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San Mateo




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San Mateo

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Artista: BALTASAR DE ECHAVE IBÍA   (ca. 1585/1605 - 1644)

Fecha: s/f
Técnica: Óleo sobre lámina de cobre
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego.
Descripción

Representado como un hombre de edad avanzada y de pronunciada calvicie, no obstante que luce un poblado y oscuro bigote, amén de una generosa barba grisácea, el santo se encuentra casi al centro de la composición, sentado en una banca de la que sólo se observa la base. Viste un manto de tonalidad azulosa y una túnica café con forro rojo, y está de tres cuartos, perfil derecho, salvo la cabeza, que queda girada en sentido opuesto, para atender al ángel adolescente que se acerca a sus espaldas, por el margen izquierdo de la composición. San Mateo presenta el brazo derecho fiexionado y algo levantado, cruzado sobre el pecho, y cuya mano queda con la palma vuelta hacia arriba, en gesto indicativo. Por su parte, el brazo izquierdo queda extendido con más amplitud y recargado sobre el libro que, abierto curiosamente con las hojas vueltas hacia el espectador, descansa sobre su muslo izquierdo. Delante de él se observa la base moldurada y cóncava de un monumento en piedra, jaspeada, a manera de mesa de altar de poca altura, sobre el que se yergue una estructura prismática, acaso un obelisco, pues parece adelgazarse en su ascenso. La presencia del ángel u hombre alado obedece a que es la figura que le corresponde a san

Mateo en el tetramorjos; se trata de un joven de tez blanca, pelo rubio y ensortijado, que, envuelto en una túnica azul y una sobretúnica rosada con brillos en amarillo, camina acercándole el tintero, para que el evangelista escriba sobre la visión que le indica con la otra mano, misma que se desarrolla en un plano profundo en la zona derecha de la composición, y que consiste en un "árbol de Jesé", en el que se adivinan diversas figuras distribuidas en el follaje y a la Virgen con el Niño en el remate.

 

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 228

Descripción

Representado como un hombre de edad avanzada y de pronunciada calvicie, no obstante que luce un poblado y oscuro bigote, amén de una generosa barba grisácea, el santo se encuentra casi al centro de la composición, sentado en una banca de la que sólo se observa la base. Viste un manto de tonalidad azulosa y una túnica café con forro rojo, y está de tres cuartos, perfil derecho, salvo la cabeza, que queda girada en sentido opuesto, para atender al ángel adolescente que se acerca a sus espaldas, por el margen izquierdo de la composición. San Mateo presenta el brazo derecho fiexionado y algo levantado, cruzado sobre el pecho, y cuya mano queda con la palma vuelta hacia arriba, en gesto indicativo. Por su parte, el brazo izquierdo queda extendido con más amplitud y recargado sobre el libro que, abierto curiosamente con las hojas vueltas hacia el espectador, descansa sobre su muslo izquierdo. Delante de él se observa la base moldurada y cóncava de un monumento en piedra, jaspeada, a manera de mesa de altar de poca altura, sobre el que se yergue una estructura prismática, acaso un obelisco, pues parece adelgazarse en su ascenso. La presencia del ángel u hombre alado obedece a que es la figura que le corresponde a san

Mateo en el tetramorjos; se trata de un joven de tez blanca, pelo rubio y ensortijado, que, envuelto en una túnica azul y una sobretúnica rosada con brillos en amarillo, camina acercándole el tintero, para que el evangelista escriba sobre la visión que le indica con la otra mano, misma que se desarrolla en un plano profundo en la zona derecha de la composición, y que consiste en un "árbol de Jesé", en el que se adivinan diversas figuras distribuidas en el follaje y a la Virgen con el Niño en el remate.

