Descripción
Delante de un gran armario abierto, Cupido en figura de niño con alas de libélula, medio sentado en un áureo escabel recubierto con una piel de ocelote, se ocupa en verter una gota de un frasco de veneno dentro del cáliz de una rosa blanca. Lleva a la espalda la aljaba colmada de flechas y a sus pies yace su temible arco; también se ve tirado, a la izquierda, uno de sus dardos, en medio de un capullo de rosa, un clavel y un pensamiento, mientras que a la derecha descansa sobre el piso un ancho frasco destapado. Sobre la puerta izquierda del armario cuelga una serpiente y, sobre la del lado derecho, una elegante pieza de brocado con motivos florales en azul, rosa y verde sobre fondo plateado; hay tres anaqueles dentro del armario y dos cajones en la parte superior. Del entreabierto cajón de la izquierda sobresalen una flor de adormidera y lo que parecen las tenazas de un crustáceo o acaso una planta con propiedades mágicas. En los anaqueles han hallado acomodo, en orden ascendente, un gran reloj de arena; una calavera y un vaso; un libro, una redoma, una lechuza, un almirez y otro vaso. Sobre el lomo del libro se lee "Arte de amar. Ovidio".
Comentario
La composición parece pensada para provocar una suma de impresiones contrapuestas. Por un lado se imponen la hermosura, la gracia y la malicia del travieso e inmisericorde niño, desnudo y alado, cuyo imperio es universal (de allí esa suerte de trono ligero en que se sienta). Por otro lado es inescapable el atemorizante efecto acumulativo de tantos signos maléficos (serpiente, lechuza, calavera, piel de leopardo, frasco de veneno e ingredientes de hechicería). La fementida inocencia de Cupido quedaría asociada así a las fuerzas oscuras, a la crueldad y al crimen perpetrado con alevosía y ventaja: no es más que un diosecillo monstruoso, cuyos caprichos resultan dolorosos y mortales. En tal sentido, la composición de Ocaranza se antojaría correlativamente vinculada con una doble tradición literaria: por una parte, con la lírica clásica, griega y romana, de tema amoroso (ajena a las especulaciones platónicas sobre el amor espiritualizado); por la otra, con la corriente de la mitografía moralizante.La presencia específica del Ars amandi de Ovidio, un libro dirigido, según declaración del propio poeta, a las mujeres fáciles y de vida irregular, pareciera identificar al Cupido como emblema del amor meramente carnal o sensual; de allí las facetas desfavorables bajo las que se le presenta.
Con todo, es muy probable que no se trate aquí más que de un amable juego conceptual para aludir, con una buena dosis de humor y una chispeante ligereza, a los efectos placenteros a la par que dañinos del amor. A tales alturas del siglo XIX había sobrevenido ya una completa trivialización de atributos emblemáticos, antaño cargados de contenido moral, con la consecuente pérdida de una significación más profunda.
Queda en pie, sin embargo, el problema de las posibles fuentes visuales en que Ocaranza haya abrevado. Entre los yesos clásicos que, desde la fundación de la Academia de San Carlos, servían de modelo a los alumnos no faltaban las referencias a Cupido, como lo prueban no sólo las estatuas allí existentes (por ejemplo, la de Venus con amorcillo, el Grupo de dos muchachos que riñen por un corazón, la de un Morfeo a veces titulado Cupido, y la de Psiquis y Cupido) sino también los dibujos que todavía forman parte del acervo de San Carlos. Sin embargo, vale recordar que, a partir de los años setenta, se recurrió con una frecuencia relativamente mayor a la figura de Cupido travieso, tanto en pintura (por ejemplo, en dos obras del poblano Daniel Dávila, Un amor llevando sus armas, expuesta en 1871, el año mismo en que Ocaranza presentó su cuadro; y Cupido en el siglo XX) como en escultura (La ninfa y el amor o Una burla al amor, de Gabriel Guerra, expuesta en 1877). Es posible que hayan influido en ello las tendencias neopompeyana y neorococo, implantadas en los años sesenta, especialmente durante el Segundo Imperio, que acogieron con especial interés a las juguetonas figuras eróticas infantiles como motivo decorativo.
