Museo Nacional de Arte

Santo Domingo




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Santo Domingo

David Álvarez Lopezlena

Santo Domingo

Artista: JOHN PHILLIPS   ((siglo XIX))

Técnica: Litografía
Tipo de objeto: Estampa
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Donación Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991
Descripción

Vista abierta de la Plaza de Santo Domingo de la ciudad de México, encuadrada de sur a norte, está cerrada en el segundo plano por el templo y convento de la orden de Domingo de Guzmán (los dominicos). La iglesia se alza al centro de la obra, con su portada ornamentada al estilo recargado dieciochesco, es el motivo compositivo principal.

               El conjunto religioso se encuentra demarcado por la cerca de Santo Domingo, -excelente muro de corte barroco- y en las alturas se erigen, de derecha a izquierda, la cúpula ochavada del templo, la torre de estilo sevillano y, como parte del monasterio, las cúpulas de las capillas del Rosario, del Tercer Orden, y de la Expiración, todas con copulín y remate en cruz.

               Edificaciones de relevancia histórica cierran los flancos de la plaza, a la derecha, el sólido edificio de La Aduana con su monumental portón y, enseguida, divididos por la calle de Perpetua, el peculiar  ex palacio del Tribunal del Santo Oficio de la  Inquisición con su fachada principal chata y que corta, en diagonal, el ángulo del solar. La ex Calle Real  corre en perspectiva en dirección al cerro del Tepeyac.

              El Portal de Santo  Domingo  y  la fuente del ¿Aguilita¿ se encuentran a la izquierda de la escena. En la plancha, ambientada con múltiples figuras, se representa un suceso: el paso de una  procesión de dominicos que  portan su clásico hábito blanco y negro,  así   como  la   cruz    procesional,   incensario   y    estandartes    con    iconografías devocionales. Estos, provienen de la puerta oriente del atrio, cruzan la explanada, y parecen dirigirse a la Plaza Mayor de la ciudad. A ambos lados de la procesión, los espectadores hincados: arrieros, vendedores callejeros, viandantes y hasta el cochero de un carruaje que suspende su oficio, los veneran.


Archivo del Departamento de Documentación del Acervo. Víctor T. Rodríguez Rangel

La presencia de los artistas viajeros en México en el siglo XIX, (europeos en su mayoría)[1] fue, sin duda, uno de los episodios más destacados y aportativos para la historia del arte de nuestro país. En sus pinturas, litografías y dibujos quedó reproducido el México decimonónico desde sus particulares puntos de vista y desde sus singulares técnicas y estilos, aunque no dejan de tener por esto un rico valor documental y visual que nos permiten acercarnos a la verdad de la fisonomía de la población y sus costumbres; a la fisonomía de las ciudades, de la geografía, de la vegetación y de la fauna.

            El territorio nacional (distante y exótico para el europeo), inspiró a aquellos hombres que, por uno u otro motivo, vinieron a estas tierras y contaron con las habilidades artísticas y con el interés necesario para plasmar lo asombrosamente visto. Gentes como Claudio Linati, Ocataviano D´Alvimar, Pedro Gualdi, Karl Nebel, Thomas Egerton, Edouard Pingret, Johann M. Rugendas, Johann S. Hegi, Frederick Waldeck y, el que nos compete, John Phillips, por sólo mencionar algunos.

            Estos viajeros, en muchos sentidos, revolucionaron la producción artística en México sobre todo en el segundo cuarto del siglo XIX, cultivando géneros que aun no se impartían con rigurosidad académica en el territorio. Ejemplo de ello, fue la pintura de costumbres, de tipos populares, y de vistas urbanas y de perspectiva.

