces. Presidiendo la escena, en la parte superior, vuela majestuoso, con el cetro de poder en la mano, el Padre Eterno, quien con los brazos abiertos y gesto protector toca las alas de la Mujer. La Mujer, que holla con su pie derecho una de las siete cabezas de la bestia, viste de blanco y azul, presenta la cabeza girada sobre su hombro derecho, tiene la mirada baja y sostiene al Niño en alto, a quien abraza y protege con un gesto amoroso. El Niño, prácticamente desnudo, gira su cabeza en dirección opuesta a la de la Mujer, levanta su mirada y alza su brazo izquierdo. Debajo de la Mujer, hacia el lado derecho, están tres querubines, así como tres angelitos que sostienen un manojo de hojas de olivo, un espejo de marco rococó, unas rosas y una vara de azucenas. Del mismo modo, en el ángulo superior derecho se encuentra otro par de angelillos entre nubes, uno de los cuales sostiene una hoja de palma. Finalmente, hacia el lado derecho de la composición, y en un plano profundo, se observa la empequeñecida figura de san Juan Evangelista como un hombre de avanzada edad que, pluma en mano, se dispone a poner por escrito las revelaciones que Dios, por medio de señales y visiones, puso ante sus ojos; junto a él se encuentra el águila que casi siempre le acompaña. De la boca del apóstol sale una invertida y ondulante inscripción en latín que reza: "SIGNUM MAGNUM APARUIT IN CÍELO, C. I 2. V. I que son las palabras con que san Juan inicia ese capítulo 12 : "Vi una gran señal en el cielo.

Comentario

Entre las visiones transcritas por san Juan en su libro del Apocalipsis que más trabajaron los pintores de la Nueva España están las tres que se suceden en el mencionado capítulo 12 del mismo, que empieza con la visión de la Mujer vestida con el sol, parada sobre la luna y coronada de estrellas, que con los dolores del parto estaba a punto de dar a luz (Ap 12, 1-2); a la que le sigue la visión de la bestia bermeja de las siete cabezas y su frustrado intento por devorar al hijo de la Mujer, que tan pronto nació fue puesto a salvo junto al trono de Dios (Ap 12, 3-6), y, finalmente, la visión de la oportuna intervención del arcángel san Miguel, quien, a la cabeza de los ejércitos celestiales, libró una batalla con la bestia, a la cual derrotó, arrojó del cielo y precipitó a la tierra (Ap 12, 7-8). Como la bestia decidió entonces acosar a la Mujer, ésta fue dotada con un par de alas de águila para huir al desierto; hasta allá la siguió la bestia, donde trató de ahogarla, vomitando agua, pero volvió a fracasar, pues la tierra absorbió el torrente; al verse derrotada, la bestia hubo finalmente de conformarse con hacerle la guerra al resto del linaje de la

Mujer (Ap 12, 13-18).

  Al principio, esa Mujer fue entendida como una personificación de la Iglesia, y si bien pronto se empezó a ver en ella a la Virgen María, fue hasta el siglo XII, con san Buenaventura, que esta identificación se popularizó. Por otro lado, con el arte de la Contrarreforma, en el siglo XVII , se hizo frecuente en su representación no sólo fundir a la Mujer con el modelo que igualmente por ese tiempo se imponía de María bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, sino también el intercambiar entre ellas los elementos propios de cada una, lo que explica que a la primera se la empezara a plasmar vestida de blanco y azul, y se le gustara acompañar de angelillos que portan algunos de los símbolos usados con más frecuencia para cantar la pureza que se pregonaba para la Inmaculada, y que a ésta se la comenzara a plasmar con el sol, la luna y las estrellas, que son signos propios de la Mujer Apocalíptica.