No hay que pasar por alto la similitud que guarda la idea desarrolllada por Ocaranza con la plétora de amorcillos que, en multitud de acciones, encarnan los distintos recursos, atributos y pruebas del amor en las páginas de los Amorum emblemata de Otto Venius (Amberes, 1608). Pero habría la posibilidad de una fuente más cercana, en el grabado comercial y en el mundo de la caricatura, que con harta frecuencia recurrió al alegorismo, entremezclado a la vida contemporánea y a un agudo sentido irónico. El propio Ocaranza llevaría adelante esta vertiente expresiva en una segunda composición protagonizada por Cupido, ¿Quién soy yo?, pintada después de su regreso de Europa (a donde se fuera pensionado en 1874 para estudiar por dos años) y expuesta en 1881, justo diez años después de haber dado a conocer el cuadro que aquí se comenta. Se trata de una suerte de parodia modernizada de la clásica historia de Eros y Psique: en medio de una arboleda, un malicioso cupido está colocado detrás de una robusta muchacha y, tapándole los ojos con sus manos, le hace la pregunta del título ("¿Quién soy yo?"), explicitada a modo de mote en un pequeño recuadro sobre la parte superior de la tela. Una mezcolanza imposible de lo emblemático y lo real, que carga de tensión la invención compositiva.
La obra figuró en la décimoquinta exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes, celebrada en 1871. Junto con otras tres composiciones de una figura presentadas por los alumnos de pintura en aquel evento, fue adquirida para las galerías del establecimiento.Junto con La flor marchita, atestiguó en los años subsecuentes las buenas cualidades del pintor. Por ejemplo, en su revisión crítica a la vigésima exposición que tuvo lugar en la Escuela, en diciembre de 1881, Felipe S. Gutiérrez comparó desfavorablemente las producciones recientes de Ocaranza (Equivocación y ¿Quién soy yo?, justamente) con los dos trabajos suyos existentes en las galerías; y dice: ¿La joven pensativa delante del lirio roto y El niño que envenena la rosa [...] son [cuadros] bien inspirados, de buen color y finamente ejecutados.
Fue remitida a la Exposición Universal que tuvo lugar en Nueva Orléans en 1885.En 1982 pasó al acervo del Museo Nacional de Arte.
Manuel Ocaranza es uno de los pintores más interesantes de la segunda mitad del siglo XIX. Dibujante y colorista afamado, ingresó a la antigua Academia de San Carlos en 1861 y al finalizar la década, impresionó a todos por la novedad de sus temas que rompieron con los convencionalismos de los asuntos épico-históricos. De igual forma ejecutó episodios costumbristas con fuertes cargas morales y sentimentales -propios de los preceptos del romanticismo como vertiente ideológica- que temas alegórico-mitológicos. Travesuras del amor es una obra resuelta a manera de un divertimento-relajado distante de la tradición académica iconográfica.
La figura delicada y graciosa del niño desnudo es apenas cubierta por una gasa que serpentea su cuerpo; representa al mitológico Eros-cupido, quien de manera traviesa y con ojos de malicia -que no corresponden a su inocente imagen-, envenena una rosa blanca corrompiendo con ello la pureza de las pasiones, es parte de los funestos procedimientos del amor para alcanzar su cometido.
Al pie del infante, descansan el arco y una flecha; y lo envuelve un compendio de signos maléficos, finamente trazados y policromados, propios de un hechicero: serpiente, lechuza, calavera y frascos de pócimas.
La obra figuró en la XV exposición de la Escuela Nacional de Bellas Arte de 1871, junto con otras pinturas del artista michoacano, como Café de la Concordia y La flor del lago. Son temas de género dirigidos a la crítica del momento que cada vez era más exigente en las representaciones costumbristas. Procedente del Museo Regional de Morelia, se adjudicó al Museo en abril de 1992.
[VRR]