Descripción
En una terraza una joven vestida de blanco con un cinto rojo a la cintura junta las manos y las lleva a la quijada en señal de dolor al tiempo que contempla con los ojos llorosos y el gesto triste una azucena tronchada que todavía se sostiene en su tallo, plantada en una maceta de diseño oriental y colocado sobre una pequeña barda. Hacia la derecha se alcanza a ver un parque con una fuente y a lo lejos unas montañas y el cielo. Desprovista de joyas y adornos, la joven lleva el cabello peinado hacia atrás formando un chongo sostenido por un listón rojo que deja caer el cabello de la parte inferior sobre la espalda, con un aspecto informal. Las tonalidades frías de las pinceladas grises, verdes, azules y blancas confieren al lienzo una apariencia cristalina que se aviene tanto con el momento matinal que parece se representado como con el estado melancólico del personaje.
Comentario
Originario de Uruapan, Michoacán, Manuel Ocaranza inició sus estudios en la Academia de San Carlos a los veinte años. Desde sus primeros trabajos escolares reveló un interés por representar temas modernos a tono con la sensibilidad burguesa y centrados generalmente en figuras femeninas. Así en sus dos primeras composiciones originales ¿de más de medio cuerpo¿, en vez de servirse de los acostumbrados temas bíblicos o mitológicos, o de las campesinas italianas, como venían haciendo los discípulos de San Carlos desde los años cuarenta, Ocaranza eligió representar a dos jóvenes burguesas a las que dotó de fuertes connotaciones simbólicas: La flor marchita, mostrada en la primera exposición que se efectuó durante la República Restaurada en 1869,e interpretadas en su época como una metáfora de la pérdida de la virginidad. Las implicaciones simbólicas de las obras marcaban una notoria diferencia con la temática de las producciones de sus condiscípulos, realizadas bajo el magisterio de Pelegrín Clavé. Desde esta perspectiva se puede afirmar que Ocaranza constituyó una figura protagónica en el desarrollo de una nueva concepción moral en el arte que tuvo lugar desde los inicios de la década de los sesenta y que se acentuó durante los años de la República Restaurada propiciado por la ideología triunfante del liberalismo, con la que el pintor estaba ligado.
Lo que el crítico reprochaba al pintor era que no se hubiese servido de la misma modelo para representar a las jóvenes, el parecido entre ellas era un detalle indispensable para que los cuadros se pudieran leer en forma secuencial, como un díptico dividido en un ¿antes¿ y un ¿después¿ que diera un sentido narrativo a las obras. De cualquier forma las pinturas presentaban elementos comunes que permitían entrelazarlas: el jarrón con la azucena, el vestido de muselina blanca con un listón rojo y dos jóvenes enfrentadas a una situación conflictiva. Además, las diferencias de la ambientación en una y otra contribuían a vincularlas en una historia común, pues mientras que la joven, el personaje de La flor marchita se ubica en una casa de campo, en un lugar abierto, a donde se hubiera tenido que retirar después de su ¿caída¿.
En el siglo XIX la costura se tenía como un símbolo de la mujer diligente. Sin embargo, en este caso parecería que el cesto de costura en el quicio de la ventana no tiene las implicaciones positivas de domesticidad, sino otras muy distintas. En el libro La mujer fuerte, escrito por el obispo francés Landriot, pero traducido al español y publicado en México, el clérigo apuntaba en relación con las labores manuales y los estados anímicos lo perjudicial que resultaba este ejercicio manual cuando las almas no estaban en paz:
El pasaje citado parece describir el estado de turbación del personaje femenino acrecentado por la presencia de la novela de Dumas en el cesto de costura. Aunque el autor no revela el título de la obra que entretiene a su lectora, puede inferirse que se trata de alguna de las novelas sentimentales de Dumas Hijo, uno de los autores desautorizados por los escritores encargados de orientar, por medio de la prensa, la educación femenina, ya que su lectura excitaba la imaginación de las mujeres y las inducía a imitar la conducta de las heroínas literarias.
La relación mujer-flor constituyó un tema de lo más socorrido en la literatura mexicana del siglo XIX. Sin embargo, cabe señalar el abundante número de poemas, cuentos y otros textos literarios con el tema de la flor marchita ya sea como metáfora de la pérdida de la virginidad o del paso efímero de la belleza y la juventud que se publicaron desde la década de los años cuarenta, pero especialmente entre 1860 y 1870, que constata cómo este argumento constituyó un cliché en el imaginario colectivo de lo femenino del que Ocaranza se sirvió para crear su propia versión.
