Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 279
Descripción
Representada en varios planos de profundidad, la escena se desarrolla en el interior de una amplia habitación y al pie de un altar precedido de tres gradas, el cual queda cubierto con un rojo mantel y ennoblecido con un amplio cortinaje de color verde que cuelga de la parte alta. Casi al centro de la composición queda el Niño Jesús, cuyo cuerpecillo totalmente desnudo es ofrecido a Dios por el anciano Simeón, quien, ricamente ataviado como sacerdote judío, eleva su mirada, al tiempo que lo sostiene en sus brazos con un paño blanco. Del lado derecho se encuentran la Virgen y san José. Ella está sobre la primer grada, arrodillada de tres cuartos, pero con la cabeza de perfil y los brazos abiertos. San José, de pie, a espaldas de María, tiene también los brazos abiertos y se encuentra casi de espaldas, pero con la cabeza girada sobre su hombro izquierdo y la mirada dirigida hacia fuera de la composición. En el extremo izquierdo de la parte baja se encuentra la profetisa Ana, mujer de cierta edad que, semiarrodillada al pie de la primera grada, tiene la cabeza casi de perfil, la mirada baja y los brazos abiertos. Detrás de ella, en un plano poco más profundo, está un monaguillo, en edad adolescente, sosteniendo un cirio. En planos más profundos se distinguen siete hombres más, divididos en dos grupos: tres del lado izquierdo, a espaldas de Simeón, y los otros cuatro, por encima de la figura de la Virgen; en cada uno de los grupos se observa un personaje tocado con turbante. Cierra la composición un muro al fondo, en el que se ve una pilastra en el extremo izquierdo, y casi al centro un vano abocinado de arco peraltado, cuya parte inferior cierra una cortina que deja libre la parte superior, por donde se distingue un espacio más profundo y mejor iluminado, cerrado a su vez por otro muro en el que destaca una ventana oval. En la parte superior, una entrada de gloria en cuyo centro se abren las nubes para dejar ver la paloma del Espíritu Santo, envuelta en un vivo resplandor.
Comentario
Solo narrado por el evangelista Lucas (2, 22-39), el pasaje habitualmente conocido como "la Presentación del Niño al templo" está destinado a recordar que el Hijo de Dios, que había venido a traer la Ley Nueva, había querido someterse primero a la Ley Antigua.1 En él claramente se señala que, de acuerdo con lo prescrito en la ley de Moisés, al cumplirse los "días de la purificación" llevaron al Niño a Jerusalén para "presentarlo" al Señor, subrayando la fusión de los dos motivos que los artistas han tenido que manejar para la representación de esta escena: la consagración al Señor del Hijo recién nacido, y la purificación de María, después de haber dado a luz. En efecto, después del parto, la madre debía acudir al templo para presentar o consagrar al Señor al primero de sus hijos: "Conságrame todo primogénito; las primicias del seno materno, entre los hijos de Israel, tanto de los hombres cuanto de los animales, míos son" (Éxodo 13, 1-2), reclamo que descansa en la protección ejercida por Dios sobre su pueblo al liberarlo de Egipto. Pero esta obligación, de la que sólo estaban excusados los de la casa de Leví, se podía compensar con una ofrenda de cinco siclos.
Por otro lado, en conformidad con lo que también se establecía en la ley de Moisés, toda mujer que hubiese dado a luz a un varón sería considerada impura durante los siguientes cuarenta días5 (el doble si había engendrado una hija), lapso en el que no debía tocar nada consagrado ni entrar en el templo:
Cumplidos los días de su purificación, haya sido por un niño o por una niña, presentará ante el sacerdote a la entrada del tabernáculo de la reunión, un cordero de un año como holocausto y un pichón o una tórtola como sacrificio de expiación. El sacerdote los ofrecerá al Señor, hará sobre ella el rito de expiación, y quedará purificada de su flujo de sangre. [Levítico 12, 6-7.]
Con base en lo anterior, resulta claro, pues, que se haya terminado aceptando que cumplidos los cuarenta días señalados por la ley, José y María abandonaron Belén y fueron a Jerusalén,7 y que la Iglesia católica haya destinado el 2 de febrero para conmemorar la fiesta de la Presentación del Niño al templo y de la purificación de María, esto es, cuarenta días después de la Navidad.
Dentro del calendario litúrgico heredado del Viejo Mundo, en la Nueva España el 2 de febrero se celebraba solemnemente todos los años la fiesta de "la Purificación de Nuestra Señora, según testimonio de Sahagún de Arévalo, la cual, añade, es la que se dice Hypapanti, que es lo mismo que Presentación", en alusión a la presentación que se hizo de Cristo en el templo, y recoge la creencia de que "se llama Candelaria, porque así como a el principio de este mes se hacían las purgaciones, andando con hachas encendidas en obsequio de Februa, Madre del Dios Marte, de la misma manera, para obviar esta gentílica costumbre, el Papa San Sergio Primero, instituyó esta fiesta de las candelas en honra de la Madre del verdadero Dios".
