Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 383
Descripción
Obra de grandes dimensiones con figuras de talla casi natural v dividida en dos secciones. En la zona superior se encuentra la Virgen María, posada sobre un escabel de querubines, en el momento de ser llevada en cuerpo y alma al cielo por seis ángeles adolescentes que, dispuestos simétricamente tres a cada lado, quedan en forma de "U", en tanto que dos grupos de ángeles músicos se hallan en las esquinas superiores de la composición y numerosos querubines, distribuidos por todas partes, se asoman entre las nubes. La Virgen, matrona de noble porte, es una mujer madura vestida con manto azul y túnica rosada, sujeta al cuerpo por una cinta bajo el busto. Circunscrita por una aureola azul, despide un resplandor con ráfagas radiales. Cubierta con un velo blanco, amén de por el manto, presenta la cabeza ligeramente levantada y tiene la mirada dirigida hacia el cielo, al tiempo que muestra las manos abiertas a la altura del pecho, vistas por las palmas. Cinco de los seis ángeles que la rodean lucen alas coloridas, pero todos visten ligeras y largas túnicas ceñidas a la cintura con cintas que se agitan por el viento. De aspecto similar a éstos, pero más empequeñecidos, son los ángeles músicos de los ángulos superiores; los del extremo izquierdo aparecen tocando un órgano portátil y un cromorno (trompeta curva), mientras que los del lado derecho tocan un laúd y un violín.
En la parte baja, claramente separada por una virtual línea horizontal en la sección áurea, se hallan las medias figuras de María Magdalena y de los doce apóstoles distribuidas en varios planos de profundidad, alrededor del sepulcro vacío, buena parte de las cuales levantan las cabezas y miran cómo María es transporta da al cielo. La Magdalena, única mujer en el grupo, aparece de perfil, en el extremo izquierdo de la composición, al tiempo que casi al centro se encuentran san Pedro, de espaldas con los brazos en alto, y san Juan, joven imberbe con la cabeza levantada, en un plano ligeramente más profundo.
Comentario
La mortaja con que se envolvió el cuerpo de María, misma que según la tradición exhalaba un grato perfume, es asida aparentemente por san Juan, quien ocupa un sitio destacado en el grupo de la parte baja; este detalle y el hecho de que junto a él, aunque en un plano poco más profundo, queden otros dos apóstoles con la cabeza inclinada y la mirada hacia el sepulcro vacío, son elementos de los que se sirve el pintor para mostrar que el cuerpo mortal de María, al que tres días antes habían dado sepultura, ha sido glorificado. Este episodio, del que no dan cuenta los Evangelios canónicos, se formuló por la piedad de los fieles para formar pareja con la visita de las santas mujeres al sepulcro de Cristo que encontraron vacío.
Aunque fue hasta 1950, con Pío XII, que la Iglesia católica proclamó como dogma el misterio de la Asunción de María, desde mucho tiempo atrás se creía que el cuerpo mortal de María había sido preservado de la corrupción inherente al género humano y se encontraba glorificado en el cielo. La fiesta de la Asunción, llamada originalmente "de la Dormición", tuvo su origen en Oriente, y se atribuye al emperador Mauricio, cabeza del Imperio bizantino, a fines del siglo VI, el haber fijado el 15 de agosto para honrar el dies natalis de María, esto es, su ingreso en el cielo, por más que, como hemos dicho, se desconociese la exactitud del mismo, por no haber mención de él en las fuentes de la revelación.3 Por otro lado, cuando se hizo la revisión del Breviario romano, bajo el pontificado de Pío V (1566-1572), no sólo se eliminaron las frases dudosas en torno a la glorificación del cuerpo de María, sino que se insertaron fragmentos del Pseudo Atanasio en los que se afirmaba claramente la Asunción de María en cuerpo y alma, sin mayor alusión a su muerte resurrección.4 De cualquier manera, desde el siglo XI aparecen ya fijados, en el campo de las artes, los rasgos fundamentales de la representación asuncionista.
Con estos antecedentes, no extraña encontrar en la Nueva España una amplia aceptación del misterio, como lo prueba que las catedrales de México y Oaxaca, al igual que varios conventos, quedasen dedicados desde el mismo siglo XVI precisamente a exaltar la Asunción de la Virgen, y que poco después, en el siglo XVII, se le venerara desde la iglesia de Santa María la Redonda en una de las imágenes de escultura que gozaron de más aprecio en la religiosidad novohispana.