            La perspectiva urbana reprodujo, en papel y en lienzo, con la minuciosidad científica de un proyecto arquitectónico, diversas localidades de las principales poblaciones; -en particular de la ciudad de México- plasmados quedaron los parques, los monumentos y los paseos, así como las plazas, las calles, las fuentes, las iglesias y las dependencias públicas. Los extranjeros entraron a la intimidad de los recintos para dibujar, con un esmero exhaustivo: ornatos, líneas y formas. Sus vistas las animaron y ambientaron con personajes típicos de la sociedad caracterizando la cotidianidad. En sus obras, el tratamiento de las figuras humanas ¿siempre secundarias con respecto a lo arquitectónico- constituyó un sello característico, por lo que, por ejemplo, se puede reconocer la mano de Gualdi o Phillips a través de la observación de estos detalles.

            El subgénero de paisaje denominado ¿perspectiva¿, tuvo gran demanda entre los años veinte y cincuenta de aquel siglo. Por lo general, se acentuaba la monumentalidad de los edificios, seleccionados tanto por su importancia histórica, como por su relevancia en la vida política, cultural y social del lugar. Estos artistas fueron en su mayoría europeos, destacando algunos nacionales como el poblano José María Fernández y, posteriormente, Casimiro Castro, entre otros. No fue sino hasta el año de 1853, cuando se instituyó en San Carlos la cátedra de paisaje, perspectiva y ornato, el maestro al cargo, el italiano Eugenio Landesio y sus discípulos,  practicaron la perspectiva urbana con un estilo refinado y con la primacía de recrear el escenario de la vida cotidiana, estas vistas evidenciaron el impacto de los acontecimientos históricos que tenían lugar[2].

            Respecto a la tradición de las vistas urbanas en Europa, Fausto Ramírez apuntó, en La visión europea de la América tropical, que ¿[¿] se sustentaba en una ya larga tradición representativa que había llegado a constituir un género pictórico específico. La pintura de paisajes urbanos fue cultivada en Europa desde el Renacimiento (pensemos en Van Eyck o en Bellini), alcanzando su apogeo en los siglos XVII (con los paisajistas holandeses) y XVIII (con los vedutiste, o pintores italianos de vistas). En este último siglo [XIX], el género adquirió un propósito muy cercano al que en la actualidad satisfacen las tarjetas postales y las diapositivas; recordarle al viajero las placenteras experiencias obtenidas al recorres una ciudad que no es la propia [¿]¿[3].

            En la Italia dieciochesca, la próspera ciudad comercial de Venecia, -lugar de confluencia y tránsito por su estratégica localización mediterránea de las más valoradas mercancías- fue rigurosamente recreada en la pintura, en su condición de centro del poder, por maestros del paisaje urbano como Canaleto, Guardi y Belloto, por lo que no es de extrañarnos que haya sido un italiano, el escenógrafo Pedro Gualdi, uno de los más destacados extranjeros, sino es que el principal pintor y dibujante de los diversos sitios de la capital mexicana en la primera mitad del siglo XIX, digno heredero de la afamada escuela italiana de vistas y escenografías del siglo XVIII. John Phillips, para la construcción del álbum México Ilustrado, se basó en algunas de las obras de Gualdi, situación ya detectada por muchos y señalada en estudios contemporáneos como los de Roberto L. Mayer[4], siendo el dibujo de La iglesia de Santo Domingo del inglés, misteriosamente muy similar al que le precedió del italiano[5].

 

                 Desde luego que la factura del trabajo de los ingleses [Phillips y Rider] superó a la del

                    italiano [por la ambientación] donde las figuras de una procesión y los fieles hincados

                    alrededor de ella, además de formar un eje perfecto para la perspectiva, tiene una cohe-

                      rencia en la composición de las que suelen carecer las figuras aisladas de Gualdi[6].

 

 

            Las láminas tradicionalmente atribuidas a los dibujos de los británicos Phillips y Rider, aparecieron en el álbum México Illustrated in twenty-six drawings by John Phillips and Rider with descriptive letter-press in english and spanish, publicado en Londres por E. Atchley, Library of Fine Arts, en  1948. Fueron 26 litografías sobre paisajes, arquitectura y costumbres del México del mediar del siglo XIX, para la firma Day & Son, Litographers to the Queen. La vista The Church of Santo Domingo, constituye la numero 13 de una publicación que iba dirigida a los consumidores europeos, que por intereses muy particulares en el orden de lo político o de lo económico, o sólo por el afán romántico de contar con un documento gráfico que les permitiese conocer lejanos ámbitos del globo  terráqueo, adquirieron la obra con expectación.

