Museo Nacional de Arte

Seis apóstoles




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Seis apóstoles

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Seis apóstoles

Artista: BALTASAR DE ECHAVE Y RIOJA   (1632 - 1682)

Técnica: Óleo sobre tabla
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Transferencia, 2000. ExPinacoteca Virreinal de San Diego.
Descripción

 

Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 329

Descripción

Dispuestos sobre un fondo oscuro, del que una violenta luz lateral les rescata, se encuentran seis de los apóstoles de Cristo, hombres de entre mediana y avanzada edad que, en diferentes actitudes, están representados en un espacio indefinido y escalonados en dos planos de profundidad: tres adelante, visibles hasta la cintura, y los tres restantes, semiocultos al fondo, con sólo sus cabezas asomadas entre las testas de los del primer plano. Todos, salvo uno, se encuentran con el cuerpo y la cabeza dirigidos hacia la derecha de la composición. De los tres que ocupan el primer plano, el primero de ellos, por el extremo derecho, es san Pedro, quien está cubierto con un manto de color ocre y presenta las llaves que le identifican colgando de su brazo izquierdo; es un hombre de cabello y barba blancas, que se halla casi de perfil, con la mitad de la cabeza en sombras y las manos trenzadas. Al centro, con abundante barba oscura, la cabeza agachada y el ceño fruncido, se encuentra quizá san Mateo, quien, de tres cuartos y vestido con ropas de un verde oscuro, sostiene un libro abierto. En el extremo izquierdo está san Simón, de perfil y cubierto con un manto rojo, que ase con la mano derecha el mango de la sierra con que fue martirizado. Entre las cabezas de los dos últimos y en el segundo plano se encuentra otro apóstol, de perfil y con la cabeza levantada. Finalmente, las cabezas de los dos últimos apóstoles uno imberbe y el otro barbado, se asoman enfrentadas, como dialogando entre sí.

Comentario

La representación del colegio apostólico en el arte ha gozado de una amplia aceptación desde los primeros años del cristianismo, pero ha ido variando en el correr del tiempo. Su presencia nace con el arte paleocristiano, si bien en clave simbólica, pues se les suele representar como doce corderos en torno al Cordero de Dios o al Buen Pastor. Ya en el románico su representación alcanzó una primera gran expansión, al empezar a plasmárseles con figuras humanas, aunque sin ninguna diferenciación entre sí, pues a todos se les plasmó vestidos con túnica y palio, sosteniendo el rollo o volumen de la Nueva Ley, que se les encargó pregonar. Sería durante la Edad Media que se empiezan a diferenciar sus fisonomías y atributos.1 Empero, fue hasta con el movimiento de la Contrarreforma que se consolidó el reconocimiento y culto de los discípulos de Jesús. El ardor combativo y proselitista de la Iglesia de esos tiempos encontró en la figuración del apostolado una de sus expresiones más completas, como lo evidencia el que grandes pintores se ocupasen de su representación (El Greco, Ribera, Rubens, Zurbarán).

  Con esta tradición detrás, no tiene nada de extraño que dentro del amplio repertorio iconográfico que fue transplantado a la Nueva España, pasara también el tema del apostolado. Ya en escenas de manera conjunta, ya de manera aislada, ya en series pero tratados de modo individual; bien en representaciones con carácter devocional o bien en las que se narrara su martirio, su presencia es común desde el siglo XVI en pinturas, relieves o esculturas, en fachadas o en retablos, en pintura mural o en obras de caballete; y de estas últimas lo mismo en obras anónimas ¿entre las que caben las muy correctas, y las de carácter popular¿, que en series realizadas por afamados artífices, como Juan Tinoco (en Puebla), Juan Correa (en Guatemala), Cristóbal de Villalpando (en el Museo de Arte de Querétaro), Nicolás Rodríguez Xuárez (en La Profesa), el Padre Manuel (en la parroquia deTacuba), y así hasta llegar a las de Eduardo Tresguerras (en Querétaro) y de José Rodríguez Alconedo (en la iglesia de El Altillo).

