Nelly Sigaut. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Nueva España T. II pp. 373
Descripción
La Virgen María, representada como una mujer joven, de rasgos muy delicados, abraza a su Hijo con ternura. El rostro de María es heredero de las características de la plástica sevillana del siglo XVI: es ovalado, con los párpados grandes y despejados, la boca pequeña, lo baña una intensa luz que ayuda a pronunciar una curva que termina en el cuello. La misma fuente lumínica, que debemos ubicar a la izquierda y en lateral, ilumina la cabeza del Niño Jesús, aunque no cae plenamente sobre la cara, sino desde la frente y modela con suavidad los rasgos infantiles. La Madre y el Hijo tienen el cabello castaño claro; una fina diadema corona la cabeza femenina, detrás de la cual un resplandor construye un espacio sagrado. La combinación de colores de las vestimentas de ambos personajes no es nada tradicional, rojo anaranjado para el vestido de la Virgen y verde con forro morado claro para la capa. Elección que se repite ¿con ligeros cambios de tono¿ en el Niño. Las manos de la Virgen María sujetan a su Hijo de una manera extraña, pues el cuerpo del pequeño termina casi de frente al espectador y no viendo hacia la madre.
Comentario
El tema de la maternidad de María tiene sus fuentes bíblicas y su papel al lado de Cristo y en la Iglesia católica, una carga de enorme importancia. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). El culto mariano se funda en el vínculo establecido ¿según san Pablo¿ entre la identidad humana de Jesús con una mujer, María de Nazaret. Este afecto filial desde Él hacia todos, se refrendó en el Calvario, cuando Jesús dijo: "Ahí tienes a tu hijo" y "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 26-27). Siguiendo a san Juan, los cristianos prolongarían con el culto el amor de Cristo a su madre. Los dos primeros capítulos del Evangelio de san Lucas parecen recoger la atención particular que tenían los judeocristianos hacia la madre de Jesús. En los relatos de la infancia se pueden captar las expresiones iniciales y las motivaciones del culto mariano sintetizadas en las exclamaciones de santa Isabel: "Bendita tú entre las mujeres [...]. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 42 y 45)- En la primera comunidad cristiana se hallan presentes las huellas de una veneración ya difundida en el cántico del Magníficat: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones" (Le 1, 48). Además, los testimonios evangélicos (Lc 1, 34-3í; Mt 1, 23, y Jn 1, 13), las primeras fórmulas de fe y un pasaje de san Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. I, 2: sc 10, 155) atestiguan la particular admiración de las primeras comunidades por la virginidad de María, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación. El Evangelio de san Juan señala la presencia de María al inicio y al final de la vida pública de su Hijo, y da a entender que los primeros cristianos tenían clara conciencia del papel de María. En el siglo n, empieza a destacarse santa María en la devoción occidental gracias a san Justiniano y san Ireneo. Estos Padres de la Iglesia la identifican con la Nueva Eva, la mujer que va a redimir los pecados de la Eva Antigua. María salió reforzada de los debates teológicos de los concilios ecuménicos de Efeso (431) y Calcedonia (451), cuando se puede hablar de una primera fase de la iconografía mariana. El Concilio de Efeso fue celebrado en el año 431, convocado por el problema doctrinal que planteó Nestorio, obispo de Constantinopla, quien aseguraba que no se podía llamar a María Madre de Dios porque Cristo solamente era un hombre en el que habitaba el Hijo de Dios y María, en consecuencia, era solamente madre de un hombre. Esta doctrina fue considerada herética por Cirilo de Alejandría y por el papa Celestino (422-432). En consecuencia, el emperador Teodosio II (408-450) convocó al Concilio Ecuménico de Efeso, que condenó la doctrina de Nestorio y afirmó a Cristo como un solo sujeto que resulta de la verdadera unión entre el Verbo de Dios y la naturaleza humana, por tanto, todo lo que realiza la naturaleza humana debe atribuirse al único