Museo Nacional de Arte

Pórfidos traquíticos del lado occidental del cerro del Tepeyac




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Pórfidos traquíticos del lado occidental del cerro del Tepeyac

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Pórfidos traquíticos del lado occidental del cerro del Tepeyac

Artista: CARLOS RIVERA   (1856 - 1939)

Fecha: 1878
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA. Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Descripción

PPanorama tomado cerca de la Villa de Guadalupe con vista a la ladera occidental de la sierra norte de la cuenca de México. Una masa uniforme de escarpadas rocas de tepetate se erige al centro de la localidad, estos pórfidos se encuentran a medio cubrir de follage y al pie de ellos se ubica una nopalera y una vivaz serpiente. 

      Una diagonal divide la pequeña loma sombreada en el primer plano del pedrusco iluminado con colores cálidos -combinados y yuxtapuestos para lograr el efecto deseado. Se aprecia el esmero del artista en la manera en como resolvió los detalles de las morfologías rocosas, asunto compositivo central.

      Por detrás de esta  peña se abre el paisaje con el espejo del lago de Santa Isabel crecido y los cerros de la Sierra de Guadalupe en el horizonte. La presencia humana está discretamente representada por un poblado distante al pie de la montaña próxima al extremo derecho de la superficie pictórica.

            Las figuras de los robustos cúmulos se dibujan sobre el cielo tratado con un azul profundo propio de las primeras horas de la mañana cuando el sol rasante irradia desde el oriente.

Comentario

Las vistas de la periferia capitalina y las pinturas de paisajes sosegados con un sentido naturalista, despuntaron en la segunda mitad del siglo XIX. La gráfica comercial y la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA) consolidaron la práctica de este género en México, muy del gusto del pensamiento romántico que predominaba en la cultura occidental del momento.

Los alrededores de la ciudad se convirtieron en los parajes preferidos de dibujantes y pintores por los encuadres horizontales de la cuenca y desde las cordilleras circundantes por los rústicos poblados plagados de pintorescos personajes; y por la exótica combinación vegetal, mineral y animal, propia de los ecosistemas por arriba de los dos mil metros sobre el nivel del mar. Además de la ventaja que significaba la cercanía con la ciudad de México, foco del arte y la cultura.

Carlos Rivera ingresó a la ENBA en el año de 1868 y gradualmente asimiló los conceptos teóricos y prácticos aplicados en las cátedras por el italiano Eugenio Landesio (1810-1879), -quien arribó a México en el año de 1855 para incorporarse a la plantilla del profesorado de la Academia Nacional de San Carlos como catedrático del ramo de perspectiva, paisaje y ornato. y entendió las modificaciones emprendidas en el género por José Ma. Velasco (1840-1912) en su madurez expresiva, del que fue primero condiscípulo y luego discípulo. De las amplias panorámicas sublimes de Landesio ¿propias de un concepto unitario del universo- de atmósferas crepusculares saturadas de elementos sugestivos propios de los ideales del romanticismo, se pasó a la transparencia atmosférica velasquiana que permite el detalle naturalista aun en los objetos más distantes, hacia los términos superiores y lontananzas. Al mismo tiempo, la incursión de la modernidad en todos los ámbitos de la cultura, dio pie al cambio de la concepción global y cósmica de la naturaleza, por la fragmentación  mecanicista y científica de sus partes. Velasco y Rivera, por ejemplo, equipararon las vistas de amplitudes espaciales con obras centradas en los detalles del reino mineral, vegetal y animal. Hubo una paulatina aproximación entre la inspiración artística y la sagaz observación de la ilustración científica.

                    

            Es en ese tiempo cuando la divulgación plástica y gráfica del paisaje mexicano experimentó una estrecha relación con el hecho de que ¿la geografía y los recursos naturales del país aún se encontraban en proceso de reconocimiento.Las características físicas del altiplano central pronto alcanzaron la categoría de emblemas geográficos de la identidad territorial reconocidos en el ámbito local y externo.

El paisajista veracruzano, contemporáneo en la Academia de aquellos artistas como José Ma. Obregón (1832-1902), Félix Parra (1845-1919), Rodrigo Gutiérrez (1848-1903) y Petronilo Monroy (1836-1882), quienes en el curso de pintura de figura desarrollaron episodios históricos del México prehispánico, parece estar influenciado por ese espíritu nacionalista sugerido en la serpiente que se acerca a la nopalera esperando sólo la intromisión del águila para completar el cuadro del símbolo nacional: tema de la fundación de México-Tenochtitlan. El mismo Velasco, un año antes, en su aplaudida vista panorámica de El Valle de México de 1877, había suprimido todo episodio humano, para representar una águila con una presa volando sobre una vegetación de nopales y cactáceas, identificadas con la flora mexicana, sobre la cima del cerro de Santa Isabel.

Para el paisajista era preponderante, como un ilustrador científico absorto en la contemplación de la naturaleza, la precisión en la recreación morfológica de las rocas; las paredes y las fracturas de las superficies de los enormes bloques de piedra debían estar resueltas con un verismo que remarque su belleza modelada  por la erosión de las eras geológicas. La aplicación de gruesos empastes acentuó la resolución de la textura y la dureza de las rocas.

                  El mismo Velasco, por esos años, consolidaba la recreación pictórica de las canteras con la agudeza visual de un geólogo: lienzos como Peñascos del cerro de Atzacoalco de 1874, Rocas del Tepeyac o Cocina rústica en el Peñón de los Baños de 1878, es prueba de ello. Maria Elena Altamirano y Fausto Ramírez, en el catálogo Homenaje Nacional. José María Velasco (1840-1912), entienden que en estas obras no sólo está implícito la admiración de las mismas y su fiel reproducción, sino todo un simbolismo religioso, un ¿hálito sagrado.La imagen que presenta el artista es más que una roca; es una representación simbólica de la energía de la naturaleza.La ubicación de la vista está corroborada en el comentario a la pieza en el catálogo de la exposición, designada como Pórfidos traquíticos del lado occidental del cerro del Tepeyac.