Comentario

  De los cuatro evangelistas, cabe recordar que dos, Lucas y Marcos, no formaron parte del colegio apostólico. La representación de los evangelistas en el arte de la Nueva España arranca desde el siglo mismo de la conquista y tiene continuidad a lo largo de todo el periodo virreinal. Como era habitual desde el Viejo Mundo, fue una constante el que cada uno de los evangelistas estuviese acompañado del símbolo que dentro del tetramorfos le corresponde.2 En efecto, a cada uno de los evangelistas se le asoció con una de las cuatro formas vivientes, aladas y cubiertas de ojos, que derivan de las visiones de Ezequiel ( 1, 5-14) y del Apocalipsis (4, 6-8), en razón del carácter propio de cada evangelio y sobre todo de los primeros capítulos de ellos.3 Así, el ángel o el hombre corresponde a Mateo; el león, a Marcos; el buey, a Lucas, y el águila, a Juan, pero también hubo casos en que la representación de las formas simbólicas bastó para aludir a aquéllos (v. gr. Juan Gerson en el sotocoro de Tecamachalco). Por ser en número de cuatro, fue frecuente que se les acomodara en las bases de los retablos o en las pechinas de las cúpulas (v. gr. en la iglesia franciscana de Tlatelolco), y por lo mismo se gustó representarlos haciendo juego con cuatro de los santos "Padres de la Iglesia" Occidental (Jerónimo, Ambrosio, Agustín y Gregorio; v. gr. en las esquinas del claustro bajo del convento agustino de Meztitlán).

  Juan era hermano de Santiago el Mayor, y ambos hijos del Zebedeo. De acuerdo con la tradición, se le representa joven e imberbe. En virtud de que fue Juan quien de entre los evangelistas se elevó a mayores alturas teológicas por su capacidad contemplativa, y el que mejor percibió la naturaleza divina en Jesús, a él le corresponde el águila en la simbología del tetramorfos, pues al igual que ésta se decía de él que fue capaz de elevarse por encima de las nubes y de mirar fijamente al sol. Es quizá debido a ello que Echave Ibía incluyó en su obra la representación del bautismo de Cristo, pues pocos pasajes de la vida de Jesús encierran con tanta claridad, como éste, el carácter teofánico, en el que se escuchó la voz del Padre para proclamar a Jesús como Hijo suyo. Conviene recordar, asimismo, que en la iconografía de la Edad Media y del Renacimiento fue frecuente representar a los dos santos juanes, el Bautista y el Evangelista, juntos, no sólo porque llevaron el mismo nombre, sino porque ambos eran considerados parientes de la Virgen (uno como sobrino y el otro como hijo adoptivo), amén de que corría la conseja de que la muerte del Evangelista coincidía con el aniversario del nacimiento del Bautista.

  San Lucas era un judío helenizado, nacido en Antioquía, Siria, donde, según san Pablo y san Jerónimo, ejerció la medicina. Esta extendida creencia corre paralela a otra ¿igualmente sin fundamento¿ de que fue pintor y que en calidad de tal hizo el retrato de la Virgen. Fue discípulo de Pablo, a quien acompañó en su prédica por Grecia e Italia. Le corresponde el toro, bien porque al buey corresponde la primera letra del alfabeto hebreo, aleph, y fuera san Lucas quien declarara que Jesús era el alfa y omega, el principio y el fin, bien porque el buey era el animal del sacrificio en la antigüedad, y es Lucas quien insiste en su Evangelio sobre el sacerdocio de Jesucristo al empezar su Evangelio con el sacrificio de Zacarías.

      En el cuadro faltante que representa a San Marcos (en el Museo de Arte de Querétaro) se ve al santo concentrado en la escritura de su Evangelio, acompañado por el león que le corresponde,9 y al fondo la escena de la resurrección de Cristo de factura abocetada. Cabe recordar que entre los diferentes significados que se daban al león en la Edad Media estaba el de la resurrección, porque se decía que dormía con los ojos abiertos, y era imagen de Cristo velando en el sepulcro esperando el momento de su gloriosa resurrección.

  Por lo que toca al autor de las láminas que nos ocupan, resulta preciso decir algunas cosas. Debemos a don José Bernardo Couto la información de que estaban atribuidas a Baltasar Echave El Mozo, así llamado para diferenciarlo del que se suponía era su padre y llevaba el mismo nombre y apellido. Ahora bien, fue hasta la década de 1930, que Manuel Toussaint dio un gran paso y una plausible solución al problema que planteaba la actuación de dichos pintores al proponer, a partir de los datos históricos y sobre todo de la apreciación de rasgos estilísticos en la producción reunida en torno a dichos pintores, que no habían sido dos, sino tres los artistas envueltos en el problema, sacando de las sombras a uno, que había permanecido ignorado hasta entonces, al cual, por la deleitación que mostraba en la representación de paisajes en tonalidades azulosas, propuso que le conociéramos como "el Echave de los Azules", mismo que resultaba ser hijo del primer Echave (a quien se conocía como El Viejo), y padre del que ahora pasaba a ser el tercero.

