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Magdalena penitente




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Magdalena penitente

Magdalena penitente

Artista: BALTASAR DE ECHAVE IBÍA   (ca. 1585/1605 - 1644)

Fecha: s/f
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego.
Descripción

 

Jaime Cuadriello. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 211

Descripción

En la boca de la caverna de Saint Baume, cerca de Marsella, la Magdalena aureolada, de medio cuerpo, con sus característicos cabellos de puntas rizadas y sueltos, abraza el crucifijo con el semblante demacrado y extático. Ha cubierto su flacura y desnudez, propias de su condición de anacoreta, con un manto grisáceo que se ha corrido de un lado y deja ver el hombro y un seno, con el pezón apenas insinuado. En un extremo se mira el depósito de los ungüentos y perfumes, y tras de este objeto de aspecto metálico se abre un paisaje arbolado, tachonado por algunas raíces retorcidas. Entre las rocas de los montes se eleva el torreón de un castillo. Un dramático celaje de azules de distintos matices, en que está rayando el sol, cierra el último plano de la composición.

Comentario

Como en otros casos en que los artistas desarrollaban una secuencia como pendant, es muy posible que estas obras hayan sido parte de un programa retablístico mayor; en cuya predella o banco se ajustaría, en función de las características de este mueble, esta peculiar composición de formato horizontal. Ambas tablas destacan por sus marcadas líneas diagonales convergentes en un extremo inferior, que ponen en relieve la figura de medio cuerpo y en primer plano; todo encuadrado en una composición de "ventana", al modo de las madonne renacentistas del norte de Italia que, tras de sus espaldas, dejan ver un amplio y profundo paisaje de dimensiones serpentinas. Basta ver cómo un grabado de Aegidus Sadeler, con el mismo tema del Bautista anunciando al Cordero de Dios, difundía por entonces estos mismos esquemas de representación naturalista enclavados en un ambiente bucólico. En suma: un "teatro" donde la integración orgánica del paisaje y la figura humana compone un discurso tan naturalista como alegórico, de fácil y amable comprensión.

  Por su tema, se trata de un claro elogio de los primeros modelos de vida cristiana y que allí se muestran como una suerte de paradigmas de imitación, propagando los nuevos ideales apostólicos de la labor de la predicación, la práctica de la oración y la meditación, que en estas imágenes se desarrollan a campo abierto.1  

  Los temas, por lo demás, están compaginados con esa afición, tan peculiarmente echaviana, por pintar paisajes azulados y brumosos de indudable influencia flamenca. En medio de estos horizontes, y pese a su pequeño formato, a este artista se le mira siempre muy inclinado a desarrollar escenas de amable intimismo, dotadas de una escueta narratividad y aun impregnadas de un naturalismo y lirismo expresivo, en que los sentimientos de quietud y los buenos afectos salen a relucir en cada uno de sus personajes. Pero también, vista en su conjunto, la obra de Echave Ibía revela un sorprendente eclecticismo de tipos y formas que es síntoma, a mi juicio, de la crisis del manierismo y de la irrupción de los nuevos códigos expresivos del arte barroco, modalidad esta última que al final de sus días supo incorporar, ahondando la ruptura estilística con sus predecesores.2 Desde esta lejana "periferia" de la pintura occidental, es conmovedor encontrarse con un pintor tan personal y sensible, sin duda formado aquí mismo, y sumamente receptivo a los vaivenes estilísticos que desde Roma, Venecia o los Países Bajos preludiaban el triunfo de la pintura como discurso del intelecto, recurso de persuasión y, desde luego, del poder contrarreformista que la auspiciaba.

  Por ejemplo, entre sus aspectos renovadores, Echave Ibía se mostraba como uno de los primeros practicantes explícitos de la doctrina de los afetti, sobre todo por el cuidadoso manejo de las expresiones y el modelado y encarnado de sus rostros. Una paleta inconfundible y plena de matices venecianos hacía el resto de su personalidad sobresaliente, luciendo esta destreza en contrastar los ropajes y dar volumen y ritmo a los cuerpos. Incluso, a diferencia de sus coetáneos, en la brevedad de algunas de sus composiciones sobre tabla o lámina, no escatimaba recursos en el manejo del espacio, en la profundidad de los planos (como en la audaz composición en diagonal de estos cuadros) y, sobre todo, en la correcta dispositio gestual de las figuras humanas.

