Rogelio Ruiz Gomar. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte Pintura Nueva España T. II pp. 260
Sentada a la entrada de una rústica y ruinosa construcción de madera con techo a dos aguas, está la Virgen María con el Niño Jesús sobre sus piernas. Ella se encuentra de tres cuartos, con la cabeza inclinada y la mirada baja; sobre su cabeza destaca el perfil dorado de su aureola, dispuesta de manera escorzada, con una como estrella en el centro. Va vestida con la túnica roja y manto azul con que se le suele representar, y queda cubierta su cabeza con un velo transparente que desciende hasta los hombros. El Niño Jesús está desnudo, cubierto sólo con un paño blanco y se encuentra igualmente de tres cuartos, pero con el tronco girado en dirección contraria a la que presentan la cabeza y las piernitas. Tiene la mirada dirigida hacia el espectador y su cabeza despide el resplandor cruciforme reservado exclusivamente para Él. San José se asoma a espaldas de María con la mano derecha ligeramente levantada, como en un gesto protector. Es un hombre joven que viste una túnica de color gris azuloso y luce también una fina aureola escorzada. Arrodillado frente a María y el Niño se halla Melchor, el rey anciano, con el cuerpo inclinado para besar el pie del Niño; ha depositado en el suelo el copón con el presente que ha traído, y en un nivel más bajo ha abandonado los símbolos de la realeza y el poder: la corona, el cetro y la espada. Los personajes mencionados quedan en un mismo plano organizados por un eje diagonal que desciende de izquierda a derecha. El resto de las figuras quedan escalonadas en diferentes planos de profundidad hacia el lado derecho de la composición. Primero está Gaspar, el rey de edad madura, que luce una especie de turbante bajo la corona; tiene las manos juntas y ve al Niño. Atrás de él está Baltasar, el tercer rey, hombre joven de tez oscura, cubierto con un curioso gorro o tocado, quien dirige su mirada hacia el cielo. Lleva su regalo en un recipiente de oro que adopta la forma de una naveta. Los tres reyes visten con gran riqueza, especialmente el arrodillado, que luce sobre la blanca camisa una túnica roja con mangas abullonadas, y un manto con brocados en oro y forro blanco. Detrás del rey negro se extiende hacia el fondo el resto de la comitiva, con un trabajo abocetado; forman un compacto grupo de personas del que destacan las cabezas de un hombre de afilados bigotes, una mujer negra y otro hombre con turbante. Esa parte se cierra con la vista de un paisaje en varios planos de profundidad, en la que destacan los muros de una construcción en ruinas, unos conos montañosos a lo lejos y un amplio celaje en el que brilla la estrella que ha guiado a los reyes.
Comentario
Para la representación de La Adoración de los reyes, los artistas se atuvieron a lo que se menciona en el Evangelio de san Mateo, único en que se narra el pasaje de los sabios de Oriente que, guiados por una estrella, llegaron a Jerusalén y luego a Belén, donde encontraron a María con el Niño que buscaban "y de hinojos le adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra" (Mt 2, 1-12). En virtud de que el evangelista no suministra ni los nombres ni la calidad ni el número de ellos, así como tampoco la fecha en que llegaron, se empezaron a tejer y a sumar narraciones piadosas como las recogidas en los Evangelios Apócrifos, que intentaban cubrir esas noticias, lo que explica que no siempre exista concordancia entre ellas; así, mientras en unas se da a entender que los magos habrían llegado inmediatamente después del nacimiento de Jesús, en otras, con base en la matanza de infantes menores de dos años dictada por Herodes, se señala que ocurrió cuando Jesús contaba ya con dos años de edad;1 razón por la cual algunos artistas optaran por representar a Jesús sentado o parado sobre las piernas de su madre, como es el caso que nos ocupa. Hacia el siglo III, Tertuliano, seguramente para destacar la dignidad de los visitantes, les elevó por primera vez a la categoría de "reyes", calidad que se recogería más tarde, en la Edad Media, pues tal idea venía a reforzar la postura de la Iglesia interesada en mostrar el homenaje de los reyes del mundo al Niño Jesús.2 Del mismo modo, como no se precisaba el número, éste ha variado entre tres, cuatro o doce; finalmente prevaleció el de tres, en conformidad con los tres