Museo Nacional de Arte

La ida al castillo de Emmaús




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La ida al castillo de Emmaús

La ida al castillo de Emmaús

Artista: RAMÓN SAGREDO   (1834 - 1873)

Fecha: 1857
Técnica: Óleo sobre tela
Tipo de objeto: Pintura
Créditos: Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982
Descripción

Descripción

En un paisaje alumbrado por la luz del sol poniente caminan, de izquierda a derecha, tres hombres vistos de cuerpo entero y ocupando el primer plano. A la izquierda va Jesús de Nazaret, vestido con una túnica de color rosa y un manto azul y provisto con un cayado o bastón en su mano derecha; y si bien su cuerpo está visto de tres cuartos, su rostro aparece de perfil. En medio avanza un hombre, barbado como Jesús pero de complexión más robusta y de menor estatura, vestido con una túnica roja, sobre la que trae terciada sobre el hombro derecho una tela blanca, acaso un saco de viaje; tiene girado el rostro hacia Jesús, y tomándole la mano izquierda con su diestra, está instándolo a dirigirse hacia una maciza construcción que al fondo se levanta. Al frente, marcha el más joven de los tres personajes, un muchacho vestido con una túnica amarilla, que lleva, sobre su hombro derecho, un atado de ropa del que emerge un rollo o códice; su cuerpo está visto de perfil, pero ha girado el rostro hacia el frente del cuadro, y su mirada directa parece involucrarnos en la escena representada.

El plano intermedio de la composición, en su mitad derecha, está ocupado por la ya referida construcción, de aspecto cerrado y monumental, con paredes de ladrillo formando bloques de una geometría severa, y rematadas por un cornisamiento adornado con series de arcos ciegos, a modo de fortificación. Hay una gran puerta al frente, coronada por un frontón, y unas cuantas ventanas minúsculas. Una palmera sobresale de un macizo de vegetación situado en torno al ¿castillo¿, poniéndole una nota de verdura a un entorno áspero y rocoso. La coloración del crepúsculo, entre dorada y rojiza, le confiere una especial calidez tanto a los muros del edificio como a las figuras de los tres caminantes. 

Comentario

Esta pintura fue remitida por su autor a la décima exposición de la Academia de San Carlos, en diciembre de 1857. La entrada correspondiente del catálogo dice así:

Después de la resurrección, dos discípulos del Salvador se dirigían de Jerusalem al castillo de Emmaús, hablando de la portentosa resurrección del Mesías; en esta sazón se les unió un pasajero que era el mismo Jesús, sin que ellos lo hubiesen conocido; los discípulos le instan a que se hospede en el castillo, por declinar ya el día. En una altura domina un edificio de construcción romana que es el castillo de Emmaús, donde después se dio a conocer a sus discípulos.            Con este cuadro, Sagredo obtuvo el segundo premio en la clase de Composición de pocas figuras, por lo cual permaneció en las galerías de la Academia. Esta presencia no pasó inadvertida en los años por venir, llegando a ser unánimemente reconocido como una de las obras maestras indiscutibles de la pintura mexicana, por los críticos de las más diversas contexturas estéticas e ideológicas. Antes de pasar a consignar estos comentarios, conviene señalar algunas de las características del asunto en general, y de este lienzo en particular.

            El episodio de los "peregrinos" de Emaús, narrado en el evangelio de Lucas (24, 13-35), contiene dos momentos sucesivos: el del camino y el de la cena. Es decir, el encuentro de los dos discípulos con Jesús, de regreso de la Pasión, y la plática que tienen con éste sin haberlo reconocido; y la "anagnórisis" o identificación del Maestro a la hora de partir el pan. Ambos momentos han sido objeto de representación plástica, aunque quizá el de la cena haya resultado el más favorecido, desde el Renacimiento y sobre todo en el Barroco, por su mayor potencialidad dramática (Caravaggio, Velázquez, Rembrandt). Sagredo se decantó por el "camino", un asunto que aparece ya en los mosaicos de San Apolinar el Nuevo, en Ravena (siglo VI), y, siglos después, en pinturas y en grabados.