  Es sobre esa amplia base de la tradición religiosa y de la iconografía mariana que Cabrera compuso el cuadro que aquí se comenta. Para la representación de la Virgen-Iglesia del libro del Apocalipsis ha imaginado una bella mujer, que con un delicado giro en el cuerpo y los brazos en alto protege al Niño de la bestia. Siguiendo el texto bíblico, la ha dotado de un par de alas, la ha vestido con el sol (el disco solar que se asoma detrás de su figura), la ha hecho posarse sobre los cuernos invertidos de la luna (que ahora abrazan un orbe) y la ha coronado con las doce estrellas. Del mismo modo, ha incorporado al arcángel Miguel, quien se alza con la victoria en su lucha con la bestia. Pero, al igual que muchos otros artistas novohispanos, Cabrera se hizo eco de esa extendida práctica a la que hemos aludido de identificar a la Mujer Apocalíptica con la Purísima Concepción, por lo que la ha vestido de blanco y azul, y no ha titubeado en colocar en las manos de los angelillos que la acompañan algunos de los símbolos usados para referirse a la pureza de María, los cuales fueron extraídos de diversos pasajes de las Sagradas Escrituras o formaban parte de la llamada "letanía lauretana", tales como el espejo, las rosas, la vara con tres lirios (para poner énfasis en la pureza de María antes, durante y después del parto), la palma y el olivo.

  Así, entretejiendo atributos de una y otra, y fundiendo en una sola escena a los diferentes actores y los diferentes momentos de la narración de san Juan, Miguel Cabrera ha realizado uno de los cuadros más completos y espectaculares sobre el tema que pudiéramos encontrar en la plástica novohispana, y sin duda una de las mejores obras salidas de su prolífico pincel.

  Como veremos más adelante, en 1861 este lienzo se encontraba en las Galerías de la Academia de San Carlos. A él se refiere José Bernardo Couto al expresar en su Diálogo ¿por boca de Clavé¿ que para conocer a Cabrera basta "con sólo este cuadro grande que tenemos ahí de la Visión del Apocalipsis, cuando la mujer misteriosa que había parido al niño, huye delante del dragón y san Miguel pelea con la fiera"; aseveración que remata más adelante al expresar: "Creo que todas las dotes de Cabrera se registran en ese lienzo."

  Para la realización de esta pintura está claro que el pintor pudo disponer de varios modelos, entre los que no podía faltar Rubens, si bien, como era de esperar, por medio de grabados que repetían sus composiciones.4 Pero lo interesante, en este caso, es que Cabrera pudo también echar mano de obras del ámbito novohispano. Cabe destacar que unos años antes que él, José de Ibarra se había ocupado del mismo asunto al menos en dos ocasiones: en un lienzo que se guarda en la Pinacoteca de la Casa Profesa de la ciudad de México, y en una de las ocho láminas que contienen escenas de la vida de la Virgen y se encuentran desde 1982 en el Munal. Pese a ser grandes y notorias las diferencias que hay entre una y otra obra de Ibarra, es necesario subrayar que la figura de la Mujer es la misma en ambas, la cual ha salido sin ningún lugar a duda de Rubens.6

Y si bien nada impide suponer que Cabrera hubiese podido abrevar en las mismas fuentes que Ibarra, esto es en el o los mismos grabados que reproducían las composiciones del gran maestro flamenco, resulta interesante constatar que Cabrera parece haber echado mano de ambas vías, esto es tanto de los mismos modelos rubenianos como del antecedente cercano de Ibarra. La importancia que encierra esto último no es poca, pues es claro que con ello Cabrera estaría no sólo avalando la eficacia de la interpretación previa que del maestro flamenco había hecho el prestigiado artista novohispano, sino declarándose como miembro de una escuela que a sus ojos poseía valores dignos de reconocimiento.7 Así, mientras que es obvio que para la representación de la bestia ¿monstruo a manera de dragón¿ ha tomado el modelo de Rubens,8 pues curiosamente Ibarra no la incluyó en ninguna de sus dos versiones, ocurre que para la figura de san Miguel ha preferido seguir la solución dada por Ibarra en su lámina del Munal.9 Pero más importante que reconocer lo que ha podido tomar de cada caso, es el reconocer que Cabrera enriqueció con numerosas variantes los modelos iniciales, hasta desembocar en una composición nueva, efectista y grandiosa.