El cuadro que ahora nos ocupa estuvo atribuido al pintor andaluz Alonso Vázquez antes de que don Manuel Romero de Terreros le otorgara la paternidad a Alonso López de Herrera. Y cabe resaltar que fue este estudioso quien logró armar la figura de López de Herrera, pintor que hasta ese momento había permanecido prácticamente olvidado, al unir las escasas y dispersas noticias existentes de dicho pintor y ponerlas en relación con los pocos cuadros por éste firmados y con otros que, sin estarlo, compartían características estilísticas. A partir de la información de que disponía, Romero de Terreros supuso que "el Divino Herrera", sobrenombre con el que este artista fue conocido desde su tiempo, era originario de la ciudad de México. Sería en otro trabajo suyo en el que, contando ya con una partida de bautizo que creyó le correspondía, afirmó que dicho pintor había nacido en la ciudad de México, había pertenecido a la feligresía de la Santa Veracruz y había sido bautizado "en la iglesia de Regina el 24 de febrero de 1579". Sin embargo, gracias a la información extraída del archivo de la orden de Santo Domingo, en años más recientes se puso en claro su origen español: en el acta de su profesión como hermano lego en la orden dominica, el propio López de Herrera declaró "ser natural de la ciudad de Valladolid, en los reinos de Castilla y ser hijo de Alonso de Herrera y María de Cárdenas".
Entre las interesantes observaciones que hizo Manuel Toussaint de este cuadro, al que no dudó en calificar como la obra "más importante" de Herrera, están las de señalar que exhibía dos modalidades diversas: la parte baja, con el grupo de los apóstoles, le recuerda "las asunciones italianas, ticianescas, así en el brillo del colorido como en las siluetas que forman escorzos valientes"; encuentra, en cambio, que la parte alta "es absolutamente flamenca", y agrega que no sólo funciona como un gran tapiz colgado sobre la escena de abajo, sino que evidencia un espíritu distinto, con esas siluetas recortadas, la angulosidad de las alas y la diferencia de escala con el resto del cuadro.
López de Herrera debió pasar a la Nueva España alrededor del año de 1609, en que firma su primera obra.9 Este dato permite inferir que al llegar a México estaba concluida su formación pictórica; máxime si, como se piensa, era hijo del pintor Alonso de Herrera que estuvo activo en el paso del siglo XVI al XVII, en la zona de Segovia y Palencia. De llegar a confirmarse esto último, cobraría fuerza el pensar que con él debió de recibir las enseñanzas de su arte. Pero además, la situación un tanto marginal, pictóricamente hablando, de esa región, quizás ayude a explicar la tensión entre esas notas de distinta orientación que señaló Toussaint, y el oscilar entre la sequedad y lo arcaizante de la tradición castellana que se advierte en su obra, como ocurre con la diferencia de escalas en las figuras, con las notas de color en las alas de los ángeles y con el drapeado de algunas de las túnicas hecho a partir de finos pliegues paralelos, por un lado, y el empleo, por el otro, de figuras cortadas para el grupo de la parte baja ¿algunas incluso de espaldas o con atrevidos escorzos¿, expedientes que, aunados a la gestualidad que priva en ellas, remiten a modelos manieristas, de cierta actualidad.
El cuerpo de la Virgen sigue una suave curva, recurso con el que el artista intentó disimular la rigidez del eje vertical al centro de la composición y con el que pretendió, sin éxito, suavizar la robustez de su figura, misma que contrasta con la ligereza de los seis ángeles de porte delicado que, sin ningún esfuerzo, la transportan al cielo. Inusualmente, tres de éstos quedan con el torso desnudo, lo que obliga al pintor a mostrar la manera en que sus alas se desprenden o insertan a la espalda. Para la figura de la Virgen, pero sobre todo para las de los ángeles a su alrededor, Herrera pudo disponer de algún grabado que se ocupara de este tema, pues la parte superior de su cuadro guarda mucha semejanza con la pintura del mismo tema que hiciera Francisco Pacheco para la iglesia de La Anunciación, en Sevilla, misma que deriva de un grabado de Cornelis Cort.
Rostros y manos están representados con valentía y calidad. En ese sentido, es interesante resaltar el tono expresivo y ritmo animado que Herrera supo imprimir en el grupo de la parte baja, pues mientras unos apóstoles gesticulan con asombro o se mueven con tensión y nerviosismo, otros se advierten quietos o apesadumbrados. Asombra, en especial, el correcto dibujo de las manos, no obstante plasmarlas en variadas posiciones, y aun en atrevidos escorzos. Y no está de más recordar que es justamente en la verista representación de las manos que se encuentra una de las notas más distintivas del quehacer pictórico de López de Herrera, hasta el punto de que lo correcto de su trazo bien puede considerarse como firma del autor.
Parcialmente oculto por dos cabezas en el extremo derecho del cuadro, se distingue el rostro de un apóstol casi de frente, el cual se destaca porque no parece participar del clima anímico del resto del grupo y es el único que dirige su mirada hacia el espectador. Se trata, pues, de uno de los muy socorridos recursos de los artistas para atraer la atención del espectador y así adentrarlo en su cuadro. Pero, como ocurre con muchos otros casos similares, acaso se trata de un retrato, o de un autorretrato, y es que si bien dicha cabeza sobresale ligeramente en altura del resto, pareciera querer, en un gesto de humildad, quedar semioculta y sumida en una tenue penumbra.
