Museo Nacional de Arte

Retrato de mujer con flores




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Retrato de mujer con flores

Retrato de mujer con flores

Artista: HERMENEGILDO BUSTOS   (1832 - 1907)

Fecha: 1862
Técnica: Óleo sobre lámina
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 47

Descripción:

"Bustos se enfrentó a la representación de la apariencia física de sus paisanos, con la misma ambición de veracidad empleada para pintar bodegones y cometas. Si revisamos cronológicamente las sucesivas fases de su obra retratística, advertimos que hay una coherencia entre ellas. Sin embargo, en el tratamiento naturalista que desarrolla desde lo año cincuenta hasta el retrato de Luciano Barajas y su hijo Pedro (1872), podemos notar, en su pintura, una expresión aún contenida de su verismo, pues si bien éste transcribe exactamente las fisonomías, está todavía marcado por elementos iconográficos de una tradición anterior a la obra bustiana, la cual contiene un inventario de las joyas y accesorios que portan los sujetos. Durante este periodo, se complementan rostros y atuendos. A la imagen del personaje, se suma la inscripción que el pintor añade en el anverso y reverso del cuadro, indicándonos la fecha de realización y, en algunos, la edad del sujeto: "Se hizo este retrato el día 9 de junio de 1854, teniendo de edad 27 años 11 meses y 25 días".

Durante 22 años utilizó indistintamente lámina o tela como soporte y casi siempre presenta las figuras en tres cuartos de perfil sobre un formato rectangular.

No es un hecho aislado que Bustos realizara una pintura a partir de algún dibujo previo y sin contar con la presencia del modelo.

Para los años sesenta, Hermenegildo Bustos debió tener ya una bien ganada fama de retratista y un prestigio, consolidado por el parecido fiel que logra del sujeto, y creo, también, por la manera que presenta a sus modelos. Fue siempre "un prodigioso descriptor de hombres", como lo llama Paul Westheim: esta habilidad la constatamos durante toda su obra; sin embargo, durante esta etapa el tratamiento objetivo de sus rostros aún tiene el contrapeso de las formulas convencionales que el pintor impone al cuerpo de los sujetos, lo mismo que a sus manos ocupadas invariablemente por un objeto o bien con ademanes solemnes o afectivos. No hay que perder de vista que estamos ante un pintor "de encargo", y como tal tuvo que sujetarse en cierta medida a los deseos del solicitante y de cómo éste quiso o esperaba reconocerse en el retrato. Hermenegildo Bustos sabía perfectamente lo que debía o no pintar para complacer a sus clientes. En este periodo no sólo plasma rostros sino que refleja las mentalidades en los atributos que depositó en las manos de sus retratados. Por ejemplo, la mayoría de las mujeres pintadas por Bustos portan un libro, amén de la discreta coquetería de Mujer con flores (1862).

El pintor distingue a estas mujeres, exhaltando la peculiaridad de sus rostros. Sin embargo, un rasgo común las unifica…"

(Aceves Piña, Gutierre, 1993, p. 16-17)

Imagen localizada en el catálogo de la exposición página 94

Descripción:

"La historia del retrato de aparato en [sic] casi tan larga como la de la civilización misma. Los primeros ejemplos se encuentran en los retratos de los faraones del Antiguo Egipto, y desde entonces hasta hoy la producción de retratos de Estado se ha desarrollado ininterrumpidamente. Esta notable continuidad puede quizá explicarse por la tendencia de las sociedades humanas a organizarse en jerarquías de riqueza, poder y rango, y a investir a sus dirigentes de virtudes especiales, mágicas incluso. Esta tendencia garantiza que el retrato de aparato, que manifiesta ese poder y ese rango mediante mecanismos simbólicos, sea una presencia constante en la historia del arte.

La pintura de retrato conjunta una gama de valores estéticos, históricos, sociológicos y psicológicos. La diversidad de posibilidades interpretativas en los órdenes de lo descriptivo y lo analítico, aunado al simple goce visual provisto de la fascinante curiosidad por las prendas, accesorios, joyas y mobiliarios de otros tiempos, así como la noción de vernos a nosotros mismos reflejados en estos retratos, hacen de estas piezas un fascinante objeto artístico. Si bien la obra no puede ser un documento histórico fehaciente, ya sea por la subjetiva interpretación de la realidad, debido al imaginario de los lenguajes estéticos que dominan el universo del artista, o por la imagen mejorada que añora el cliente respecto a cómo se percibe en el espejo. No obstante, nos contextualiza en la época.

El retrato no sólo es una excelente fuente histórica, sino que para determinados aspectos, como los que tienen que ver con las identidades colectivas, los cambios de mentalidades o las modificaciones en las formas de ver y entender el mundo social, resulta imprescindible. Un retrato puede definir la situación histórica de una sociedad en un momento determinado tan bien o mejor que decenas de documentos escritos, sólo es necesario saber leerlo.

Tanto si son pinturas como si se trata de fotografías lo que recogen los retratos no es tanto la realidad social cuanto las ilusiones sociales, no tanto la vida corriente cuanto una representación especial de ella. Pero por esa misma razón, proporcionan un testimonio impagable a todos los que se interesan por la historia del cambio de esperanzas, valores o mentalidades.

En términos compositivos, Ingres en Europa y Clavé en México –país en el que también brillaron en el género de retrato, a partir de Clavé, figuras como Juan Cordero (1822-1884), Santiago Rebull (1829-1902), Tiburcio Sánchez de la Barquera (1837-1902), José Justo Montiel (1824-1899) o el propio Gutiérrez-, ampliaron la escala de la efigie dentro de la superficie pictórica, ubicando al modelo muy cerca del espectador y en muchos casos en tamaño natural, dentro de espacios abiertos, como jardines, o en recovecos íntimos, como habitaciones y salones de <<refinado>> y ostentoso gusto.

Estos personajes casi siempre están situados en sillones o en torno a ellos, fabricados con finas maderas y con acolchados respaldos de terciopelo. En muchos cuadros, estos sitiales están en coordinación con pesados y teatrales cortinajes recogidos y de la misma tela. El sentido cromático de estos retratos tiene un toque cálido e íntimo, mientras que los rostros son altivos y con miradas direccionadas al espectador, en contubernio o desafiantes. Los componentes de las estructuras para el retrato, incluso en el tradicional busto perfilado en tondo (óvalo), se repiten de un retratista a otro como convenciones hemisféricas configuradas entre el paso del neoclasicismo al romanticismo y de éste al realismo.

Dentro de la rama de la definición del realismo <<tenebrista>>, la convención fue ir neutralizando el entorno de la figura, degradando los matices hacia la penumbra, destacando las carnes y detallando los rasgos fisonómicos: faciales, cuello, hombros, brazos o manos. Estos efectos claroscuros le otorgan a la efigie una fuerte presencia psicológica; un nivel de expresión de la personalidad francamente escénico, que anula protagonismo a cualquier objeto externo, incluso los trajes y ajuares –los personajes suelen estar nimbados, como santos y figuras devocionales del arte sacro de otros tiempos-."

(Rodríguez Rangel, Víctor T., 2017, p. 62-63, 68)