  La figura de la Mujer no resulta rígida, pese a estar dispuesta sobre el eje vertical al centro de la composición, gracias al elegante giro que presenta y a la suave curva que exhibe, como se puede apreciar al advertir que los pies y la cabeza quedan ligeramente retrasados en relación con el vientre. Pero, aunque sabemos que proviene de Rubens, Cabrera se muestra original al insertar a dicha figura en una estructura compositiva nueva, bastante más sosegada, plena de armonía y fuerza, la cual, aunque no resulta tan evidente, descansa en la gran "X" formada por los dos ejes diagonales que se cruzan al centro, a la altura de la rodilla de la Mujer.

  Dentro de este mismo orden de cosas cabe destacar el sabio manejo de la luz que presenta este cuadro, recurso del que se ha servido Cabrera tanto para conferir volumen a los cuerpos y reforzar dichos ejes diagonales, como para resaltar el sentido moral intrínseco de la escena. Obsérvese cómo el eje diagonal que desciende del ángulo superior izquierdo al ángulo inferior derecho deja dos grandes triángulos, resultando el del lado derecho notoriamente más claro que el opuesto, señalando con ello no sólo la diferencia entre el ámbito celestial y el terrestre, y por consiguiente entre la zona del bien y la del mal, sino también la distancia anímica entre el dinamismo de la lucha y el apacible jugueteo de los angelillos.10 Asimismo, basta ver la iluminación en el cuerpo de la Mujer para advertir la manera tan admirable con que el pintor ha realzado su figura: mientras que una mitad de su cuerpo queda en sombra, empezando por el ala de ese lado, la otra mitad, incluida el ala contraria, queda iluminada. En la iluminación interna de la mujer podemos advertir, de paso, el empleo de dos nuevos ejes diagonales que forman otra "X", pero más cerrada, pues dichos ejes diagonales ya no salen ni llegan a las esquinas del cuadro, sino a unos nuevos vértices que quedan en zonas áureas; las cabezas de san Miguel y la del angelillo con el espejo se ubican sobre los ejes verticales que, en dichas zonas de oro, unen los nuevos vértices que se han formado. Esta habilidad en la manera de integrar la estructura compositiva con la luz y el color, nos permite corroborar el excelente oficio del que Cabrera hizo gala en buena parte de su producción, pero también afirmar que, a diferencia de la mayor parte de sus colegas novohispanos, era dueño de una admirable facilidad para componer, rara habilidad que le permitió fundir formas extraídas de diferentes fuentes sin apartarse de su estilo propio, así como conseguir que los actores de sus escenas quedasen bien distribuidos y adoptasen posturas convincentes, plenas de gracia y naturalidad. Por lo mismo, no podemos estar de acuerdo con aquella aseveración de que por no ser original "la composición no tiene mérito".

  La figura del Padre Eterno planea con tono majestuoso en la parte superior; pero sin quererle corregir la plana a Cabrera, no parece muy afortunada la solución de presentarle con los pies extendidos hacia el lado derecho, pues de esa manera su imagen se vuelve banal y humanizada de manera innecesaria; basta, como mero ejercicio, suprimir mentalmente el detalle de dichos pies, para constatar que la figura gana en espiritualidad y majestad.

  Como hemos dicho, para la figura de san Miguel Arcángel, Cabrera se ha separado totalmente de Rubens, y ha preferido seguir a Ibarra, pues aunque le ha modificado en el accionar de las piernas, su postura, aspecto e indumentaria con escudo incluido son prácticamente los mismos. Luce un casco decorado con una pluma blanca, y viste la habitual coraza azul tachonada de estrellas y decorada con el sol y la luna en los músculos pectorales; porta igualmente la larga capa-estola roja con que gustaron representarle los pinceles novohispanos, misma que se hincha con el viento a sus espaldas, en un caprichoso movimiento que parece tener continuidad en la ondulante cola de la bestia. Pero a diferencia de lo hecho por Ibarra y algunos otros de sus colegas, el dinamismo de la figura del arcángel exhibe ahora un más correcto gesto corporal, pues le presenta atacando con el brazo derecho flexionado en alto y la pierna contraria adelantada.

