Museo Nacional de Arte

La Virgen de la Merced




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La Virgen de la Merced

Fotografía: David Álvarez Lopezlena Retoque fotográfico: Perla Godinez Castillo

La Virgen de la Merced

Artista: MIGUEL CABRERA   (ca.1695 - 1768)

Fecha: ca. 1750
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego
Descripción

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte pintura Nueva España T. II pp. 107

Descripción

Obra de formato oval en la que se encuentra la Virgen entre nubes, sentada casi de frente, sosteniendo con su mano y brazo izquierdos al Niño Jesús, que queda sobre sus piernas. Dirige la mirada hacia el espectador y su cabeza, que se aprecia un tanto ladeada sobre el hombro derecho, se encuentra ubicada frente a un rompimiento de gloria y presenta una aureola de doce estrellas. Luce el pelo suelto y porta una corona imperial decorada con perlas. Se trata de la Virgen de la Merced, pues viste el hábito blanco de la orden religiosa que lleva su nombre, compuesto por una túnica sujeta con una correa, amplia capa y escapulario.2 El escudo de dicha orden, con la cruz blanca en el cuartel superior y las cuatro barras de la Corona de Aragón en el inferior, destaca sobre el escapulario, a la altura del pecho. María tiene su brazo derecho separado del cuerpo y ligeramente en alto, para mostrarnos el pequeño escapulario que sostiene con delicadeza y en el que vemos también el escudo mercedario. El Niño Jesús está en actitud de bendecir otro pequeño escapulario que entrega al par de niños que se encuentran mirándole con atención hacia el lado derecho, en un nivel más bajo de la composición. El primero de ellos, vestido de rojo, aparece arrodillado y de perfil, con grilletes en los pies; detrás de este se asoma el segundo, cubierto con un gorro y con la carita levantada. Completan la composición varios querubines, tres a los pies de la Virgen, otro asomándose bajo un pliegue de su manto y cuatro más dispuestos simétricamente por pares en la parte superior.

Comentario

La veta de "Madre compasiva", con que se reconoció en la Edad Media a la Virgen Mana, nació y creció al calor de la piadosa religiosidad de los fieles, cuando sus devotos la empezaron a ver como la Madre que les aliviaba sus penas o les socorría en sus necesidades. Situada a medio camino entre el cielo y la tierra, inspiró en la humanidad la sincera confianza de que era el vehículo ideal para interceder y conseguir cualquier gracia ante Dios. Fue así que, como contrapeso de Jesucristo, el Rey de Justicia, a María se le empezó a aclamar como Madre de Misericordia.3 De ese papel como mediadora derivó la recepción de la Virgen como administradora o dispensadora de las gracias divinas, con lo que no tardó en surgir la advocación de la Virgen de la Merced o de las Mercedes ¿esto es, capaz de obtener o dispensar favores¿, pues si Dios se mostraba dispuesto a conceder la satisfacción de lo que se le solicitara por intermedio de María, ella dejaba de ser la madre pasiva y se convertía en la gran intercesora ante Dios para conseguir la obtención de los favores solicitados por sus hijos y el alivio de sus necesidades.

   Bajo esos postulados y preocupados por la triste situación de los cristianos que a principios del siglo XIII se encontraban prisioneros en manos de infieles, principalmente de los sarracenos, san Pedro Nolasco y Jaime I de Aragón, contando con el apoyo del dominico Raymundo de Peñafort, decidieron fundar, en Barcelona, una nueva orden religiosa destinada a aliviar ese mal, a la que pusieron por título "Orden de la Beata María Virgen de las Mercedes para la Redención de los Cautivos".

  No es casual, pues, que fuese en España, tan próxima a la costa africana y en la que aún se padecía la presencia de los moros, donde se dejara sentir la necesidad de solucionar el grave problema que significaba la existencia de numerosos cristianos prisioneros de los turcos y sarracenos. Se cuenta que la Virgen, siempre oportuna en su compasión, se apareció en la noche del 2 de agosto de 1218 a los tres personajes arriba mencionados, a fin de ayudarles a poner en práctica la idea de fundar dicha orden. Como los sarracenos solicitaban un rescate monetario para liberar a los prisioneros, los miembros de dicha orden se abocaron a recolectar las limosnas que hicieran posible su rescate, tal y como se expresa en el largo título de la nueva orden. Y aunque ésta fue aprobada hasta 1235, muy pronto mostró su eficacia y creció su radio de acción. Por ello, y por tratarse de tierras de infieles, no debe resultar extraño encontrar la presencia de la misma en el Nuevo Mundo desde fechas verdaderamente tempranas. Baste recordar que ya en el segundo viaje de Cristóbal Colón pasaron a América unos frailes mercedarios, y que para el caso específico de la Nueva España uno de ellos, fray Bartolomé de Olmedo, vino con Hernán Cortés. Pero a diferencia de lo que ocurrió en el resto de América, en donde la orden mercedaria desempeñó un papel muy importante, en México su labor no fue tan destacada, o al menos no en las labores de evangelización durante los años inmediatos a la caída de Tenochtitlan, pues habiéndose retirado del territorio novohispano desde los primeros años, fue hasta muy avanzado el mismo siglo XVI en que algunos de sus miembros regresaron y se establecieron en México de manera definitiva.