            La Independencia de México en 1821, reino guardado con celo por la Corona durante siglos, abrió las puertas a un constante flujo de viajeros extranjeros no hispanos. Algunos de ellos cultivaron el arte bajo la influencia del Romanticismo, que co-existía con el Neoclasicismo, corrientes artísticas dominantes en ese entonces. Graciela Romandía de Cantú definió la vertiente romántica de loa siguiente manera: ¿La Revolución Francesa encarnó el espíritu de emancipación de la época a pesar de las diversas vicisitudes por las que atravesó y los románticos se opusieron cada vez más con mayor ímpetu a las reglas del antiguo régimen. Propugnaban la libertad de crear un arte exento de artificialidad; la utilización de temas más afines a la naturaleza humana; dar cabida a la sensibilidad individual, a sus sentimientos y expresiones. Estimulaban el ansia de aventura, el conocimiento de países lejanos y de sus habitantes y el retorno a la naturaleza, que permitía, con la observación de sus fenómenos y su belleza, enriquecer la vida propia y la del prójimo.¿[7]

            Pero no fue sólo la apetencia romántica de aventuras y el conocimiento ¿antropológico¿ de la ¿otredad¿ allende al mar lo que propició la presencia de los artistas europeos en México. La Independencia Nacional dejó al descubierto de las potencias europeas rivales de España, los vastos recursos naturales y humanos, no demorando su interés por la explotación de los mismos. La nueva soberanía dio pie al arribo de diplomáticos para iniciar las relaciones exteriores, y que compañías de teatro y ópera italianas realizaran prolongadas giras por el territorio.

            Un buen número de los artistas viajeros tuvieron otras ocupaciones e intenciones que lo meramente pictórico y dibujístico: espías, inversionistas, oportunistas, litógrafos, diplomáticos, idealistas y escenógrafos; así como los que estaban ligados con las compañías de inversión y extracción minera. En este último campo, los ingleses tuvieron la supremacía, por lo que el John Phillips secretario del Consejo de Administración de la Company of Adventurers in the Mines of Real del Monte, y el Phillips artista, fueron la misma persona, en base a lo que Roberto L. Mayer a investigado y publicado en Phillips, Rider y su álbum Mexico Illustrated[8].

            La ciudad de México, ilustrada en 9 de las 26 láminas que integran el álbum de Phillips y Rider, contaba en buena parte de sus calles con una edificación religiosa del culto católico: conventos, parroquias, iglesias, ermitas, capillas, seminarios y una catedral, poblaban la fisonomía urbana. La avasalladora viveza del sentimiento religioso y la fuerte influencia del clero en la vida cotidiana de los mexicanos, que tanto llamaba la atención de los extranjeros (sobre todo en aquellos procedentes del mundo europeo protestante) quedó de manifiesto en las láminas correspondientes al Convento de la Merced, El interior de la Catedral de México o La Iglesia de Santo Domingo. Esta última, demuestra la vigencia, aun ya en el México independiente, de las procesiones más allá de los recintos de culto, y como el trajín cotidiano de los pobladores, se veía interrumpido para la veneración; parte de las costumbres religiosas arraigadas desde los siglos coloniales. Trascribo unas cuantas líneas al respecto de una fuente de la época y precisamente a través de la mirada de una extranjera, la marquesa Calderón de la Barca, anglicana de origen escocés:

 