  El agua que se extiende por buena parte de la zona inferior del cuadro quizá sea una alusión al mar que rodeaba la isla de Patmos, pero también se puede entender como el agua que vomitó la bestia para ahogar a la Mujer. Por otro lado, la inclusión de los angelillos, justificada por ser ellos quienes portan los emblemas marianos, aminora la gravedad y el dinamismo del combate que se libra en el cuadro y dota a la escena de un toque ligero y casi travieso, que alcanza su mejor expresión en el rostro y gesto del angelito que parece golpear una de las cabezas de la bestia con sus ramas de olivo, justo la que María tiene bajo su pie. La gracia y hermosura que se advierte en el grupo de angelillos, aunada a la ligereza que se aprecia en el trozo del evangelista san Juan y del paisaje en el que se encuentra, y la suavidad de los colores empleados para toda esta zona, ha permitido hablar de la presencia de un gusto cercano al estilo rococó en la obra de Cabrera.15 Y aunque falta una discusión seria sobre esta observación, no podemos dejar de reconocer que con ella se ha abierto una puerta para intentar entender, desde una nueva óptica, la copiosa producción de la pintura colonial de mediados del siglo XVIII, que ha venido siendo ¿hasta hace muy poco¿ injustamente considerada como "decadente". Quizás era necesario revalorar el rococó y dejarlo de ver como una prolongación decadente del vigoroso arte barroco, antes de intentar encontrar su posible proyección en la producción de nuestros pinceles coloniales. Cierto que sería inútil pretender encontrar en los lienzos novohispanos el despliegue de la temática laica que distingue a la llamada "pintura galante" cultivada por los pinceles franceses en el segundo cuarto del siglo XVIII, que con base en trazos ligeros y un suave colorido llenan con ninfas y damas de la corte o pastorcillas sus lienzos o tableros de asuntos mitológicos, frívolos o bucólicos, pues los pinceles en la Nueva España no tuvieron tal apertura y siguieron realizando escenas religiosas; empero, ni duda cabe que en el aspecto formal sí parecen recoger por momentos algo de aquella sensibilidad, especialmente por lo que ve a la delicadeza y amabilidad de las formas y a la suavidad de los colores.

Este cuadro difiere bastante del enorme lienzo que, con el mismo asunto, el propio Cabrera habría de realizar cinco años más tarde y que se encuentra en la escalera del colegio de Guadalupe, en Zacatecas (1765).16 Pero cabe observar que mientras que en éste de Zacatecas Cabrera representó a san Juan como un hombre joven, en el cuadro que aquí nos ocupa le ha plasmado de mucha mayor edad, adoptando la postura más correcta, pues conviene recordar que la serie de visiones que conforman el Apocalipsis tuvieron lugar estando san Juan desterrado en la isla de Patmos y siendo ya de avanzada edad. De cualquier manera, la diferencia de edad en san Juan entre uno y otro lienzo quizá se explique por petición del cliente, pues era igualmente válida y acaso más extendida la práctica de representarle como el apóstol que siempre permaneció joven e imberbe.

  Esta hermosa pintura fue ejecutada por Cabrera en 1760, justo diez años después de firmar el retrato de la célebre poetisa Sor Juana Inés de la Cruz, a tres años de haber terminado la serie de 33 lienzos de la Vida de san Ignacio de Loyola para los jesuitas de la Casa Profesa, y sólo un año después de que completó su participación en la parroquia de Santa Prisca, enTaxco.17 Ello significa que el cuadro que nos ocupa pertenece a la última etapa en la producción de Cabrera, sin duda la más brillante y acaso la más prolífica, pues asombra constatar que la mayor parte de los encargos importantes se dieron precisamente entre los años que van de 1756 a 1768.18 Es también en este lapso que Cabrera terminó de liberarse de las ataduras que le enlazaban con el lenguaje plástico que practicaban sus maestros hacia el inicio del segundo tercio del siglo XVIII, y en que alcanzó su propia expresión, en la que supo combinar suavidad con corrección, y con la que se labró el gran prestigio que le hizo sobresalir en su tiempo y cuyo brillo ha llegado hasta nuestros días.

  El cuadro, como consta por la inscripción que tiene, fue costeado por un matrimonio del que nada sabemos: "A devoción de don José Reaño y doña María Olivares, su esposa"; sin embargo, gracias al ya mencionado Couto sabemos que, antes de pasar a las Galerías de la Academia de San Carlos, la pintura de Cabrera se encontraba en el edificio que ocupara la Real y Pontificia Universidad de México. Es el poeta José Joaquín Pesado, uno de los interlocutores del Diálogo, quien señala que el cuadro se encontraba en dicho inmueble: "Bastante lo he visto en la Universidad antes que ustedes lo trajeran a esta galería."