            El tema se prestaba a la representación de un paisaje como fondo escénico. Nuestro pintor aprovechó esta circunstancia, otorgándole al "castillo" una importancia inusitada. Por lo que atañe a los "peregrinos", prescindió de los cayados que suelen llevar como atributo en las versiones gráficas (por ejemplo, la de Brueghel el Viejo), y sólo preservó el que Jesús lleva inclinado en su diestra. Además, para diferenciarlos no recurrió al expediente usual de rodear con un haz de rayos la cabeza de Cristo. Más bien se valió de la luz del sol poniente para realzar su materialidad transfigurada. No por acaso está representado de perfil, en particular su rostro, cuyos contornos se recortan sobre la radiancia crepuscular con la nitidez de una medalla. Sagredo utilizó este recurso, por las connotaciones conmemorativas, de permanencia y sacralidad, asociadas al perfil medallístico. Su planaridad contrasta con la densidad corpórea de los discípulos.

             Hay otros elementos que llaman la atención. Por ejemplo, la posición de los pies de las figuras es relativamente precaria: no van por un camino llano, sino por uno rocoso y en pendiente, cuyo último término es el "castillo". Da la impresión de un ascenso relativamente trabajoso y que, al menor descuido, aquéllas podrían caer. Más adelante se sugiere una posible lectura interpretativa de tales características.

            Si bien no conocemos ninguna reseña crítica contemporánea a su ejecución, abundan los comentarios posteriores, sobre todo los que se escribieron luego del trágico fallecimiento de su autor.

            Un año antes de este acontecimiento, en 1872, Justo Sierra le dedicó una larga exégesis de carácter filosófico, cuyo principal interés reside en disertar acerca de la dificultad que implica la representación de la figura de Jesucristo.            En 1881, Felipe S. Gutiérrez exceptuaba esta pintura de los defectos de colorido y claroscuro en que, según su propio saber y entender, solían incurrir Clavé y sus discípulos.            De 1883 datan dos comentarios entusiastas, debidos a las plumas de dos grandes figuras literarias, pertenecientes a generaciones sucesivas: Ignacio M. Altamirano y Manuel Gutiérrez Nájera. Altamirano consideraba esta pintura de Sagredo, la mejor de las producidas por la escuela de Clavé.

No hay [...] lienzo alguno en la Academia, que tan poderosamente embargue mi ánimo, como ese admirable lienzo de Sagredo, Jesús en el camino de Emaús. Los tintes opalinos del crepúsculo doran el horizonte. La tierra de Palestina desarrolla su triste panorama en lontananza. He ahí los muros pobres del castillo; he ahí la palma que se eleva gallarda en la caliente arena. Jesús se aproxima acompañado de dos discípulos amantes. Jamás pintor alguno ha dado más unción y más poesía a la figura soberana del Salvador. De aquella boca está brotando el Evangelio. La tarde muere silenciosamente. La sombra baja y cubre la campiña. El rostro del Salvador, empero, se destaca vigorosamente, rodeado de una aureola de luz. ¿Es el sublime resplandor interno de las almas, o algún rayo perdido de la fulgente claridad solar que ha querido permanecer más largo tiempo en el espacio para rodear el rostro de Jesús.             En 1892 se publica otra alusión laudatoria, con motivo de la vigésimo segunda exposición de Bellas Artes, cuando la vista de las obras nuevas solía llevar a los críticos a un cotejo con las grandes obras del pasado inmediato (por lo regular, en detrimento de la nueva escuela). Así, según Manuel G. Revilla, en las galerías históricas de la Academia "se guardan verdaderas joyas", entre las cuales incluye, por supuesto, al cuadro de Sagredo.

            Por otra parte, en las reseñas acerca del estado de la Academia fue estableciéndose un canon de los grandes artistas que habían dado lustre a la institución a lo largo del siglo XIX. Ese canon o repertorio representativo estaba usualmente integrado por las figuras de Rebull, Ramírez y Sagredo, a los que se añadía a veces el nombre de Obregón, o los de Pina y Petronilo Monroy.

            Cabe preguntarse ahora sobre los posibles motivos de una admiración tan invariablemente sostenida y proclamada, inclusive por intelectuales declaradamente adversos a las pinturas de "santos", tan obstinadamente cultivadas en la Academia en la época del magisterio de Clavé y del predominio del proyecto cultural de los conservadores. Aquí conviene regresar a la cuestión dejada en suspenso líneas arriba.