Atento a la noticia dada por el cronista dominico fray Alonso Franco, de que Alonso López de Herrera había ejecutado las pinturas del retablo de Santo Domingo de México, fue Romero de Terreros el primero en pensar que la gran tabla que nos ocupa procedía de ese retablo. Aunque conocido, transcribo el párrafo del cronista: "Determinóse [en la erección de dicho retablo] el prior fray Benito de Vega y buscó los mejores maestros, así escultores como ensambladores, doradores y estofadores que tenía la Nueva España, y dentro del convento de México hizo hacer un retablo grande para todo el testero de la capilla mayor, tan excelente y primoroso que es la cosa mejor de esta materia que hay en Nueva España y no inferior a otros de los de España"; dicho lo cual agrega: "Animóle mucho al padre prior [... ] haber dado el hábito en aquel convento y ser actual novicio un gran pintor llamado fray Alonso de Herrera, superior maestro en la pintura. Este novicio pintó los tableros que hay de pintura, cosa excelentísima y curiosa, y así salió perfectísima esta obra, y en menos de dos años se acabó."
Quizá pertenecieron a este mismo retablo otras dos obras sobre tabla con los temas de La Resurrección de Cristo (que se guarda igualmente en el Munal), y La Ascensión de Cristo, que recién acaba de ser restaurada. Por lo señalado en relación con el tema que presenta y sus mayores dimensiones, se puede proponer que el cuadro de La Asunción pudo estar ubicado al centro del retablo, a una altura media, y los otros dos dispuestos en las calles laterales. No contamos, desafortunadamente, con la descripción de dicho retablo ni con la temática de sus pinturas, por lo cual no hay forma de probar esta hipótesis, pero al menos para el cuadro que nos ocupa hay más bases para reforzar la sospecha, pues al decir del mencionado cronista dicho retablo estaba dedicado precisamente a la Asunción de la Virgen; punto que, dentro del polémico papel que el misterio de la Inmaculada Concepción adquirió en el contexto dominico, no deja de llamar la atención, por cuanto que se trata de una iconografía que se relaciona mucho más con la orden franciscana, habida cuenta de que el tema de la Asunción suponía reforzar la idea de que María había estado preservada del pecado original. Con todo, no se puede olvidar que el tema de la Asunción entraba también en el mundo devocional dominico, como lo demuestra el que varias de sus casas estuvieron dedicadas a la exaltación de ese pasaje de la Virgen desde el siglo XVI (Amecameca, Yautepec, Chila, Tlaxiaco, Nochistlán,
Jalapa y Totontepec), en virtud de que el mismo estaba considerado como uno de los siete "gozos de la Virgen", y como uno de los "misterios gloriosos" en la práctica del rezo del rosario, cuya devoción, es bien sabido, estuvo fuertemente promocionada precisamente por la orden dominica.
Un dato con el que, sin embargo, no podemos estar de acuerdo con Romero de Terreros es el referente a la fecha de 1622 que propuso para la erección de dicho retablo y que, por ende, se ha venido concediendo al cuadro que nos ocupa. Como señalara oportunamente el cronista Franco, el retablo en cuestión se estaba haciendo cuando López de Herrera era novicio en la orden dominica, y ello, como hemos dicho, ocurrió en el año de 1624. Esto y la noticia de que el retablo se dedicó dos años después, permite inferir que "el Divino Herrera" ejecutó las pinturas del mismo entre 1624 y 1625. Sea como fuere, este retablo subsistió quizás hasta 1716 en que, por haberse anegado la iglesia, fue necesario construir otra nueva o reconstruir la anterior. Unos años después se erigió un nuevo retablo, en el cual encontraron acomodo tanto las pinturas de Herrera como algunas de las esculturas del retablo anterior ¿ lo que nos deja saber del aprecio en que se les tenía¿, tal y como se asentó en la Gazeta de México del 3 de agosto de 1739, día en que se "bendijo [ . . . ] el sumptuoso Retablo principal del nuevo Real Templo del Imperial Convento de Predicadores", mismo que fue dedicado al día siguiente "con el aplauso que demanda su pulida, costosa y bien bruñida escultura, que consta de la antigua y moderna; de ésta en los erguidos estípites, [ . . . ] y de aquélla en las gallardas estatuas del afamado Amaro, y los pinceles célebres del que por sus aciertos le llamaron Divino, siendo su propio nombre fray Alonso de Herrera".16 Este nuevo retablo es el que años después describiría fray Servando Teresa de Mier, cuando al hablar del convento de Santo Domingo, "que está chorreando agua", dice: "y en el colateral y retablo mayor de la iglesia, todas las pinturas son del que llamaron divino Herrera en el siglo XVII". La suerte que corrió este retablo fue la misma que muchos otros con el cambio de gusto de la época, pues fue reemplazado por otro de corte clasicista levantado por Manuel Tolsá a principios del siglo XIX . Sin más información al respecto, cabe suponer que las pinturas de Herrera se hubiesen salvado de la destrucción, y que terminaran dispersándose. Y aunque el propio Romero de Terreros recoge la tradición de que el cuadro que nos ocupa procedía del convento de la Merced, coincidimos con él en que lo más lógico es que hubiese permanecido en Santo Domingo y de ahí pasara a la Academia de San Carlos, ya avanzado el siglo XIX.