  El cuadro que ahora nos ocupa estaba considerado a fines del siglo XVIII como un tablero de la "escuela" de Francisco de Zurbarán y, tras ser registrado como obra anónima, en los últimos tiempos empezó a ser atribuido al sevillano Sebastián López de Arteaga. Varios factores debieron combinarse para acercárselo a este pintor: el intenso juego de luces y sombras que exhibe, la fuerza de los personajes empleados, la verdad con la que están trabajadas las telas, el saberse que Arteaga había llegado del ámbito sevillano, y el que por ello, seguramente, se le considerara discípulo de Zurbarán. Pero como, además, el empleo de esa fuerza en los contrastes lumínicos y la inclusión de tipos tan vigorosos eran notas que no parecían corresponder al lenguaje y a la tradición pictóricas del ámbito novohispano, la atribución a Arteaga cayó en terreno fértil, y terminó por aceptarse sin mayor sentido crítico. Sin embargo, bien mirado, es difícil seguir pensando que este cuadro pudo haber salido de su pincel. Pues salvo esos rasgos, mismos que, por otra parte, pueden ser perfectamente entendidos como parte del lenguaje pictórico común a la época, no hay nada que permita relacionarlo con lo realizado por dicho artista en otras obras. Cierto que Arteaga nos sorprende con un estilo diferente en cada uno de los cuadros que hizo, pero la verdad es que no parecen tener cabida en su ecléctico lenguaje artístico ni esa manera suelta y poco cuidada que se observa en el trabajo de las cabezas de estos apóstoles, ni la fuerza expresiva de sus tipos. En cambio, dichos rasgos no serían incompatibles con lo que hacía Baltasar de Echave Rioja, el tercero y último de los miembros de la brillante dinastía de los

Echave. Así, mientras que el tipo de pinceladas con que Arteaga trabajaba se caracteriza, en general, por poseer un ritmo más pulido y de mayor calidad, en la tabla que nos ocupa llama la atención, junto a la fuerza de los tipos empleados y lo efectista de las pinceladas usadas para construir los cabellos y las barbas, la manera tan enérgica y desenfadada de aplicarlas para desembocar en rostros trabajados sin ninguna concesión, por ejemplo, para las arrugas, ni para el volumen de las narices. Por otro lado, esos contrastes de luces y sombras, que de ninguna manera son exclusivos de Arteaga, aunados a esos reflejos rojizos en las carnes, como producidos por una fuente de luz indirecta, son expedientes plásticos que encontramos en otras obras de Echave Rioja.

  Que ese tipo de rostros tan expresivos son relativamente frecuentes en la obra de este maestro lo podemos constatar al observar que, por ejemplo, algunas de las cabezas de ancianos que se hallan en el cuadro de El entierro de Cristo, igualmente en el acervo del Munal,2 están construidas de manera bastante cercana a las que se observan en el cuadro que ahora nos ocupa; y más provechoso aún es el cotejo de éstas con las cabezas de los ancianos que se encuentran en el maravilloso medio punto de La resurrección de Lázaro que se le atribuye, y que se conserva en una capilla de la catedral de México. Pero los nexos no se reducen a esa factura enérgica y efectista en las cabezas. Otro tanto ocurre si comparamos la manera de redondear los pliegues en los paños, evitando los quiebres angulosos ¿recurso que al parecer Echave tomó tanto de su padre, como de José Xuárez¿, y el manejo de los colores que vemos en este cuadro con los mismos recursos en aquéllos. Por lo mismo, quizás ha llegado el momento de empezar a considerar este cuadro como obra suya, toda vez que es definitivamente con su estilo con el que mejor se relaciona ese acabado suelto y poco cuidado, que desemboca en una factura a medio camino entre vigorosa y desaliñada que mucho contribuye a intensificar el tono expresivo de las cabezas que vemos en esta tabla.