  Más aún, nótese que en una de estas imágenes de medio cuerpo, como la misma Magdalena en trance, el pintor se ha concentrado en destacar la gestualidad orgásmica con que los artistas hacían sensibles los efectos espirituales de la visión interior extática: rostro echado para atrás, pómulos salientes, boca y ojos entreabiertos, cejas arqueadas, fosas nasales contraídas y cabellos desparramados. El contraste entre la blancura de las carnes y la aspereza de los roquedales puestos a sus espaldas participa de esta nueva sensibilidad emocional, en la que se confunden los sentimientos de gozo y dolor por ella experimentados en su etapa de reclusión; todo según se deducía de La leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine, cuya pluma fantástica la hacía levitar en los cielos, cargada por los ángeles, en medio de su aislamiento y destierro en la costa mediterránea de las Galias (a donde fue destinada en su misión apostólica).

  Precisamente este código de representación, para expresar el estado unitivo de los místicos, una suerte de climax "teopático" (como lo ha llamado Fernando de la Flor), que quizás aquí vemos por primera vez representado en el arte novohispano, ya es anuncio de la nueva espiritualidad barroca y postridentina; todo ello señal propia del naturalismo plástico, que luego mutará en realismo barroco descarnado, con la típica imagen de la "aniquilación de la carne" consagrada en la afamada obra "negra" de Ribera y tantos más. No por azar algunas obras de Luis Xuárez ya se hadan eco, también, de este expediente de desahogo y trastorno "libidinal" para así expresar, palpablemente por medio de las sensaciones humanas, tan sólo un eco de la plenitud del estado de rapto espiritual.5 Es casi seguro que estos modelos llegaron a la Nueva España a principios del siglo XVII por vía de los grabados de Francesco Vanni, reproduciendo las obras inaugurales del barroco de Agostino Carraci.

    Pero también hay que reconocer que en el tratamiento del rostro blanquecino y en el cuello apergaminado de esta Magdalena transportada se palpa, todavía, un arcaísmo estilístico ya entonces centenario: el exquisito efecto de sfumato, que tanto empleara en España Luis de Morales (por influencia de Leonardo y Luini), precisamente para imprimir mayor patetismo al rictus de sus escenas pasionarias.

  Con todo, no es casual que en el arte italiano de las dos primeras décadas del siglo XVII, la Magdalena semidesnuda y enclavada en su paisaje yermo o "santo desierto" se había convertido en el tema favorito de los últimos artistas manieristas o de los primeros barrocos, según se quiera, que supieron imponer toda una fórmula pictórica exitosa, impregnada de dramatismo y efectos de contraste. Impulsados por el espíritu de la Contrarreforma, la figura de María de Magdala, aislada y objetivada como trofeo de conversión, llenaba las expectativas de los teólogos moralistas que proponían un modelo de vida penitente, como forma exponer la carne macerada de la mujer que era, por añadidura y significativamente, causa de "la caída del hombre". Así, los tipos muchas veces ambiguos de estas "venus" púdicas y místicas, desde la de Anibale Carraci y hasta las más populares de Guido Reni (incluidas sus cleopatras y lucrecias a punto del suicido), se servían de los estudios anatómicos extremados y, sobre todo, de los correspondientes de expresión. Todo en ese mismo registro emocional "hierogámico" que transmitía, por medio del cuerpo mucho más vibrante y emotivo de la mujer, "la idea" del grado más sublime de revelación mística. De esta suerte, la femineidad en su expresión más sexuada hacía "visible lo invisible" o los sentimientos más paradójicos según se quiera: que la "atadura" de carne es indicador de que el alma en gracia, su propia negación, está finalmente poseída por Dios. Si bien el ejemplo de Echave nos muestra un rictus mucho más "interiorizado" respecto a los archiconocidos modelos, casi suspiros melodramáticos, de El Divino Reni; mismos que a su vez imitaban modelos de Tiziano y otros maestros venecianos, con enorme popularidad merced a los grabados de Cornelis Cort y que sabemos bien conocía e interpretaba el segundo de los Echave.