                 [¿] se paró de repente nuestro carruaje y se quitaron el sombrero los criados. Al

                     momento , toda la multitud, hombres, mujeres y niños, vendedores y marchantes,

                     campesinos  y  señoras, el sacerdote y el seglar, cayeron de rodillas;  ¡qué escena

                     tan pintoresca! Apareció un coche, que lentamente se abría paso entre la multitud,

                     con el  misterioso  Ojo, pintado a los lados de las portezuelas,  tirado por caballos

                     pintos y con sacerdotes en el interior , llevando los divinos símbolos.[9]

 

 

            La  Plaza de Santo Domingo constituyó en su momento (en el periodo novohispano y buena parte del siglo XIX), la segunda en importancia no sólo de la capital, sino de todo el territorio mexicano. El espacio estaba circundado por significativos edificios barrocos en los menesteres de la religión, la economía y la persecución ideológica en el afán de mantener el orden establecido: el convento de Santo Domingo, el portal y la Aduana, y la sede del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, respectivamente. Phillips se percató de la relevancia histórica de este sitio, por eso consideró integrar una vista de este marco capitalino en el álbum, así como integrar un comentario que dice:

 

                Esta iglesia es un edificio de una arquitectura algo hermosa; está junto al convento

                     de  los  dominicos , y   ocupa  un  lado  de  una  plaza  losada.  A la  derecha  del  grabado

                     se  ve el  Palacio  de la  Inquisición, cuyo tribunal fue  destruido  en  el  año  de  1820,  y  en

                     en el claro está la aduana de la ciudad, un edificio extenso y cómodo.

                     La calle  de  Santo Domingo es la salida hacia el norte de la ciudad  y  sigue directamente al

                     pueblo y santuario magnífico de Nuestra Señora de Guadalupe.

 

            La iglesia constituye en el texto, al igual que en la vista, el elemento central y la primera edificación en ser mencionada. Pero no fue Phillips el que determinó esto; no fue quien resolvió la dirección del encuadre y la solución de la composición, en todo caso se debió a Pedro Gualdi quien la dispuso así, si consideramos que esta obra es una copia casi exacta de la Plaza de Santo Domingo del italiano y que apareció en la primera edición del álbum Monumentos de Méjico, (1841).

            Sin entrar en controversias por el ángulo de la plaza y si es acertada la decisión del inmueble protagónico en la vista, no cabe la menor duda de que la Iglesia de Santo Domingo es una joya del barroco rico novohispano, -cumpliendo con los valores artístico-arquitectónicos de su época- como lo debió de haber sido, hoy inexistente desde los tiempos de la ¿Reforma Juarísta¿, el convento aposento de los dominicos.

            Los primeros 12 miembros de la orden instaurada por el español Domingo de Guzmán en Francia en el siglo XIII, arribaron al valle del Anáhuac el 23 de junio de 1526[10] con la misión de evangelizar a los naturales amerindios del centro y sur del virreinato. Los conquistadores y civiles europeos avecindados en lo que fue México-Tenochtitlán, les cedieron a los mendicantes dominicos los primeros solares para fundar su iglesia y convento, ese fue el origen del sitio.

            Anegado el terreno donde después se estableció el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, el gobierno local y los frailes resolvieron trasladar la congregación a los terrenos contiguos donde finalmente se establecieron en 1530: fundando, dedicando y consagrando la primitiva iglesia y un monasterio. La orden decidió destinar un espacio libre hacia el sur con el objeto de celebrar allí las festividades religiosas y organizar procesiones rumbo a santuarios como el de Nuestra Señora de Guadalupe, ésta resolución dio origen a la Plaza de Santo Domingo y, con el paso del tiempo, en su entorno se erigieron sólidas instituciones y corporaciones coloniales.