  Al respecto, no está de más recordar la fuerte devoción que la Universidad de México profesó a la Virgen María en su advocación de Purísima Concepción, la cual empezó desde muy temprano y se mantuvo viva hasta que la institución, ya en el México independiente, se vio precisada a cerrar sus puertas, a mediados del siglo XIX. Como prueba de lo anterior tenemos que en los "Estatutos" de la misma (1618) se disponía que todos los que se graduasen de bachiller, licenciado, doctor o maestro en cualquiera de las facultades de la misma, debían de hacer, además del juramento de profesión, otro juramento por el que se comprometían a defender la Limpia Concepción de Nuestra Señora" y que en el título se pusiera haberlo hecho así. Asimismo, los maestros de la institución no sólo "se juntaron a Claustro público en 26 de agosto de 1652 y decretaron el votar el misterio con públicos aplausos",20 sino que organizaron una solemnísima fiesta con procesión, misa y sermón, para el 18 de enero del siguiente año.En este mismo sentido no podemos dejar de recordar que entre 1682 y 1683, para aumentar la solemnidad que tal hecho entrañaba, la Universidad organizó un certamen poético en honor a la Inmaculada, del que da cuenta Carlos de Sigüenza y Góngora en su Triunpho Parthenico. Finalmente, eran varias las imágenes de la Purísima ¿en pintura o escultura¿ que se mencionan distribuidas en diferentes espacios de la institución, desde la imagen de bulto "que dio el señor cancelario don Francisco Rodríguez Navarijo", que tenía su sol, luna y corona de plata, y que se encontraba en el altar de la capilla, hasta el "lienzo grande [ . . . ] con su marco, pabellón y repisa, dorado, todo en madera" que lucía en la cabecera del salón general de actos.

  Como hemos dicho, el cuadro está fechado en 1760, justo en el periodo en que ocupaba la rectoría de la institución el doctor Manuel Ignacio Beye Cisneros, a quien cupo el honor de haber sido reelecto por tres ocasiones de manera consecutiva para el cargo, y a quien se debe la "construcción del piso alto con su arquería" y una serie de mejoras materiales al edificio ¿perfeccionándolo y ampliándolo¿, hasta dejarlo como "una de las mejores pulidas fábricas y de mayor lucimiento de esta ciudad".24 Acaso el cuadro que nos ocupa fue encargado entonces para decorar alguna de las salas renovadas o alguno de los nuevos espacios. Y cuando por voz del mismo Pesado nos enteramos que "Aquella corporación parece que distinguió a Cabrera y lo ocupó más que a ningún otro pintor", de paso se nos informa que en esa institución debió de haber más cuadros del afamado maestro. Sobre este punto, conviene traer aquí a cuenta una noticia que atañe a esos mismos años e involucra a las dos instituciones y al mismo pintor: a fines de noviembre de 18 se leyó un oficio del Ministerio de Fomento en el claustro de la Universidad, en el que se recomendaba atender a la propuesta de la Academia de San Carlos para cambiar unas pinturas de Miguel Cabrera que pertenecían a la Universidad ¿desafortunadamente no se especifica cuántas ni cuáles¿, por otras que poseía la Academia ¿de las que tampoco se especifica cuáles, cuántas, y si eran europeas o coloniales, y de qué autores¿, "a fin de que en la nueva galería de pinturas que iba a abrirse, hubiera cuadros de aquel pintor". Como parece que tras de amplia discusión se aprobó dicha propuesta, acaso fue entonces que el cuadro de La Virgen del Apocalipsis pasó a la Academia. Sea como fuere, convendría recordar que sólo un año después, en 1857, se suprimió la Universidad y se mandó entregar todo lo que le pertenecía ¿edificio, muebles, fondos, libros¿ al Museo Nacional.

