Descripción
Al centro se ve el rostro de Jesucristo circundado de un aura ambarina y en los ángulos un fondo de nubes negras. Conforme a este tipo de representación, "el retrato de Jesús" es el de un hombre joven, barbado y de larga cabellera partida en dos caídas simétricas y rizada en sus puntas. Los rasgos faciales están muy bien delineados: frente amplia, cejas delgadas, nariz afilada y larga boca cerrada. La cabeza, en posición frontal y suspendida, al carecer de cuello, describe la forma de una almendra perfecta. La mirada clavada en el espectador produce, aunada al conjunto de los contornos, una impresión un tanto ambigua: se trata de un rostro impasible pero también inquietante.
Comentario
Se tiene noticia de diez obras de Herrera con un asunto semejante aunque ejecutadas con variantes entre 1624 y 1640. Esto prueba una clara predilección temática, muy rara en el contexto de la pintura virreinal, de este artista vallisoletano avecindado en México posiblemente en 1608 como parte del séquito del arzobispo García Guerra.1 Sin embargo, hay que destacar que ésta es la única que no muestra las huellas de violencia infligidas a Jesús (una mueca de dolor en el ceño o la impresionante corona de espinas que produce un continuo derramamiento de sangre), por lo que bien puede titularse, con más propiedad, El Divino Rostro y no La Santa Faz, como en otras ocasiones ha sido nombrada (lo que trae a la memoria la consabida impresión en el velo de la Verónica).
En el desaparecido retablo del Perdón de la catedral de México, una de estas laminillas del Divino Herrera (1634) custodiaba el viso del sagrario y dada esa tradición peculiar del ajuar litúrgico (como ejemplo, recuérdense las escenas de La misa de san Gregorio o la Procesión franciscana de Tlatelolco al Tepeyac implorando la intercesión de la Virgen de Guadalupe para aplacar la peste del cocolixtli de 1544 del Museo de la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe), es posible pensar que esta obra, firmada pero no fechada, tuviera ese mismo fin. Este esquema iconográfico está ligado al tema de la vera efigie de Cristo Salvador del Mundo y, desde luego, al del estampamiento en el manto de la Verónica (vero icón en griego), según la tradición del evangelio apócrifo de Nicodemo y que luego, por costumbre piadosa, se constituiría en la sexta estación del vía crucis. A este respecto hay que notar que en la obra que se conserva en el Museo deTepotzotlán el artista escribió: "Vera efigie Christi per Ir. Ildefonsum López de Herrera. Año 1624." También es muy semejante a otra que se guarda en el Museo de América de Madrid y en la cual el tratamiento del pelo y la barba, terminada en dos mechones, coincide en buena parte con la presente.
Sin embargo, todas ellas son deudoras de un grabado de Lucas Vorsterman I, sobre una pintura de Philippe de Champaigne que gozaba justamente de la fama de ser "imagen fidedigna"; y por lo mismo, por este valor documental, no es de extrañarse que nuestro artista se apegase tanto y tan repetidamente a su modelo gráfico (nótense las similitudes en el tratamiento de la cabellera). Esta era una devoción propia del meditatio Christi con origen en las obras de san Buenaventura, pero sobre todo en el culto piadoso a esa reliquia pasionaria que desde el siglo X se veneraba en la iglesia de San Silvestre en Roma. Durante la Contrarreforma, este tema cristológico se vio muy favorecido en el mundo hispánico dado su origen icónico-testimonial (considerado hecho histórico y reliquia venerable): en el mismo lienzo con que la mujer piadosa enjugó el rostro del Redentor se legitimaba, pues, el culto a las imágenes. López de Herrera era dueño de un oficio muy cuidadoso, basado en la precisión del dibujo y en la ejecución esmaltada de los paños, joyas y brocados, por lo que sus obras se acercan más a la tradición pictórica flamenca que a la propiamente hispánica; si bien estos tratamientos ya eran un tanto arcaizantes para los cánones del arte novohispano de la primera mitad del siglo XVII. En los rasgos faciales de El Divino Rostro y La Santa Faz y en la minucia con que están pintados el cabello, la barba y el bigote pueden apreciarse sus reconocidas dotes dibujísticas y una liga muy sugerente con la pintura neerlandesa del Renacimiento y sus muchas representaciones pasionarias sobre tabla, formando trípticos o series de carácter litúrgico.
Esta pieza era parte de las colecciones de la Academia, sin que se pueda precisar en qué momento fue adquirida. Desde 1934 estuvo en el Museo Nacional de Artes Plásticas y a partir de 1982 pertenece al acervo constitutivo del Museo Nacional de Arte, a donde ingresó procedente de la Pinacoteca Virreinal de San Diego.