regalos que citaba Mateo y con los restos de los tres cuerpos, supuestas reliquias suyas, que se conservaran en Milán antes de ser trasladados a Colonia en el siglo XII, además de que, por razones bíblicas, litúrgicas y simbólicas, se les hizo representantes de las tres "partes del mundo habitado"(Europa, Asia y África), pobladas con los descendientes de Sem, Cam y Jafet, los hijos de Noé, según la concepción que prevaleció hasta antes del descubrimiento de América y Oceanía, y de las tres "edades de la vida" con que se quería significar el entusiasmo de la juventud, la razón de la madurez y la experiencia de la senectud.3 Del mismo modo, en los tres regalos también se reconocieron simbolismos: el oro ofrecido en un cofre fue entendido como un homenaje a la realeza de Jesús; el incienso, como ofrenda a su divinidad, y la mirra, presentada en un copón, sustancia que era utilizada para embalsamar cadáveres, a su humanidad. Los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar aparecieron hasta el siglo IX. Así, de manera gradual, este episodio que formaba parte de la Natividad fue entendido como un símbolo de la divinidad y grandeza del Niño que es reverenciado por los reyes de la tierra como "el Rey de reyes". Por eso, al igual que otros muchos artistas, Echave ha representado sentada a la Virgen "en majestad", para exaltarla como trono vivo de Dios, exponiendo al Niño Jesús para que reciba el homenaje de la humanidad entera por medio de esos tres reyes,4 y, asimismo, ha representado en el piso los símbolos de autoridad (corona), potestad (cetro) y mando militar (espada) en ellos contenido. El gesto del rey anciano que se encuentra arrodillado para besar el pie de Jesús, detalle muy gustado por los pintores venecianos, tiene su origen en el llamado Liber de Injantia Salvatoris: "nada más entrar han saludado al niño y han caído en tierra sobre sus rostros; después se han puesto a adorarle según la costumbre de los extranjeros y cada uno va besando por separado las plantas del infante".5 Las ruinas que se advierten al fondo se entienden como el abandono del mundo antiguo, pagano, generado por el advenimiento de la nueva era representada con Jesús.
Aunque se viene afirmando que esta tabla y la de La oración en el huerto forman juego y pertenecieron al retablo mayor de la iglesia de La Profesa, en la ciudad de México, no hay ninguna base para sostener tal cosa, pues perfectamente podrían haber formado parte también de otro de los retablos de la misma iglesia o del de cualquier otra casa de los jesuitas. Lo único que sabemos de cierto es que ingresaron a las colecciones de pintura virreinal de la Academia de San Carlos a mediados del
Siglo xix, tal y como lo expresa José Bernardo Couto al registrar que se encontraban en los claustros de La Profesa y que fueron cedidos por los padres del oratorio de San Felipe Neri,6 casa en donde, como sabemos, se conservaba mucho del rico patrimonio artístico que habían reunido ahí los miembros de la Compañía de Jesús hasta el momento de su expulsión, acervo que se incrementó con la no menos importante colección de obras que llevaron los padres del oratorio de San Felipe
Neri al tomar posesión del inmueble.
Mientras que en el cuadro de La Adoración de los reyes se exaltaba la realeza de Cristo, en el de La oración en el huerto se enaltece su humanidad. Después de haber celebrado la cena pascual, Jesús se fue con sus discípulos al monte de los Olivos, a un lugar llamado Getsemaní. Este pasaje con el que se inicia la pasión de Jesús es tratado en tres de los Evangelios. En ellos se alude a ese angustioso momento, de miedo y combate interior entre la carne y el espíritu que libró la naturaleza humana de Jesús ante el inminente sufrimiento y muerte que le esperaba. Los tres evangelistas concuerdan en lo esencial, pero es a Lucas a quien ha seguido la mayor parte de los artistas que han representado este pasaje: "Se apartó de ellos como un tiro de piedra y, puesto de rodillas, oraba, diciendo: 'Padre, si quieres aparta de mí esta copa de amargura; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.' Entonces se le apareció un ángel del cielo, que lo estuvo confortando. Preso de angustia oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Le 22, 39-44).7 El cáliz es una metáfora de la que se sirve Cristo para hablar de su pasión como una copa de hiel que debe beber.