  Sin embargo, la sociedad novohispana acogió siempre y de muy buen grado la devoción de la Virgen bajo dicha advocación, como lo pone en evidencia la buena cantidad de imágenes de la Virgen de la Merced que se conservan ¿de pincel, de bulto o de buril¿, entre las que por supuesto se encuentra la afamada imagen de bulto, del siglo XVI, titular del convento grande, hoy en la iglesia de la orden en la calle de Arcos de Belén,4 y el cuadro de Miguel Cabrera que ahora nos ocupa, de mediados del siglo XVIII.

  No obstante que se trata de uno de los pintores más afamados de la Nueva España, mucho de la vida de Cabrera permanece oculto o envuelto en las brumas de la leyenda. Originario de la ciudad de Oaxaca, a corta edad debió pasar a la capital del virreinato, donde seguramente llevó a cabo su formación y en la que empezó a trabajar hacia los últimos años de la década de 1730. Entre sus posibles maestros destacan dos: la figura de José de Ibarra, sucesor de los Rodríguez Xuárez, y Juan Francisco de Aguilera,5 quien fuera, con los anteriores, otro de los principales actores del cambio de orientación que experimentó la pintura novohispana en el segundo cuarto del siglo XVIII. Sea como fuere, lo cierto es que el estilo de Ibarra se adivina en algunas de las obras tempranas de Cabrera, como sería el caso del cuadro que nos ocupa.

  La fecha de 1750 que ostenta el cuadro que ahora nos ocupa, por más de que es la misma que lleva el famoso retrato de Sor Juana Inés de la Cruz que se guarda en el Museo Nacional de Historia, indica que pertenece a una etapa temprana en la producción de Cabrera, tiempo en el que este pintor no ha alcanzado una expresión propia, pues no ha terminado aún de liberarse de las ataduras que le unían con el lenguaje plástico de los maestros de la generación anterior que dominaban el panorama pictórico. Es por ello que comparte con aquéllos un lenguaje plástico en que se advierte esa excesiva suavidad en los tipos y en el colorido, amén de ese vago tono de debilidad que predominaba en la producción de los artistas de la época, notas que en este cuadro se hacen evidentes en la dulzura e inexpresividad de los rostros ¿especialmente en el de la Virgen y en el de los angelillos¿, y en la poca atención concedida a los drapeados, que apenas se antojan convincentes.

  Con todo, es indudable que desde fines de la década de 1740 empezaron a sucederse las obras con las que Cabrera se fue labrando gradualmente el gran prestigio que le hizo sobresalir en su tiempo y cuyo brillo ha llegado hasta nuestros días.

Con talento y buen oficio, y combinando suavidad con corrección, se fue elevando sobre los maestros de ese entonces. Es en obras como esta Virgen Je la Merced que podemos observar las deudas artísticas contraídas con los pintores anteriores o contemporáneos a él, pero también los logros que ha alcanzado. Así, aunque está muy lejos de figurar entre las mejores obras salidas de su pincel, en el diseño de las figuras y en el manejo del color que exhibe se dan cita el encanto y la delicadeza que siempre le acompañaron, así como también esa admirable facilidad que tenía para componer, don sin el cual difícilmente hubiera conseguido la soltura y naturalidad en los gestos corporales que caracterizan a sus figuras y en las que descansa buena parte de la gracia que desprende esta Virgen con el Niño.

  Se desconoce quién encargó la obra y para dónde estaba originalmente destinada, pero nada impide suponer que debió de engalanar alguna de las casas de la orden de la Merced, acaso la central en la ciudad de México.6 Sin embargo, el hecho de que, en vez de adultos, sean niños con grilletes los cautivos que alcanzan el consuelo ofrecido por la Virgen y el Niño, acaso indique que el cuadro pertenecía a una casa cuna u hospicio. Del mismo modo, también cabría pensar que la inclusión de los niños obedeciera al modelo empleado por el pintor a la hora de realizar este cuadro, o al deseo expreso del cliente, quien así se lo solicitara para jugar con el efecto de conmiseración que provoca la inclusión de los mismos; y si, dadas las circunstancias históricas que privaban en el ámbito novohispano, la labor de mediación de María ya no se aplicaba a la intención original de liberar de la prisión entre infieles a sus devotos, sí podría tomarse su intercesión en un sentido moral más amplio para buscar su protección e impedir quedar encadenados a los grilletes del pecado.

  No sabemos desde cuándo el cuadro quedó incorporado al acervo de pintura colonial que se formó en la Academia de San Carlos, sin embargo, ya se le menciona en el "Inventario" levantado en 1879 de las obras pertenecientes a dicha institución: del mismo modo, creemos que es el que figura en otro inventario (1917), si bien mal identificado como "La Virgen del Carmen", pues se le consigna como de la mano del mismo Cabrera y con medidas bastante cercanas a las de éste ( 118 por 70 cm), al que se le valuó en mil pesos. Sea como fuere, ya la registra Manuel Toussaint (con el número 94) en el catálogo que elaboró de esa colección en el año de 1934.