  A partir de la referida inscripción que nos deja saber que el cuadro fue costeado por un matrimonio, Carrillo y Gariel saca una conclusión que no compartimos, pues apunta "indudablemente debió ser propiedad de algún templo del cual los personajes que allí se mencionan fueron benefactores y no simples feligreses", a lo cual agrega, "por ello no es creíble que originalmente hubiese pertenecido a la capilla de la Universidad, que más bien parece haber sido su penúltima poseedora".28 Entendemos su idea, pero no su conclusión, pues perfectamente el cuadro pudo haber sido hecho para la Universidad y costeado por dicho matrimonio, que de esa manera pasaba a ser benefactor de la institución.

  Así, aunque no podemos decir con certeza qué tipo de relación guardaban con la Universidad los señores Reaño, ni sabemos a qué sala o espacio de aquella institución estuvo destinado, las referencias que hemos mencionado arriba nos permiten constatar que se conservó en dicha institución al menos hasta mediados del siglo XIX, y que antes de 1 861, año en que Couto escribió su Diálogo, el cuadro ya había engrosado las colecciones de la Academia de San Carlos, en cuyas Galerías se habían empezado a reunir obras de "la antigua escuela de pintura mexicana", como se designaba a mediados del siglo XIX a las pinturas del periodo virreinal.

  La calidad del cuadro de Cabrera debió de influir para que Louis Réau, el gran iconógrafo francés, lo incluyera como ejemplo del tema que nos ocupa en una obra del siglo XVIII. 

Inscripciones

[En el ángulo inferior derecho:]

devn. de Dn.Jph. Reaño,y Da. María Olivares, su esposa.

 

[En el lado derecho, al centro:]

SIGNUM MAGNUM APARUIT IN CCELO. C. 12. V. I.

  

“Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza…” Con ésta frase da comienzo el capítulo 12 de Apocalipsis, el último libro bíblico. La mujer que describe el evangelista Juan, a quien se atribuye dicho texto y que escribía como testimonio de las visiones que dijo tener sobre el final de los tiempos durante s destierro en la Isla griega de Patmos, fue reconocida por los teólogos como personificación de la Iglesia. Durante la baja Edad Media, ésta imagen  femenina fue identificada como la virgen María, y ya en el siglo XVII sirvió para construir  la iconografía de la Inmaculada Concepción. La representación de la ahora conocida La virgen del Apocalipsis fue uno de los temas más interpretados por los pintores novohispanos debido a la gran devoción entre la sociedad virreinal. En el caso presenta, Miguel Cabrera parte del escrito apocalíptico para crear una de sus  obras más representativas, que sigue la narración del capítulo bíblico: Juan, atento a las visiones, asienta en su libro los portentos que se desatan en el cielo; la aparición de la mujer, quien entrega a su Hijo al Padre celestial y quien recibe de éste dos alas de águila para que huya al desierto; la gran guerra cósmica entre el arcángel Miguel y el dragón de siete cabezas, monstruo que es proyectado contra la Tierra junto con un tercio de las estrellas del cielo, metáfora astral que recuerda a los ángeles caídos. María, como nueva Eva, pis la cabeza de la bestia, mientras que un grupo de ángeles ostentan emblemas lauretanos para exaltar la naturaleza Inmaculada de la Virgen.

Mientras el rojo del dragón remite al color con que Juan lo describe, la capa de Miguel recuerda a los trajes militares romanos, de donde provienen los símbolos bélicos de los arcángeles guerreros. A lo largo de varios pasajes del Apocalipsis, se hace referencia a l rojo y a colores cálidos asociados a la luz; por ejemplo, el primer personaje que aparece ante Juan poseía ojos de fuego y un rostro resplandeciente como el sol, e incluso, en el capítulo último de dicho libro, se habla de rubíes como parte de la además que ornamentan los cimientos de la Jerusalén celestial. Por su parte, Sodi plasma un espacio de energía creativa donde predomina la fuerza natural del rojo como poder de vida; los elementos orgánicos que aplica de manera sorpresiva en el lienzo y enfatizan el poder estimulante del rojo en el espectador. Mientras el rojo en el óleo de Cabrera remite a los valores simbólicos surgidos en los pasajes bíblicos y en l tradición cristiana, las texturas de éste lienzo se vinculan con el fuego y con el flujo de la sangre en el cuerpo humano.