            El primer templo y el convento llegaron en estado ruinoso al siglo VXIII, no superando lo cenagoso del lugar, ni los fenómenos naturales como terremotos e inundaciones. Ante tal vicisitud, se determinó demoler y construir bajo la dirección del connotado alarife Pedro de Arrieta de 1732 a 1736 y casi al mismo tiempo se levantó la barda que envuelve al atrio. El exterior y el interior de la iglesia generaron buenos comentarios de locales y extranjeros, no así la barda. Pedro Gualdi al respecto comentó, en el texto explicativo a la litografía que él dibujó y que se publicó en Vistas de Méjico: ¿Las imágenes de bulto y las pinturas que adornan el templo y capillas son sobresalientes y llaman la atención de varios europeos.¿[11] Sobre la cerca, en el libro de vistas: México y sus alrededores, se dice: ¿El convento y el templo de Santo Domingo, uno de los mejores de la capital, es notable por el carácter de la arquitectura de su frontispicio.¿[12] Hilarión Frías y Soto a continuación critica el muro porque interfiere con la apreciación del conjunto religioso ¿[¿] con una pared tosca y elevada [¿]¿.

            En la vista, la barda apenas deja entrever el pórtico del convento que se ubica a la izquierda del templo, confirmando las críticas, las que sí asoman por su considerable altura son las cúpulas de las capillas posas de Nuestra Señora del Rosario (imagen tutelar de los dominicos), adyacente a la iglesia; la del Tercer Orden; y al extremo izquierdo a la mirada del espectador, la del Señor de la Expiración, ésta última, fue la única que se salvó a la demolición consecuencia de las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos y la exclaustración de las ordenes de la ciudad ordenada por el régimen liberal (1857-1861), que también redujo el convento a escombros[13].

            En la vista de Phillips, como en la de Gualdi, la bandera nacional ondea sobre el frontispicio de la iglesia, señalando de que país se trata y el recién alcanzado estado de soberanía ¿ambos artistas se encontraron con una nación joven, en proceso de formación y con su trabajo artístico, participaron en el proceso de asimilación del territorio y sus espacios, y en la valoración de los monumentos, sobre todo los coloniales; situación similar acontecía en Europa respecto a sus vestigios medievales. Otro detalle, al parecer un error, es la forma estilizada y alta del cono poligonal que remata la torre, éste en realidad es más corto y revestido de lozas amarillas y azules a la usanza andaluza, y no con el tratamiento gótico que se presenta en la lámina.

            A la derecha de los macizos religiosos y de la plaza, dos edificios monumentales contemporáneos entre sí y estilísticamente coherentes con el conjunto católico, cierran el extremo oriente de la vista. El primero, el cual no luce a plenitud su peculiar portería ubicada en el ángulo del solar por encontrarse tapada por la Aduana, fue hasta 1820 el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición y su extinción está mencionada en el texto a la lámina, que más bien fue disolución. En este edificio se llevaron a cabo los autos de fe en su triple  dimensión de actividad delictiva, delatora y represiva, y que sentenciaron a la tortura, el encarcelamiento, la humillación y la pena capital a aquellos que incurrieron en la blasfemia, adulterio, hechicería, judaísmo y protestantismo, entre otras herejías, siendo inocente el acusado en muchos casos. El nefasto sitio se remonta a 1551, cuando se fundó el tribunal en un solar que pertenecía a los adyacentes dominicos, quienes fueron despojados, por cédula real, del manejo de la ¿santa corte¿ (el regalismo) y que desde el año de 1233 se les había conferido en Europa[14].

            El primer inquisidor novohispano no dominico fue el arzobispo Pedro Moya de Contreras y funcionó el primitivo edificio hasta el siglo XVIII, cuando se alzó el que vemos en la vista entre los años de 1732 a 1736. Se trató del mismo maestre mayor de la iglesia mayor de Santo Domingo, Pedro de Arrieta, el arquitecto que diseñó tan singular construcción con pan-coupe (zaguán principal construido cortando uno de los ángulos del rectángulo o del cuadrado) estilo mudéjar; con portón y balcón poligonal.

            Los artistas viajeros que llegaron a la ciudad de México en el segundo cuarto del siglo XIX, encontraron desintegrado el tribunal inquisitorial, pero al saber la historia del edificio, no dejaron de manifestar opiniones sobre el sombrío pasado y el estado de persecución y fanatismo vivido en la Colonia y superado en Europa desde la Edad Media.