sujeto, que es el Verbo de Dios encarnado, y de ahí que María pueda llamarse con propiedad Madre de Dios.1 La definición exegética y conceptual que elaboran los Padres está totalmente dominada por el problema dogmático de la doble naturaleza de Cristo: la formulación del nombre de Theótokos resulta del desplazamiento del interés en las cuestiones discutidas, la reflexión teológica va del problema de Dios al de la Encarnación del Hijo, bajo el impulso de distintas corrientes consideradas heréticas, que explotaron la veta dejada por la Iglesia sobre la cuestión de la unión en Cristo de la naturaleza divina y la naturaleza humana. Precisamente, en la articulación de dos cristologías posibles, la propuesta de una María Madre de Dios bajó el tono de las controversias y formuló un compromiso aceptable para los diferentes grupos. Sin embargo, el emperador Marciano (450-457) tuvo que convocar a otro Concilio ecuménico, que se reunió en Calcedonia, en el año 451, pues no se había superado el problema de las dos naturalezas de Cristo y por eso insisten: "Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad y completo en cuanto a la humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis." La iconografía mariana de la Theótokos que habían elaborado los conciliares de Éfeso ubica a María en lo alto de un podium al que se accede por dos series de gradas; está sentada en una silla decorada con patas de león, viejo atributo de la soberanía real derivada de las monarquías orientales helenizadas: se beneficia de un atributo que le confiere autoridad y dignidad, la acerca al poder imperial y más particularmente a las representaciones de la emperatriz. El Niño está dormido y María es el personaje activo de la composición. Los mosaicos de Santa María la Mayor proclaman el papel y la función que la Theótokos asume en los misterios de la infancia de Cristo, desde la Anunciación hasta la huida a Egipto.
Las dos tipologías iconográficas marianas, ligadas a la proclamación del Concilio de Éfeso, se difunden rápidamente en Oriente entre los siglos IV y V: el tipo afectuoso (Eleusa), en el que la Madre y el Hijo se unen en un tierno abrazo, y el tipo majestuoso (Odighitria), en el cual María presenta a Cristo como vía y camino. Los dos constituyen los modelos marianos más productivos, reflejo de dos aproximaciones a la figura de María y la relación con su Hijo: la Odighitria, que muestra al Hijo que es Dios, y la Eleusa, tiernamente inclinada sobre su Hijo que para ella es hombre. En Occidente se retoman estos dos temas pero con numerosas variantes: el tipo majestuoso y real (la Sedes Sapientice, la Maestá, etc.) y el tipo amoroso que muestra a la Virgen en momentos de intimidad maternal (en el lecho del parto, mientras alimenta a su hijo o juega con él). En el siglo xiv, las expresiones de la Virgen son menos formales, con la intención de acercar siempre más a la Madrede Dios a la vida cotidiana de la gente. La pintura del sevillano Arteaga es una pequeña imagen de devoción en la que se representa la maternidad de María y su amorosa relación con el hijo, producto de la sensibilidad religiosa de mediados del siglo XVII. No hay grandes arquitecturas ni paisajes en esta sencilla representación, donde se alude solamente a una realidad representada, en el círculo en el que se inscribe, perceptible en los ángulos y que coloca a las sagradas personas en un mundo distinto al del cuadro. Esta ilusión de un espacio dentro del espacio, es "como una ventana simulada en la que puede aparecer un retrato [¿] como alguien de la familia". De ahí la diferencia entre estas imágenes y las antiguas Theótokos y sus derivadas. Pero no es la única diferencia: el Niño dormido no habla al espectador, éste no puede dirigirse a Él, sino a su Madre para pedir intermediación. El sueño del cual despertará ¿como una metáfora de su muerte y Resurrección¿ constituyó desde los inicios del siglo xvi un momento excepcional en la tradición del icono mariano. Al quitar cualquier referencia a la monumentalidad y exhibir el puro sentimiento, el pintor humaniza la escena. El cuadro fue comprado por José Luis Martínez a la colección Diez Barroso.