  Cierto es que la cabeza del san Pedro, a la extrema derecha, deriva claramente de la hecha para el mismo apóstol por Arteaga en su cuadro de La incredulidad de santo Tomás. Pero el que sean iguales no significa que ambas salieran del mismo pincel. Son tan marcadas las diferencias que resulta más fácil pensar que la del cuadro que nos ocupa fue hecha por algún otro pintor que se concretó a seguir a aquélla tanto en lo que ve a la postura, como en la solución lumínica con que fue construida. En efecto, basta advertir cómo es igual la manera en que concentró la luz en la nuca y parte posterior de la cabeza, en la sien y el pómulo, para reconocer que Echave conoció y aprovechó para su cuadro la lección claroscurista dejada por Arteaga en esa cabeza. Ahora bien, la cercanía señalada parecería venir a corroborar la idea de que Echave Rioja fue discípulo de Arteaga, como se ha venido sugiriendo. Mas lo cierto es que ya tampoco estamos seguros de que eso se pueda seguir sosteniendo. El problema de la formación de Echave Rioja se vino a plantear en serio hasta prácticamente nuestros días, en que se puso en claro que no pudo alcanzar a formarse con su padre Echave Ibía, el pintor conocido como el "Echave de los Azules", pues éste murió en 1644, cuando Echave Rioja contaba con escasos doce años.3 Pero esto en nada cambia lo dicho antes, toda vez que lo que importa es que cada vez se hace más difícil mantener su adscripción a la esfera de Arteaga, pues ni Echave aparece entre los discípulos que, por la documentación conocida, sabemos que pasaron por el taller del sevillano, ni estilísticamente eso parece posible. Pero si no completó su formación artística con su padre, ni queremos seguir considerándolo discípulo de Arteaga, ¿quién pudo haber sido su maestro? Habrá que esperar a que surjan nuevos documentos que arrojen más luz sobre este punto, pero contamos con indicios de que pudo haber sido con José Xuárez; al menos hay datos que sugieren que estuvo como oficial en el taller de éste; en efecto, en el testamento que Xuárez hizo en 1661, se da a entender que le ha adelantado un dinero a Echave, y que éste se lo iba pagando con obra.4 De esta manera, Xuárez se nos ofrece como el más viable para maestro de Echave Rioja. Si esta relación se llegara a probar, se explicaría mejor el que Echave hubiese tomado algunas soluciones de Xuárez, como, por ejemplo, el modelado en "S" para marcar el pómulo en la cabeza que queda atrás de san Pedro.

  Esta obra fue una de las primeras pinturas coloniales en ingresar a la recién fundada Academia de San Carlos. En octubre de 1781, el pintor José de Alzíbar, estimulado por los primeros pasos que se daban para el "establecimiento de un estudio de Academia de las tres nobles artes", se dirigió al superintendente de la Real Hacienda y director de la Casa de Moneda, Fernando José Mangino, quien junto con Gerónimo Antonio Gil trabajaba en la gestación de aquel proyecto, para hacerle donación de unas obras que desea sean "para el beneficio público de mis paisanos", siendo tales obras "un tablero de seis apóstoles agrupados, por ser doctrina de la célebre escuela de Surbarán [sic] y los tres más pequeños de la de Michael Angelo, representando en los dichos los pasajes de historia sagrada de Adán y Eva en el Paraíso", convencido de "no tener en mi poder otra alhaja de más estimación para corresponder a vuestra señoría y a mi patria".

  Como eso ocurría casi un mes y medio después de que Mangino presentara el proyecto al virrey Mayorga, pero poco menos de un mes antes de que empezase a funcionar siquiera la "Escuela Provisional de Dibujo" en la Casa de Moneda ¿y, por consiguiente, dos años antes de que la Academia en cuanto tal mereciera la aprobación real¿, es necesario destacar, primero, que desde ese momento se están dando pasos importantes para alcanzar dicho establecimiento, y segundo, que fue la de Alzíbar la primera de una serie de donaciones y adquisiciones, de que tenemos noticia, que contribuyeron al enriquecimiento gradual pero continuo de un acervo que llegaría a ser muy cuantioso, en el seno de aquella institución.7

  Ignoramos cómo es que tales obras llegaron a manos de Alzíbar, pero el formato rectangular con desarrollo horizontal que presenta la tabla de los apóstoles que nos ocupa, así como la direccionalidad que marca el ritmo de sus figuras, permiten inferir que esta obra debió hacer juego con otra que contenía a los seis apóstoles que faltan, los cuales seguramente estaban dirigidos hacia la izquierda, pues es casi seguro que ambas formaron parte de la predella o el banco de un retablo. En este mismo orden de ideas, y aceptando que la actitud de san Pedro es casi de arrepentimiento y conmiseración, y que de los demás apóstoles cabe decir que están igualmente conmovidos, se antoja pensar que las dos tablas confluían hacia el centro, donde debió de haber una presencia cristológica, quizás un " Cristo escarnecido" o un "santo entierro". Desafortunadamente, no sólo ignoramos la suerte de la otra tabla con la que hacía juego, sino que desconocemos a qué retablo pertenecieron, ni hay forma de saber dónde pudo haber estado ubicado el mismo.