            El edificio de la Aduana con sus tres niveles ocupa una amplia sección del lado derecho de la litografía y, por su tamaño, constituye una inmensa muralla que cierra la plaza por su lado oriente, siendo pieza clave para darle al espacio una sensación de intimidad como sitio público hacia el interior de la ciudad.

            El artista eligió la representación de una procesión, de acuerdo a los sucesos que más atraían su atención, por lo que no se registró la actividad callejera ligada a la Aduana, lugar donde se cobraban las alcabalas (impuestos) de todas las mercancías suntuarias llegadas o pasajeras. Ausentes están la variedad de coches y diligencias apostadas en la plaza; así como las mulas de carga, cajones de mercancías y una bulliciosa actividad de ingreso y salida de los monumentales portones discretamente poligonales de productos y personas de lo que fue la antigua sede del Real Tribunal del Consulado de Comerciantes de la ciudad de México. Esta singular actividad cotidiana sí está documentada gráficamente, por ejemplo, en la lámina de Casimiro Castro de Santo Domingo integrada a la publicación de México y sus alrededores¿[15].

 

OBSERVACIONES: Las litografías originales son en blanco y negro, mientras que en el facsimilar están coloreadas. Tiene el título S. Domingo en la parte inferior central-derecha, sin firma ni fecha, contiene en el ángulo inferior derecho el nombre del taller litográfico: Day & Son Lith. to the Queen.



[1] Viajeros europeos del siglo XIX en México, (Catálogo de la exposición en el Palacio de Iturbide) México, Fomento Cultural Banamex, 1996.

 

[2]  Apud. en Fausto Ramírez, cedulario del Museo Nacional de Arte.

[3]  Fausto Ramírez, ¿La visión europea de la América tropical: Los Artistas Viajeros¿ en Historia del Arte Mexicano, v. 7, México, Salvat, 1982.

 

[4] Roberto L. Mayer, ¿Phillips, Rider y su álbum Mexico Illustrated¿ en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, núm. 76. México, UNAM-IIE, 2000; y en ¿¿Quiénes fueron Phillips y Rider?¿ en el catálogo de la exposición México Ilustrado, México, Fomento Cultural Banamex, 1994.

[5] El escenario urbano de Pedro Gualdi 1808-1857, México, INBA-MUNAL, 1997: p. 36 y 84.

[6] Arturo Aguilar, ¿Pedro Gualdi, pintor de perspectiva en México¿ en ibid.

[7] Graciela Romandía de Cantú, ¿Los pintores viajeros del siglo XIX¿ en La colección pictórica del Banco Nacional de México, México, Fomento Cultural Banamex, 1992: p. 73.

[8]  Roberto L. Mayer, op. cit.

[9]  Madame Calderón de la Barca, ¿Carta VIII¿ en La vida en México; durante una residencia de dos años en ese país. México, Editorial Parrúa, 2000: p. 62.  (SEPAN CUANTOS   NÚM. 74)

[10] Manuel Ramírez Aparicio, Los conventos suprimidos en México, México, Aguilar e Iriarte editores, 1862. p. 18.

[11]  Pedro Gualdi, ¿Plaza de Santo Domingo¿ en Monumentos arquitectónicos y perspectivas de la ciudad de México. Facsímil de la primera edición de 1841 por la Editorial del Valle de México, 1972.

[12]  Hilarión Frías y Soto, ¿La plazuela de Santo Domingo¿ en México y sus alrededores; colección de monumentos, trajes y paisajes, México, establecimiento litográfico de Decaen, editor, 1856.

[13] En la obra de Manuel R. Aparicio, op. cit., se ilustra la demolición del conjunto religioso.

[14] Solange Alberro, Inquisición y sociedad en Mexico, 1571-1700, México, FCE.

[15] México y sus alrededores¿, op. cit.