En este contexto resulta interesante subrayar cómo a pesar de que en la pintura Ocaranza representa la azucena tronchada y no marchita, la crítica, e incluso la documentación de la obra conservada en los archivos de la Academia posterior a su exposición en 1869, se refieren a ella como La flor marchita y no por el título original con el que se expuso: La flor muerta. Por otra parte, el hecho de que el pintor haya representado la azucena cortada, y no marchita, refuerza su contenido simbólico: la reciente pérdida de la virginidad.
Por ahora, sólo se conocen dos críticas de arte que abordan las obras que nos ocupan: una nota de Guillermo Prieto sobre su visita a la Academia de San Carlos y una reseña sobre la decimocuarta exposición firmada por L. G. R. en El Siglo XIX.
Prieto visitó los salones de la Academia en enero de 1869, cuando el artista daba los toques finales a La flor muerta. La omisión de un comentario en su reseña sobre el cuadro que le hace par, nos permite suponer que para entonces Ocaranza no había pintado aún . En su artículo, Prieto aplaude los adelantos de Petronilo Monroy y de Ocaraza que le permiten augurar un futuro promisorio para el desarrollo de las artes en México. Experto en recrear cuadros costumbristas y en hacer uso de su perspicacia para describir los comportamientos sociales de la época en sus ¿crónicas charlamentarias¿, la obra de Ocaranza le sirve para apuntar la actualidad del tópico:
Para este crítico la obra mejor lograda del conjunto era La flor marchita. El mismo juicio privó entre las autoridades de la Academia, quienes decidieron conservar la obra para el acervo de la institución mientras que El amor del colibrí fue comprada para rifarse entre los suscriptores de la exposición y en esta misma dirección habría que mencionar las copias autógrafas que Ocaranza realizó, prueba del gusto por la pintura y de su popularidad. Y desde esta perspectiva resulta inevitable subrayar las diferencias que Ocaranza marcó entre las dos protagonistas. Las dos comparten el vestido de muselina con un listón rojo ceñido a la cintura, el jarrón oriental que contiene la azucena, pero la figura femenina de La flor marchita ha sido despojada de todos los accesorios ornamentales que lleva la otra. Sin embargo; el punto de mayor divergencia es el rostro, ya que el cuerpo parece ser el mismo, no sólo por las tonalidades rojizas de la joven de El amor del colibrí que contrastan con la palidez de la representada en La flor marchita, sino sobre todo por su expresión y el arreglo del cabello, antes peinado con esmero y ahora dejado casi en total libertad como testimonio de la pasada contienda amorosa y la presunta tormenta moral; pero sobre todo como muestra del desinterés que ahora le provoca su arreglo personal.
Si la diferenciación de los espacios sugiere la lectura de las obras como una narración literaria de acuerdo con uno de los conceptos de la pintura más extendidos que privaron en el siglo XIX. En El amor del colibrí la ambientación es cerrada y asfixiante; por lo contrario, el ambiente de encierro se transforma en La flor muerta en un espacio abierto, aunque la protagonista no se encuentra del todo libre, tiene acceso a un horizonte espacial de gran amplitud.
En La flor marchita, Ocaranza vuelve a servirse de la tradición pictórica occidental para dotarla de una nueva significación, pues si en El amor del colibrí quedan implícitos los elementos iconográficos de una Anunciación, en ésta el tema de la mujer arrepentida personificada en la Magdalena no es menos evidente: la pose, el rostro compungido, los ojos llorosos, el cabello desaliñado, la ausencia de joyas y la sencillez del atuendo, todo ello como signo irrebatible de su arrepentimiento y de su renuncia al mundo de la coquetería y la vanidad.
La flor marchita enriqueció las galerías de la ENBA desde su primera exposición en 1869. En 1875 integró el lote de obras artísticas que representaron a México en la Exposición de Filadelfiay en 1982 pasó a formar parte del acervo constitutivo del Museo. de caridad escritas por el Ilmoalas, que en el silencio de la noche volaban sobre tu lecho de oro. [...] Ni el sol tiene para ti calor, ni el firmamento belleza, ni las flores aroma, porque tú misma eres la flor marchita cuyas hojas huella el hombre con planta indiferente. [...] El hombre de mundo, aquel joven ante cuyo amor cayeron en un momento todas tus teorías, no se acuerda de ti; abandonó tu cariño, y con risa de burla oye tus padecimientos¿ ¡Pobre Julia! ¡Pobre flor marchita! Otra pieza que guarda una estrecha relación con el tema de los cuadros es el poema de Francisco Sosa del mismo dado a conocer bajo el mismo título el 14 de noviembre de 1868 en La vida en México.