Sin embargo, la fiesta tiene orígenes más oscuros. Prefigurada en la consagración de Samuel (I Samuel I, 9-11 y 2 1-28) y en el destete de Isaac (Génesis 21,8), esta fiesta, con la que se cierra el ciclo de la Navidad, es una de las más antiguas dedicadas a la Virgen. Desde antiguo se ha querido encontrar en esta fiesta un origen pagano, como transformación cristiana de añejas y escandalosas fiestas paganas. Pero sea cual haya sido su origen, lo cierto es que la misma empezó a celebrarse en la Iglesia Oriental, concretamente en Jerusalén, hacia mediados del siglo IV, y de ahí pasó al mundo occidental. Inicialmente se conmemoraba el 14 de febrero y era una fiesta dedicada al Señor, pues en ella se celebraba la primera entrada de Jesús a la ciudad de Jerusalén, y se hacía con una gran procesión que salía de la basílica del Santo Sepulcro y se dirigía a la de la Resurrección. Poco después, con Juvenal, patriarca de Jerusalén, se trasladó la fiesta de la Purificación al 2 de febrero, al acogerse la práctica occidental de festejar el 25 de diciembre la Navidad. Un siglo más tarde, una señora romana, Ikelia, fundadora de un monasterio femenino, introdujo en dicha procesión el uso de cirios encendidos, quizá como eco de las fechas paganas, pero acomodándolas al nuevo sentido cristológico que descansaba en las palabras de Simeón, cuando proclamó que ese niño era "luz de todas las gentes". Poco después la fiesta se extendió por toda Palestina y Siria; pero cabe destacar que para principios del siglo VI se celebraba también en Constantinopla, pero ya con un carácter mariano; así como el que en el año de 542 el emperador Justiniano ordenó que se celebrara en todo el Imperio bizantino.12 En Occidente fue hasta bajo el papa Sergio I, a fines del siglo VII, que se empezó a celebrar esta fiesta, también con acento mariano y con procesión y bendición de candelas, por lo que popularmente se le comenzó a conocer también como de "la Candelaria"; a partir del siglo VIII la fiesta se extendió por Francia, España y Alemania, hasta hacerse universal.
De acuerdo con lo señalado por el evangelista Lucas, que en el momento en que José y María llegaban con el Niño se encontraron en el templo a una profetisa llamada Ana ¿igual que la madre de Samuel y que la de la Virgen María¿ y a "un hombre justo y piadoso" de nombre Simeón, en la representación de este pasaje los artistas combinaron, tal y como podemos constatar aquí, tres motivos diferentes: la "presentación", la "purificación" de la Virgen y el "cántico" de Simeón.
La presencia en el templo de esa mujer, viuda de avanzada edad, llamada Ana, de la cual se dice que "pasaba el día y la noche orando y cumpliendo ayunos" (Lucas 2, 36-38), ha sido entendido como alusión de la sinagoga. Echave no ha olvidado incluirla, pero adviértase que se sirve de su figura no sólo para equilibrar la composición, sino para, al ponerla vuelta hacia fuera de la escena, con el dedo índice de su mano derecha levantado para aludir a la voluntad divina, y con el gesto de su brazo izquierdo, como recurso para adentrar al espectador en la escena, pues el propio Lucas no deja de señalar que "se puso a dar gloria a Dios y a hablar del Niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén" (Lucas 2, 36-38). No quedan claros, por el contrario, los gestos exclamatorios que presentan las figuras de la Virgen y de san José.
Por su parte, la actitud que guarda Simón bajo la figura del sacerdote es bastante convincente, pues al tiempo que dirige su mirada hacia el cielo, eleva al Niño en sus brazos, ofreciéndoselo a Dios con las manos veladas en señal de respeto.13 Fue en ese momento que proclamó que aquel Niño era la salvación, la luz de todas las naciones y la gloria del pueblo de Israel, y pidió a Dios que lo dejara morir, pues ya había tenido la alegría de ver al Mesías.14 Sin embargo, su figura presenta el problema de que no hay forma de saber si el pintor la ha dispuesto de pie o hincada, pues resultaría ser la de un enano en el primer caso y la de un gigante en el segundo. Tal y como se acostumbraba desde el Renacimiento, también Echave le ha representado revestido con los ornamentos sacerdotales, lo cual es una alteración de la narración evangélica, pues en ésta sólo se dice que era "un hombre justo y temeroso de Dios" que vivía en Jerusalén, y que "el Espíritu Santo moraba en él y le había revelado que no habría de morir antes de ver el Cristo del Señor".
Para la representación de este pasaje, Echave se ha sumado a la tradición de incluir las monedas y un cirio encendido en la escena, pero, en cambio, curiosamente no ha representado a las palomas, pichones o tórtolas que difícilmente faltan en el manejo de este pasaje, mismas que, como hemos visto, eran aves destinadas al sacrificio como holocausto voluntario o como ofrenda de expiación. En cambio, la mayoría de las veces, los pintores olvidaron incluir las monedas, las cuales, se recordará, aluden a los cinco siclos de plata que se daban como rescate por el primogénito, y que pueden simbolizar las cinco llagas como costo del rescate de la humanidad. Finalmente, los cirios pueden aparecer sobre el altar, o ser llevados por la Virgen o por san José, pero también pueden ser llevados por un muchacho; a éste se llegó, incluso, a la libertad de ponerlo como acólito, con roquete, actualizando su indumentaria a la manera de las ceremonias católicas del tiempo del pintor, tal y como ocurre aqui. En la faz de ese monaguillo creemos ver un retrato, pues hasta su peinado se antoja peculiar. Se trata de un adolescente de rostro redondo y expresión que combina dicha y melancolía.