    En este tenor, nótese cómo el Bautista ha colocado la mirada en un punto extraviado, sin duda rasgo de su misión visionaria, y está en actitud de reposo y, al mismo tiempo, de potencial actividad: anunciando el cumplimiento de sus profecías (atributo en mano) a la faz de la tierra. Por eso no es casual el significado "sacralizado" de paisaje del fondo que se suma, como metáfora, a su propio papel histórico: la tranquilidad de la naturaleza acogedora, el paraíso prometido y el rumor acuático del río, las aguas de la salvación, se empalman con los medios y mensajes de que se valen para retratar su misión profética. Además, todo parece acorde con la doctrina del tratadista Karel van Mander, que recomendaba a los paisajistas flamencos evocar, mediante estas vistas muchas veces imaginarias, todo un scenario poético de la idea del mundo en estado paradisiaco; como aquellos realizados por Paul Brill, Sebastian Vrancx, Roelandt Savery, Joss de Momper o Brueghel El Viejo a principios del siglo XVII. 12 Paisajes idílicos, además, tocados por la mano del Creador, en los que convive el hombre con las fieras, con el pasado y el presente, y toda suerte de criaturas que al unísono van "cantando la creación" en medio de la diversidad de una naturaleza apacible y grata en la que afloran "el honor y la virtud" de los hombres.

  Pero no siempre es unívoca y positiva esta valoración del paisaje. Uno de los más curiosos debates reavivados en la Reforma y la Contrarreforma fue precisamente conocer el origen de las geografías tan contrastadas del planeta, verbi gratia la elevación de sus montañas o el curso de sus ríos, en relación con el origen y caída del hombre y el fratricidio cometido por Caín. En suma, interpretar la geología como señal de la pérdida del paraíso, y desde antiguo entendido como "huevo cósmico" generador y mantenedor del hombre en estado de pureza (también su posible localización en una planicie predeterminada de la tierra). La contraposición de rocas y montañas, formando abismos y valles, había llamado poderosamente la atención de algunos exégetas y era interpretada, también, como una pérdida del orden natural y la armonía original que se enseñoreaba desde el Génesis sobre la faz del mundo. La superficie de la tierra, ahora cubierta de protuberancias tan disímiles y limitantes (o "tumefactas"), era parte del castigo que se dio a los desterrados hijos de Eva para que habitaran y penaran, literalmente, en este "valle de lágrimas". Ésta era la visión popular y hasta cierto punto luterana que afloraba en el imaginario de entonces.

 Más aún, tal como sucede en otros casos de obras destinadas a ornar un retablo, que es el gran escenario en que se despliega la liturgia, es posible que los modelos escogidos y emparentados aquí sean también un elogio de los correspondientes sacramentos ligados con el poder de exorcizar, que además son tan trascendentales en el plan salvífico de la Contrarreforma: el bautismo y la penitencia. Habida cuenta del papel evangélico de ambos personajes de raigambre eremítica, y que ya portan el símbolo victorioso y ahuyentador de la cruz, que es enseña del credo recibido (por el bautismo) y confesión inquebrantable de su fe (por el perdón que otorga), ambos se hermanan en las promesas de alcanzar una nueva vida que hiciera el maestro Jesús.

  Se desconoce su procedencia, pero se sabe que ambas tablas ya pertenecían al acervo concentrado en el convento de la Encarnación de donde pasaron a la Academia en 1861. La correcta atribución a Echave Ibía fue obra de la buena intuición de don Manuel Toussaint, quien al reconocer estas obras en las Galerías, junto con la opinión calificada de don Diego Angulo, las agrupó como propias del estilo del segundo pintor de esta dinastía.