Obra de gran efecto, en ella todo queda subordinado al intenso juego de claroscuro.
Entre las notas que caracterizan la pintura de Echave Orio está el empleo de colores saturados. El rojo contrasta con fuerza junto a lo negro del fondo y el azul de la túnica, que se aviva con esos brillos casi metálicos. El artista ha dotado a Cristo con un rostro de gran hermosura, pero a fin de imprimirle la hondura requerida y dar el tono dramático que el tema exigía, ha echado mano de ciertas recetas plásticas en uso para la época, como el quebrar un poco las cejas, oscurecer la cuenca de los ojos, representar el borde y la parte interna de los párpados superiores, y trabajar una boca ligeramente abierta. Sobre esta figura, José Bernardo Couto pone en boca de Clavé la siguiente reflexión: "Confieso a usted que no he encontrado en México figura más resignada, más celestial que la del Salvador orando; creo que el mismo Overbeck con gusto la prohijaría por suya."8 En este orden de ideas, cabe recordar lo asentado por Diego Angulo cuando asevera que Echave debió seguir el consejo de los jesuitas al procurar subrayar el dolor de Jesús mediante la sentida emoción que expresa su semblante y las gotas de sangre que bañan su rostro y manos.9 Asimismo, se puede decir que el manejo de esas manos trenzadas contribuye a resaltar el tono dramático del momento; mas no se puede dejar de señalar que el trabajo geometrizante que presentan los dedos de las mismas recuerda el de los que pintaba desde unas décadas atrás el sevillano, avecindado en la Nueva España, Andrés de Concha.
Por otro lado, hay que convenir en que ese ángel adolescente de tez lechosa, con cabellera rubia y ensortijada, está igualmente dentro del tipo usado por Echave, por más que, curiosamente, no luzca en su cabeza las entradas parietales que gustaba pintar en sus seres angélicos. Del mismo modo, insistió en vestirle con las mismas ropas holgadas que ocultan todo el cuerpo, con la salvedad de que en el de ahora los brazos quedan desnudos ante lo corto de las mangas; y lo mismo podría decirse tanto del uso de colores cambiantes en las telas, como de las calidades acartonadas en las mismas a causa de los brillos en las aristas de los pliegues, casi como ecos venecianos, pero que, a final de cuentas, resultaban ser resabios del gusto manierista que privaba en su tiempo en el ambiente artístico novohispano.
Respecto al trozo de naturaleza en el ángulo inferior izquierdo, mismo que exhibe una magnífica factura, cabe señalar que fue utilizado por el pintor en el primer plano no sólo como elemento introductorio, tan caro al arte manierista, sino como depositario de valores simbólicos que hoy día pueden pasar desapercibidos, pero que debieron de ser fácilmente comprendidos por los fieles de su época. Acaso resulte exagerado aducir que el tronco muerto pero con vida en su entorno sea una alegoría del ciclo de vida, muerte y resurrección de la naturaleza, aquí aplicada al misterio de la redención, alcanzada con la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo, pero sí parece claro que las tres rosas significan la sangre ocasionada por los tres clavos y derramada por el amor a los hombres, al tiempo que la vara de azucenas alude a la pureza de la naturaleza humana de Jesús.
que se conservan del retablo de Tlatelolco, que se datan en 1609 y que exhiben notas de mayor ascendencia manierista, en las dos pinturas procedentes de La Profesa se puede hablar de un manejo más moderno, casi barroco; ello parecería contribuir a la idea de que estas últimas serían de ejecución posterior.
1861, año en que escribió su Diálogo. El par de cuadros fue seleccionado para decorar Palacio, con obras de la Academia Imperial de San Carlos, durante las fiestas de Corpus, en mayo de 1 866.18 Pero sólo el de La Adoración de los reyes formó parte de los cuadros que envió México a la Exposición Universal de Nueva Orléans, entre fines de 1884 y principios de 1885. Junto con todo el lote de pinturas de la antigua Academia, a principios del siglo xx, este par de cuadros pasó a depender de la Universidad Nacional. En 1936, el acervo fue cedido al Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1964, el lote de pintura colonial se exhibió en el antiguo convento de San Diego, que se convirtió en la sede de la Pinacoteca Virreinal