            El tema que los dos discípulos discutieron con Jesús en el camino de Jerusalén a Emaús tenía que ver con el misterio de la muerte y la resurrección y, sobre todo, con el del sacrificio y la redención. Ellos no entendían el significado de la Pasión, y se sentían defraudados de que el esperado "mesías" no hubiese ganado la liberación del oprimido pueblo judío. Menos todavía podían explicarse el que la tumba del Maestro hubiese sido hallada vacía, al despuntar el tercer día luego de su muerte, un hecho del que habían tenido noticia antes de emprender su viaje y que los tenía perplejos. La discusión ¿peripatética¿ del asunto, con Jesús de Nazareth, puede ser interpretada como un proceso de conocimiento progresivo de una verdad superior, de orden puramente espiritual. Al reconocer a Cristo, horas después, en el acto de la fracción del pan, acabaron por comprender el enigma; fue así que se regresaron a Jerusalén a atestiguar ante los apóstoles el portento de la Resurrección.

Me parece significativo que Sagredo no haya elegido el episodio de la "cena", muy vinculado a la tradición eucarística, sino el del "camino", relacionado con el debate conceptual (o profético, en el contexto bíblico). El pintor estaba dándole aquí concreción plástica a una cuestión filosófica que al año siguiente trataría igualmente en La muerte de Sócrates, a saber, la de la probable vida del espíritu, independiente de su envoltura corpórea; en otras palabras, el problema de la inmortalidad del alma. En el cuadro subsecuente se valdría de una historia extraída de la antigüedad greco-romana; aquí, la tomó de la tradición cristiana. En ambos casos, la muerte es vista como un tránsito a la inmortalidad.

            Ahora bien, llama la atención el hecho de que la obra de Sagredo tiene un formato compositivo semejante al de algunos de los cuadros alegóricos que eran colgados a veces en las logias masónicas para inspirar el avance de los hermanos en el arduo camino hacia la iniciación filosófico-espiritual, y como parte de una parafernalia ritual que les ayudaba a salir triunfantes de un conjunto de pruebas de purificación que involucraban el simulacro simbólico de la experiencia transfiguradora de la muerte y la resurrección. Me llama la atención, en particular, la similitud compositiva con un dibujo de Philippe Jacques de Loutherbourg (1740-1812), que formaba parte de una serie diseñada para acompañar el ritual egipcio de la confraternidad masónica presidida por el "conde" Cagliostro, en Francia hacia finales del siglo XVIII. Allí se ve al aprendiz que contempla, extasiado, el radiante templo situado en la cumbre del monte Sión.            Cabe preguntarnos, entonces, si la incondicional admiración del cuadro de Sagredo expresada por Justo Sierra y por Altamirano, miembros comprobados de la masonería mexicana (a la que probablemente Gutiérrez Nájera y Felipe Gutiérrez pudieron también estar afiliados), haya tenido alguna relación con experiencias filosóficas, y acaso también visuales, compartidas. En los tres personajes podrían verse representados los tres grados fundamentales de la jerarquía masónica: el aprendiz, el oficial y el maestro (un papel asignado aquí a Jesucristo). El "castillo" equivaldría al "templo" o edificio a cuya construcción está dirigido todo el "trabajo" de perfeccionamiento espiritual del iniciado. No por azar se halla situado al "oriente", claramente iluminado por el sol que desciende por el lado opuesto. El ascenso al castillo es angosto y escarpado, implica afanes y peligros: sacrificio y redención, muerte y transfiguración. Las dificultades de la ¿prueba¿ precederían a los goces fraternales del ¿banquete. El proceso total de la iniciación está concebido y figurado como una ruta, o desplazamiento espacial, con etapas progresivas, cuya culminación podría significarse mediante la imagen del ¿templo¿ reconstruido... Y así podría seguirse especulando. Reconozco que, en el estado actual de nuestros conocimientos sobre el asunto, es una conjetura difícil de probar: carecemos tanto de la documentación textual (¿Sagredo estuvo afiliado a alguna logia?), como sobre todo de información acerca de las fuentes visuales utilizadas por la francmasonería local. La referencia a los cuadros de Loutherbourg de ninguna manera pretende ser una argumentación probatoria, sino un apunte a la existencia de una cultura visual análoga. Tengo para mí, con todo, que vale la pena dejar al menos la cuestión planteada.

            La obra de Sagredo fue remitida en 1875 a la Exposición Internacional de Filadelfia.Pasó al Museo Nacional de Arte como parte de su acervo constitutivo.