Fue también Toussaint quien, para diferenciarlos, propuso la convención moderna de que les agregáramos sus apellidos maternos, de donde quedó como Baltasar de Echave Orio, el primero, Baltasar de Echave Ibía, el segundo, y Baltasar de Echave Rioja, el tercero y último. Al propio autor debemos, igualmente, la organización del catálogo de cada uno de los Echave, en lotes coherentes, a partir de las fechas que exhibían las obras y del lenguaje plástico que manejaban.

  Pero volviendo a los cuadritos de los evangelistas que nos ocupan, la noticia dada por Couto de que estaban atribuidos a Echave El Mozo da pie para que Manuel Toussaint exprese su opinión en una nota que pusiera al texto de don Bernardo: "En cuanto a los cuatro Evangelistas, desde luego se nota que no pueden pertenecer al último Echave", esto es a Echave Rioja, y agrega: "Su estilo se relaciona más bien con los primeros artífices de ese nombre. Son, en efecto, del segundo, de Baltasar de Echave Ibía: sus fondos azules así nos lo enseñan." A lo que podríamos agregar que también el dibujo descuidado, las proporciones anatómicas incorrectas y la pincelada menos pulida que exhiben delatan al pincel de Echave Ibía.

  Por otro lado, y a juzgar por lo pequeño de las dimensiones, se antoja pensar que o formaron parte de la predella o el banco de un retablo grande, o bien que debieron ser encargados para decorar un retablo pequeño o una capilla particular. A ello parece oponerse el que ostentan firma tres de las cuatro láminas, lo que no deja de ser extraño, pues lo usual era que sólo firmaran una de las obras de una serie de este tipo. Desafortunadamente, nada se sabe de su origen y procedencia. Bernardo Couto nos deja saber que para mediados del siglo XIX ya se encontraban en las Galerías de la Academia de San Carlos y que tanto estos evangelistas, como el cuadro del Martirio de san Pedro Arbués ¿éste sí de Echave Rioja¿, provenían "de la Colegiata de Guadalupe, cuyo cabildo los donó a la Academia".16 Pero como hemos dicho, no hay más información al respecto que venga a convalidar o desmentir esta noticia, pues aun aceptando que provienen del Santuario de la Virgen de Guadalupe, no sabemos desde cuándo estaban ahí ni cuáles fueron los emplazamientos que tuvieron hasta que, en el siglo XIX, fueran cedidas a la Academia de San Carlos. Con todo, no parece que la serie de los evangelistas haya sido encargada para ahí. Como todos los santuarios del México colonial, el de la Virgen de Guadalupe ha sido hasta hoy día objeto de frecuentes reedificaciones, mejoras, ampliaciones y enriquecimientos progresivos.17 En este sentido, convendría recordar que si bien la primera piedra para la segunda ermita se puso desde 1601, las obras debieron ir muy lento o quedar suspendidas, toda vez que en 1609 se menciona la colocación de otra "primera piedra"; y aunque para 1614 ya iban avanzando y para 1621 ya se ha terminado la cubierta de madera de la "capilla mayor", fue hasta el siguiente año que se concluyó la techumbre de la nave y pudo ser dedicada.18 Pero como a esta nueva edificación se trasladó el retablo del siglo XVI y el tabernáculo de plata en que se veneraba la imagen, no hay forma de que las láminas de los evangelistas hayan formado parte de él, como tampoco del nuevo que se hizo poco después. Desde 1626 le fueron encargadas a Juan de Arrúe las pinturas que debería llevar el nuevo retablo, sin embargo, fue hasta 1637 cuando éste fue llevado a feliz término por el maestro ensamblador Diego Ramírez, pero con la salvedad de que las pinturas del mismo ¿cinco tableros más la puerta del sagrario¿, al decir de Guillermo Tovar de Teresa, fueron confiadas al para entonces ya fraile dominico Alonso López de Herrera,19 las cuales, según nos informa el padre Florencia, se ocupaban "de la vida y misterios de la Señora". Junto con otras obras seleccionadas propiedad de la Academia Imperial de San Carlos, las cuatro láminas de los evangelistas fueron transportadas para decorar en el año de 1866 las dependencias del palacio de Maximiliano en la fiesta del Corpus.

  Salvo la lámina que representa a San Marcos, que a principios del siglo xx pasó a la ciudad de Querétaro, las otras tres se han mantenido juntas.