Al principio, este pasaje podía ser representado indistintamente en un espacio abierto o cerrado, pero terminó ganando terreno la solución de ubicar su desarrollo en un interior, pues así parecía exigirlo la escena con Simeón. Por ello, los artistas se dieron a la tarea de imaginar el ámbito del templo de Jerusalén, conformándose la mayoría con plasmar el interior de una construcción que a lo mucho recuerda una iglesia cristiana. En el cuadro que nos ocupa, además, Echave revela haberse impregnado de la sensibilidad manierista que privaba en el arte de su tiempo y ha distribuido por grupos a sus actores en un ambiguo aunque ampuloso escenario interior, echando mano de ejes diagonales que dotan de dinamismo a la composición al tiempo que le permiten sugerir diferentes planos de profundidad. Obsérvese cómo al escalonamiento en vertical que presentan las tres figuras en el margen izquierdo, sugiriendo una diagonal que penetra en profundidad, el pintor opone un eje diagonal que asciende de derecha a izquierda ligando a las tres figuras principales de la Virgen María, el Niño y el sacerdote, y que, a diferencia del anterior, no penetra tanto en el espacio simulado. A su vez, este eje diagonal se equilibra con otro en sentido opuesto pero menos evidente, que está marcado por el perfil de las nubes en la parte alta, la dirección del cuerpecillo del Niño y la cabeza de Ana, en la zona baja. Llama la atención, igualmente, la hábil utilización de las gradas por parte del pintor, tanto para acentuar la jerarquía de los actores principales como para sugerir la paulatina penetración de éstos en el espacio.
De clara estirpe manierista es también el hábil juego complementario en las direcciones que presentan las figuras de la Virgen y de san José, así como la triangulación de sus miradas, pues mientras que María está casi de frente, pero con la cabeza de perfil viendo a su Hijo, san José queda casi de espaldas pero con la cabeza girada y con su mirada dirigida hacia el espacio del espectador.
No obstante que carece de firma, esta pintura se ha venido atribuyendo a Echave sin que hasta la fecha nadie haya argumentado lo contrario. En efecto, exhibe un lenguaje pictórico tan echaviano que si bien Toussaint parece haber dudado en concedérsela, terminó por incluirla en el grupo de obras "del taller" de Echave Orio,18 y por aceptar incluso que "acaso" haya procedido también del retablo de Tlatelolco.19 Si ello fuera así, el cuadro que nos ocupa debería compartir algo más que aspectos técnicos o medidas similares con las tablas de La Visitación y de La Porciúncula que estamos ciertos pertenecieron a dicho retablo; pero ello no ocurre, antes al contrario hay ciertas notas y calidades del lenguaje pictórico que, lejos de apuntar en esa dirección, parecen contradecirla. El colorido, por ejemplo, no sólo se antoja diferente, sino que ahora luce más vivo y rico; y lo mismo podría decirse del drapeado en los ropajes, por cuanto que la pintura que ahora nos ocupa exhibe un manejo de pliegues más redondeados, lo que confiere a las telas un aspecto más abullonado y menos acartonado que el que se aprecia en aquéllas. Ahora bien, resulta que dichas notas se relacionan mejor con las pinturas de La Adoración de los reyes y La oración en el huerto que se viene diciendo proviene de algún retablo de La Profesa. En otras palabras, si el cuadro que nos ocupa procediera del retablo deTlatelolco debería datarse entre 1609 o 1610, año en que aquél fue dedicado; lo que no suena convincente, pues, como hemos dicho, exhibe notas que evidencian un manejo pictórico más "moderno". Pero si viniera de algún conjunto de La Profesa, como parece sugerirlo el hecho de que comparte un lenguaje más moderno, similar al que distingue a las que llegaron de ese templo, y medidas muy parecidas,20 se le podría datar en una fecha algo posterior, tal y como se planteó al analizar las pinturas que llegaron de ahí. Sin dar ningún argumento para ello, Guillermo Tovar de Teresa pareciera haber desembocado en esta misma conclusión, pues si bien para 1979 aún entendía el cuadro que ns ocupa como parte del retablo de Tlatelolco, en fecha más reciente la ha incluido entre las obras que llegaron
Para ahondar en lo dicho, cabe señalar que el trabajo abocetado de las cabezas al fondo se puede equiparar con el que se observa en las figuras que se localizan en otras obras de Echave o relacionadas con él, como las que se encuentran en el séquito del cuadro de La Adoración de los reyes, o los de varios de los apóstoles en la tabla de Pentecostés que se guarda todavía en La Profesa.